Eso de hablar de la aridez repulsiva de El Escorial,
como hablar de lo sombrío de su carácter,
carece, en rigor, de valor estético,
pues falta probar que lo árido y lo sombrío
no puedan ser hermosísimos
-
Los ensayos sobre el
excursionismo de Miguel de Unamuno, posteriormente recogidos en dos tomos -Por
tierras de España y Portugal (1911) y su continuación, Andanzas y visiones
españolas (1922)124- forman un remanso crítico. Con la excepción de un solo
crítico, quien ha subrayado la importancia del tema del excursionismo en el
movimiento noventayochista en España125, estos ensayos se ven casi
completamente desatendidos en la crítica unamuniana. Es una omisión extraña no
sólo por su cantidad sino también porque revelan muchas de las conocidas (y muy
estudiadas) obsesiones del profesor salmantino y, de modo quizás más
importante, algunas de las preocupaciones intelectuales más destacadas de la
edad de Unamuno y su generación.
Fue Unamuno un viajero
infatigable. Su deseo de «conocer España» le llevó a peregrinar y sus viajes le
proporcionaron los datos necesarios para una serie de ensayos que escribió a lo
largo de un cuarto de siglo. En estos ensayos se revelan una obsesión personal
y una curiosidad intranquila que formaron parte de una obsesión generacional.
Apareció, tempranamente en el siglo anterior, una boga por «descubrir España»
entre los románticos europeos; la moda nacional, se puede decir, empezó más
tarde entre los hombres de la Institución Libre de Enseñanza y, especialmente,
con Francisco Giner de los Ríos. Su influencia fue poderosa: sobre Antonio
Machado, quien admitió en «En tren» (CX, Campos de Castilla, 1912) que «Yo,
para todo viaje / [...] voy ligero de equipaje. [...] ¡Este placer de
alejarse!», sobre Ortega y Jiménez. La intención fue descubrir los rincones
olvidados del país, pero también fue el deseo de huir de una realidad presente
hacia un mundo de ensueño e ilusión: «siempre nos hace soñar», escribió Machado,
y, a continuación en «Otro viaje » (CXXVII), nos habló de «este triste insomnio
mío! / ¡este frío / de un amanecer en vela!». Se trata, como veremos, de dos
intenciones: una ligada a un conocimiento más profundo del campo, la otra a un
modo muy especial de contemplar esta realidad, de contemplarla por el prisma de
un estado de mente ni despierto (mediante la lógica) ni completamente dormido
(mediante el sueño ilógico). La busca de la realidad geográfica española se
revela a veces como la busca de algo irreal como admitió el propio Unamuno en
1936 al mirar atrás hacia sus Andanzas:
«Andar y ver» -se dice-.
Y el que esto os dice ha publicado una colección de relatos de excursiones con
el título de Andanzas y visiones españolas. Pero es más lo que ha soñado que lo
que ha visto. Y sobre todo lo que ha soñado ver (1112).
Son aspectos que
destacan entre esta generación de escritores finiseculares. También una
actitud intelectual con énfasis sobre las filosofías científicas del
evolucionismo. Así, otro contemporáneo, José María Salaverría, en su Vieja
España: Impresión de Castilla de 1907:
Me asomé a la ventanilla
[del tren] y vi la profundidad de la noche, la extensión desolada de la
llanura. ¡Cuán grave y expresiva era aquella planicie castellana, vieja patria
del Cid, cuna del españolismo! Iba yo a conocer el secreto de una tierra de
dominadores; iba a sentir el aliento de un país antiguo que imprimió en el
mundo tan honda y duradera huella; quería desentrañar el misterio de aquella
tierra esquilmada, rasa y humilde, que había sabido sujetar a su feudo otras
tierras más ricas, más ágiles y mejor dotadas por la naturaleza.
Estas facetas las
compartió también Unamuno: veta sentimental para conocer su Patria en un
contacto físico con el campo; veta espiritual como resultado de la
contemplación de ella; búsqueda intelectual de algo latente en el campo y en el
pueblo mismos (ver 443, 633 y 690). Escribió Unamuno en 1913:
Lo que va a seguir son
notas de un curioso excursionista, que toma lo que ve y observa al azar de sus
correrías como punto de partida para sus reflexiones, tal vez algo arbitrarias.
Sin embargo, las
reflexiones unamunescas no son ni más ni menos arbitrarias que las de Ortega,
Azorín o Machado.
Empiezo con una análisis
de la última veta, la veta determinista. El profesor Ramsden señala el énfasis
noventayochista sobre «el carácter inalterable del pueblo rural español» y su
«nueva sensibilidad hacia el paisaje el cual, supuestamente, lo habría formado
[tal carácter] y un nuevo deleite en varios aspectos de la vida provincial en
la cual, supuestamente, este carácter se había revelado» (HR, 141). Sugiere
Ramsden, en este estudio y en otro más corto pero no menos poderoso en su
argumentación (JRUL), que la mayor fuerza intelectual que influyó sobre los
escritores del 98 fue el determinismo conservador; rural y psicológico de
Hipólito Taine. En breve, sostiene Ramsden que los hombres de la generación del
98 (Unamuno, Ganivet, Machado, Azorín, Baroja, Ortega) todos se «concentraron
sobre el problema de España: la grandeza anterior, decaimiento presente y un
resurgimiento futuro posible»; que «el problema de España es primariamente un
problema psicológico: España [...] carece de un principio básico que la guíe
(JRUL, 41). La búsqueda de un núcleo-guía básico puede descubrirse «mediante un
auto-conocimiento colectivo». Bajo la complejidad y lo difuso del carácter
queda «una base firme de entendimiento» (lo que llama Unamuno un «núcleo
castizo») que se descubre «en todas las manifestaciones de la cultura de una
nación pero que se revela más inmediatamente en el carácter del pueblo rural
ordinario e inalterable [...] especialmente en el campo [donde] [...] se
reconoce la influencia formativa del medio físico. Es allí en particular donde
se encuentra la clave del carácter nacional, y de ahí, también de la historia y
de la cultura nacionales» (JRUL, 42). Para Ramsden el problema de España puede ser una
característica básica, pero no es, sugiere, «distintiva» (JRUL, 44). «Lo que
distingue a los escritores del 98 de sus predecesores no es su preocupación por
el problema, sino su reacción frente a él» (JRUL, 44). Unamuno ya había
explorado este problema intelectual en En torno al casticismo (1895). Por
tierras y Andanzas son, en un sentido, continuaciones de esta exploración y
búsqueda unamunesca de raíces. Pero en el sentido de que el viajar es también
un modo de huir ofrecen, por otra parte, un modo de auto-descubrimiento, la
búsqueda de uno mismo. El excursionismo, así, es una respuesta a necesidades
intelectuales tanto como emocionales. Volveremos sobre ello más tarde.
El viajar, entonces,
ofreció a Unamuno y a sus contemporáneos la oportunidad de descubrir ese
«carácter» y de ponerse en contacto íntimo con el paisaje español y su pueblo.
El viajar les suministra la visión buscada, visión basada en el determinismo,
de «esta nuestra inalterable y casi desconocida España». En el ensayo,
apropiadamente titulado «Excursión», escrito en 1909 y recogido en Por tierras,
admitió Unamuno que
Estas excursiones no son
sólo un consuelo, un descanso y una enseñanza; son además, y acaso sobre todo,
uno de los mejores medios de cobrar amor y apego de la tierra.
Con sus contemporáneos y
los románticos que le precedieron Unamuno odió las ciudades grandes: «Tengo
miedo y aversión a las grandes ciudades», reveló en 1908127. En sus ensayos
también se encuentran sugerencias que se refieren a una búsqueda de índole
espiritual casi mística. Más directamente se trata del fluir inexorable del
tiempo, tema destacado en la literatura finisecular. Pero más explícitamente
expresa el autor su deseo de «conocer España», de explorar «el sentimiento de
la continuidad en el cuerpo social», el carácter inalterable del campo y su
pueblo. Pero también busca un norte, así que la búsqueda de raíces
deterministas y de su propio ser se ven íntimamente ligadas. En En torno al
casticismo (1895) Unamuno había dado énfasis a las realidades físicas de
Castilla como clave de una identidad básica, resistente al tiempo. Para
Unamuno, como ha señalado Ramsden, Castilla, la región de paisajes más
distintos, fue, según el punto de vista determinista unamunesco, la clave del
carácter distintivo nacional. Así, también su historia y cultura, productos
consecuentes de la misma causalidad determinista. En Por tierras escribió en
1909:
En el aspecto íntimo del
arte, para el que busca sensaciones profundas, para el que tiene el espíritu
preparado a recibir la más honda revelación de la historia eterna, os digo que
lo mejor de España es Castilla, y en Castilla pocas ciudades, si es que hay
alguna, superior a Ávila.
Anda uno por
dondequiera, continúa Unamuno, para distraerse o divertirse, «pero el que
quiera columbrar lo que pudo antaño haber sido, vivir con el fondo del alma,
ése que vaya a Ávila; que venga también a Salamanca ». Pero a pesar de tanto
comentario y énfasis sobre «un alma nacional», la base de su búsqueda en En
torno y demás trabajos es para Unamuno el cuerpo de España. Forja el profesor
salmantino una combinación fácil entre lo espiritual y una estructura orgánica
escondida. La psicología como estudio de lo interior espiritual y como estudio
científico materialista supo combinar el idealismo decimonónico con el
positivismo finisecular. Unamuno repetidamente se refiere a estructuras
internas orgánicas. Así expresa su «visión de ensueño» en el idioma de las
ciencias físicas:
Ciudad, como el alma
castellana, dermatoesquelética crustácea, con la osamenta -coraza- por de
fuera, y dentro de la carne, ósea también a las veces. Es el castillo interior
de las moradas de Teresa, donde no cabe creer sino hacia el cielo. Y el cielo
se abre sobre ella como la palma de la mano del Señor.
Se ve a las claras la
meta que busca Unamuno: un núcleo de paz y fe, raíces y Dios. Ya que siente una
fe debilitada busca confirmación por medios más rigurosos (en la ciencia), y
por medios no asequibles a la lógica (en la imaginación).
¿Y qué evoca? Realidades
físicas, medio ambiente, carácter colectivo, cultura (historia y literatura) y
sentimientos y deseos personales. Se encuentra, entonces, la expresión de una
armonía básica entre estos temas, temas que ya había explorado en En torno.
Pero, por estas fechas,
el determinismo unamunesco se ve me nos explícito. Cuando, en sus ensayos
tempranos, se hace uso de una serie de términos precisos que pertenecían a las
ciencias evolucionistas -el pueblo español como «producto de una larga
selección», «hecho a la inclemencia del tiempo»- (rasgos que persistieron en
Por tierras), ahora escribe haciendo uso de comparaciones, sugerencias,
yuxtaposiciones, metáforas, símiles y, de vez en cuando, en plena moda
simbolista, de paisajes del alma donde proyecta su propio humor sobre el
paisaje contemplado. En este aspecto se nota una convergencia en vez de enfrentamiento
entre Modernismo y Noventayocho. Cuando anteriormente se expresó por medio de
afirmaciones claras y sin trabas, de índole determinista, en estos ensayos un
lugar preferido le suscita un torrente de reflexiones, meditaciones y
comentarios sobre estos aspectos. En realidad su lenguaje se ha hecho más
poético, más auto-consciente. Es un cambio que se comentará luego.
La búsqueda emocional y
la auto-proyección le impulsan a recordar a Obermann (significativamente una
figura romántica norteña antes que española). Sin embargo, mientras indaga las
raíces españolas, está muy dispuesto a pensar en los productos del medio
ambiente determinista ante sus ojos: la realidad física de Medina del Campo
provoca pensamientos de Isabel la Grande -y Santa Teresa- y las dos -Medina e
Isabel- se hacen una (1912: 633). Pero no es el castillo (realidad física) ni
la que, supuestamente, esta realidad ha creado -Isabel- los que sienten
resignación. Es el propio autor que contempla una supuesta veta determinista en
el medio ambiente, una historia y cultura formadas por esa veta, y que también
se contempla en el paisaje que mira. Se encuentra el mismo proceso cuando llega
al Escorial y recuerda a Fray José de Sigüenza (1912:645) o cuando contempla la
Castilla de la meseta que le evoca al Cid y se unen en su mente el paisaje y el
Poema del Mío Cid (1916:742). En «Salamanca» (1914) escribe Unamuno:
No puedo evitar el
ponerme en mis escritos, y como nadie es más que el producto de la sociedad en
que vive y de la que vive; como todos somos condensación del ambiente en que
vivimos, todo el que acierta a poner se en sus obras pone a su patria, chica y
grande, en ellas.
El viajar es
auto-proyección, pero también es una búsqueda de un carácter colectivo, un modo
de descubrir las raíces nacionales (y personales) de la raza:
Recorriendo estos viejos
pueblos castellanos, tan abiertos, tan espaciosos, tan llenos de un cielo lleno
de luz, sobre esa tierra, serena y reposada, junto a estos pequeños ríos
sobrios, es como el espíritu que se siente atraído por sus raíces a lo eterno
de la casta.
En las provincias y en
las vidas del humilde pueblo ordinario hallará la dirección y el núcleo que
busca:
Es sumergirse en el
paisaje lo que nos hace recobrar la fe en un dichoso porvenir de la Patria.
[...] La primera honda lección de patriotismo se recibe cuando se logra cobrar
conciencia clara y arraigada del paisaje de la patria, después de haberlo hecho
estado de conciencia, reflexionar sobre éste y elevarlo a idea.
Se puede seguir citando
de «Frente a los negrillos», artículo importantísimo entre los escritos de
Unamuno. Y volveremos sobre sus últimas frases. Lo que busca es el carácter
permanente e inalterable que ha formado al pueblo, la cultura y la historia de
España; también sus antiguas ciudades, León, Salamanca, Ávila (670, 415, 721,
833 y 496). «La búsqueda unamunesca de España [...] fue también una búsqueda de
raíces personales. El investigador de los destinos nacionales [...] no fue
meramente un observador; el sujeto y objeto de su estudio se habrían fusionado.
La busca de la "roca viva" de España fue a la vez la busca de la
"roca viva" propia» (HR, 173). Como confesó el propio Unamuno, «una
ciudad desde el centro de la cual no se puede llegar a pie en cosa de un cuarto
de hora al campo libre, es una ciudad que no responde a mis más íntimas
necesidades espirituales».
En lo que acabo de
sostener hasta este punto he querido confirmar los argumentos expresados -para
mí convincentes- en dos estudios del profesor Ramsden, especialmente en The
1898 Movement in Spain.
Ahora, se trata de
analizar la veta espiritual como resultado de la contemplación del campo. He
sugerido, siguiendo la tesis de Ramsden, que para Unamuno el viajar también
expresa la busca de sí mismo. En la relación estrecha que establece entre su
propio ser -o mejor sus sentimientos y emociones- y su medio ambiente
descubrimos el profundo colorido romántico del lenguaje unamunesco y su modo de
pensar. Quizás, más precisamente, el discurso romántico de Unamuno es de origen
europeo norteño. Claro es que comparte con sus antecesores románticos españoles
-Espronceda y Larra- la nota de interrogación metafísica. Pero la manera en que
sobrepone su humor sobre el paisaje, la naturaleza como portadora de las
obsesiones del escritor, la preferencia por paisajes bravos y montañosos y
efectos atmosféricos impresionantes, el énfasis sobre la soledad y una comunión
sensual (tanto como emocional y mental) con un ente espiritual omnipresente,
todos estos aspectos pertenecen a la manifestación europea del norte de la
experiencia romántica, notablemente, la de los poetas ingleses lakistas
(refiriéndose a ellos emplea Unamuno la palabra musings), los románticos
alemanes, el escritor francés, Senancour (cuyo Obermann fue libro de cabecera
de Unamuno) y el ensayista y poeta suizo Henri-Frédéric Amiel. Aumentó
rápidamente en España el interés por los románticos alemanes desde los años
1860 y especialmente en los 1890. La importancia de este fenómeno en la
formulación de la veta simbolista del Modernismo, la segunda fase de la época
de Helios, como he señalado129, fue trascendental. Como veremos, Unamuno no se
vio enteramente divorciado de estos desarrollos estéticos a pesar de su muy
pregonada antipatía al Modernismo. El contacto con la naturaleza le trae un
alivio espiritual y físico:
El cuerpo se limpia y
restaura con el aire sutil de aquellas alturas [la sierra de Gredos] y aumenta
el número de glóbulos rojos [...] pero el alma también se limpia y restaura con
el silencio de las cumbres
Pero da más énfasis a lo
espiritual: «¡Qué silenciosa oración allá en la cumbre...!» (609). También
destaca la fuga de una realidad hostil y de la ciudad odiada.
Se nota aquí una típica
paradoja unamunesca: como buen romántico es un solitario, no le gusta la
compañía de sus prójimos y prefiere comunicarse con su desasosiego en las altas
cumbres. Pero como determinista necesita a los hombres, encarnaciones del medio
ambiente y las fuerzas de la casualidad determinista. Y resuelve la paradoja
mediante la idea romántica y rousseauniana de la inocencia y nobleza del hombre
primitivo. Para Unamuno el campesino humilde es preferible al hombre de frac o
al político ramplón de la Corte. Y saca una enorme satisfacción y alivio
espiritual de sus solitarias excursiones exactamente como otros de su
generación (423 y 438).
En el campo, y
especialmente en las montañas (con referencia tras referencia a su Obermann
querido y con ecos de Senancour y Amiel) descubre una nueva armonía entre el
panorama del gran mundo ante su vista, el cielo encima y su propio ser. En el
mismo ensayo, «El silencio de las cumbres», propone tal simbiosis:
Allí, a solas con la
montaña, volvía mi vista espiritual de las cumbres de aquélla a las cumbres de
mi alma, y de las llanuras que a nuestros pies se tendían a las llanuras de mi
espíritu. Y era forzosamente un examen de conciencia. El sol de la cumbre nos
ilumina los más escondidos repliegues del corazón.
Estas palabras tienen
ecos de los escritores románticos norteuropeos y también de las experiencias de
Francisco Giner. La frase «examen de conciencia» suena al idioma autocrítico y
autocontemplativo de los krausistas. En este ensayo y en «Frente a los
negrillos» se nota un parentesco extraordinario con Giner, Ortega y Jiménez en
cuanto a una experiencia trascendental. Tal experiencia, no cabe duda, se puede
denominar religiosa o mística. Pero lo que busca no es la divinidad, a pesar de
las muchas referencias a lo divino, sino eternidad y permanencia, una
estructura básica que yace dentro de lo visible, «la imagen» (618).
Más adelante apunta que
siente «la inmovilidad en medio de las mudanzas, la eternidad debajo del
tiempo» y, en un eco más del tema intrahistórico que ya había desarrollado en
En torno más de un lustro antes, dice que puede tocar «el fondo del mar de la
vida» (622). Es un tema que ya hemos comentado. En su fuga de la metrópolis y
en su busca de una recreación espiritual en la naturaleza y el campo sigue
Unamuno la tradición de los románticos norteños de hace más de un siglo y, más
próximamente, de los hombres de la Institución Libre y «los modernos». El
excursionismo, pues, tiene un atractivo personal y fuerte; es la señal exterior
de una busca intensamente personal de sí mismo. Como en Azorín, Jiménez,
Machado y otros, las preocupaciones más destacadas son el deseo de huir, un
enriquecimiento espiritual, un anhelo de algo mejor, más allá, con lo cual se
pueda sentir una armonía, un sentido de permanencia; su sentido de la
inevitabilidad de la vida a pesar de sus deseos; de ahí su insatisfacción con
el presente, con la muchedumbre y la ciudad, con el tedio del contacto social
cotidiano. Son aspectos estudiados por Ramsden en su edición de La ruta y The
1898 Movement (esp. la sección 5: «The Quest for Self») y en los estudios míos. Y también otro sentimiento que es preciso notar: su sentido del
fluir inexorable del tiempo y su nostalgia por un pasado en que la vida le
pareció mejor, más permanente. Son humores, sentimientos y anhelos comunes
entre los escritores del fin de siglo en España. Y la evocación unamunesca de
estos humores es muy parecida a la de ellos. Consideremos, por ejemplo, esta
descripción (mejor evocación) de las ruinas del monasterio cisterciense de la
Granja de Moreruela:
¡Qué majestad de aquella
columnata de la girola que se abre hoy al sol, al viento y a las lluvias! ¡Qué
encanto el de aquel ábside! ¡Y qué intensa melancolía la de aquella nave tupida
hoy de escombros sobre la que brota la verde maleza! Y todo ello se alza,
añorando siglos que fueron, y quién sabe si siglos por venir, en un valle de
sosiego y de olvido del mundo.
Como sus contemporáneos,
encuentra Unamuno una satisfacción curiosa cuando se comunica con su dolor y su
melancolía (aquí sobrepuestos a la realidad) y los transmuta diestramente en un
sentimiento de belleza, de tranquilidad y calma emocional, los cuales sugieren
otra forma de permanencia. Es casi como si las ruinas tuvieran un espíritu
interior eterno. Hizo constar esta convicción más de una vez, como en su ensayo
sobre Salamanca cuando habla de «una cierta vida espiritual» (1914:725).
Esta alma «subterránea»
presente, en la interpretación científica que impone Unamuno, es el espíritu de
las fuerzas de la causalidad determinista. Pero también es un tipo de panteísmo
romántico y, combinado con el sentido de las fuerzas evolutivas, se hace
referencia al panteísmo krausista. Quizás, también, se encuentre una veta
estética en la misma herencia porque la espiritualidad unamunesca tiene una
decidida inclinación en esta dirección:
Emprendí esta
peregrinación artística [a Guadalupe] apenas terminé mi curso universitario
[...] buscando unos días de reposo y de baño en naturaleza para poder volver
con renovadas fuerzas [...]. Y hoy llevo, en el relicario de mis recuerdos, un
recuerdo más, un recuerdo perfumado y fresco, el de la bravía verdura de
Guadalupe.
Volveremos enseguida sobre esto del «relicario
de mis recuerdos».
Más tarde, en 1916,
afirmó el profesor salmantino, «esto de ascender a las cimas de las montañas
[...] es un placer que tiene tanto de sensual como de estético» (786). Si esto
nos recuerda a Amiel o a Giner de los Ríos, la frecuente combinación de lo sensual
con lo estético, como en esta evocación de Mallorca, nos recuerda a los
modernistas y Rubén Darío: «se puede penetrar en la belleza espiritual de la
isla de oro, en lo que quiere decir aquella fantasía divina encarnada en roca
florecida y ceñida por el mar de zafiro y de esmeraldas y de topacios y de
nácares irisados» (791). La veta determinista se nota cuándo Unamuno relacionó
este paisaje con la poesía de Ramón Llull, literatura como producto del medio
ambiente. Pero el determinismo -la busca de estructuras fundamentales y
eternas- y la adoración de la belleza y la lengua poética finisecular -también
una busca de estructuras interiores en el pozo de la imaginación- se juntan en
este comentario:
Sediento contemplaba una
vez las espesuras del Zarzoso que se tiende al pie de la Peña de Francia, [...]
y aunque la angustia -¡y era grande!- me privara de mirarlas con el sosiego que
la contemplación exige, nunca comprendí mejor su metáfora.
Aquí vemos la tendencia
modernista a buscar la contemplación estética como alivio de la angustia
metafísica. En 1902, Juan Ramón, quizás más auto-conscientemente esteta, evocó
su estado espiritual en estos términos simbolista-decadentes:
Me llenan de una dulce
melancolía esos rincones de jardín de hospital
[...]
Cuando viene cayendo la
tarde, y en la yerba dorada y trasparente tienden los árboles las sombras
alargadas de sus troncos [...] por todo el jardín flota [...] una serenidad que
nos hace pensar en los muertos....
Más austeramente y
evitando los lugares comunes del simbolismo finisecular -jardín, señales de
muerte, etc.- evoca Unamuno un paisaje no menos poético, ni menos espejo del
humor del propio escritor; Unamuno evoca su vida interior, su propia
personalidad proyectándose sobre sus realidades recordadas, un viaje al
Escorial en 1912:
Luego... el Adaja, el
río de Ávila, que ofrece de pronto una rinconada de melancólico recogimiento, y
al transmontar una cuesta, las murallas de Olmedo y sus torres derritiéndose en
la luz del atardecer.
Es, como admitió
abiertamente en el prólogo a sus Andanzas, un «paisaje literario», y además
añadió: «A esta demanda de la afición estética es a lo que quiere responder la
oferta de este libro». Sus descripciones excursionistas tienen muy poco de lo
documental, de lo realista: «No puedo evitar el ponerme en mis escritos» (720);
«¿Datos? ¿Qué es eso de datos? ¿Te figuras que habría de ser una historia
documentada?» (1900:66). Lo que destaca en estos escritos, como en la obra de
sus contemporáneos y el testimonio de su contacto con los campos de Castilla
-Machado, Ortega, Baroja, Azorín, aun Juan Ramón- es el elemento lírico y
poético, la preocupación por la belleza austera de España después del momento
simbolista y sus jardines y parques decadentes:
Eso de hablar de la
aridez repulsiva de El Escorial, como hablar de lo sombrío de su carácter,
carece, en rigor, de valor estético, pues falta probar que lo árido y lo sombrío
no puedan ser hermosísimos [...]. Y debo confesar que a mí me produce una más
honda y fuerte impresión estética la contemplación del páramo, sobre todo a la
hora de la puesta del sol. (1912: 643-44)
Quizás no sea una
coincidencia que en el mismo momento de evocar tal paisaje árido con su aureola
de luz dorada fuera Machado a publicar sus Campos de Castilla, donde
encontramos paisajes parecidos. Ni hay que olvidar las evocaciones de Azorín
-especialmente La ruta de don Quijote y Castilla- ni las de Baroja -Camino de
perfección- ni las de Jiménez -Pastorales-. En estas evocaciones del paisaje
español bañado en una luz crepuscular y dorada encontramos los persistentes
ecos del simbolismo francés pero también la veta determinista combinada con una
recreación mediante el arte de una realidad recordada para siempre, una
realidad transmutada líricamente sugiriendo no sólo la belleza sino también la
permanencia, la eternidad. El amor y apego a la tierra -Machado y Soria,
Unamuno y La Flecha, Ortega y el valle
del Duero, Azorín y la Mancha, Juan Ramón y Moguer o los Pirineos, también
Maragall y el Montseny- se muestran en toda una generación. Así que las
excursiones de estos escritores no son solamente una respuesta a las necesidades
espirituales o emocionales, son también una necesidad estética. Finalmente son
una busca de una estructura; estructura revelada por las ciencias deterministas
o estructura revelada por medio de una exploración de la imaginación poética y
la memoria, las galerías del alma o los ensueños de un Machado o un Juan Ramón.
No necesitan una realidad porque, en última instancia, prefieren «el cristal de
la mente» o «el relicario de mis recuerdos» (Unamuno), «una cueva de ensueño»
(Jiménez), «las galerías del alma», «el profundo espejo de mis sueños»
(Machado). Como pregunta Azorín:
¿Para qué hacer el
viaje? Hay un momento en la vida en que descubrimos que la imagen de la
realidad es mejor que la realidad misma [...]. Sólo nos queda, en lo íntimo del
espíritu, su imagen. Una imagen fugaz, como la de un sueno: una imagen de algo
que queremos recordar y no recordamos [...].
Se encuentra el mismo
énfasis en un ensayo temprano de Unamuno, «Brianzuelo de la Sierra. Notas de
viaje», donde se ve que prefiere el autor su visión anticipada a la realidad
futura. Llegó tarde al pueblo y se puso a dormir. «Y aquel sueño, aquel sueño profundo
y tranquilo es el recuerdo más puro y más hondo que de Brianzuelo de la Sierra
conservo». Por eso no quiere contacto con la realidad a la mañana siguiente:
«¿Pues a qué hemos venido? / -¡A soñarlo! Déjame que me le figure a mi
antojo...» (1900: 63-64). El sueño antes que la realidad, «fondos» previstos en
la imaginación; temas obsesivos.
Hemos visto, pues, las
estrechas relaciones que existen en las parecidas respuestas líricas y
emocionales frente al problema psicológico general en toda una generación.
Aquí, por lo tanto, sería apropiado aplicarme de nuevo al muy debatido problema
del «Modernismo frente a Noventayocho» y la separación -para mí completamente
arbitraria- de la generación finisecular en dos grupos. El profesor Ramsden ha
insistido en que mientras los hombres de esta generación compartieron todos un
dilema básicamente romántico, una crisis de fe, encontraron soluciones
distintas: los modernistas en la torre de marfil del Arte, los hombres del 98
en la realidad y en el determinismo. Pero, ¿hubo tal diferencia? He sostenido
en los estudios citados que hace falta poner este argumento, y especialmente la
tesis de Díaz-Plaja en tela de juicio. Aquí considero brevemente, como
prolegómeno de un estudio más amplio, el caso de Unamuno frente a (o mejor, en)
este grupo.
No es dudoso que uno de
los temas más destacados en la literatura finisecular fue el tema de la memoria
y el ensueño, y destacó singularmente en España: «Estoy solo, tengo sueño [...]
/ Los recuerdos se amontonan en mi mente» (Jiménez, 1902); «Y podrás conocerte,
/ recordando del pasado soñar / los turbios lienzos, / [...] / De toda le
memoria, sólo vale / el don preclaro de evocar los sueños» (Machado, 1907);
«Del pasado dichoso sólo podemos conservar el recuerdo» (Azorín, 1912); «Amar
el pasado es congratularse de que efectivamente haya pasado, y de que las
cosas, perdiendo esta rudeza con que al hallarse presente arañan nuestros ojos,
nuestros oídos y nuestras manos, asciendan a la vida más pura y esencial que
llevan en la reminiscencia» (Ortega, 1911). Ahora escuchemos a Unamuno: «Lo que
hay que ver no es la visión presente; lo que hay que ver es su recuerdo, su
imagen» (I, 842); «Todo imaginar y hasta conocer [...] es un recordar»; «Al evocar
mi recuerdo dormido en el hondón de mi memoria, de lo que era el campo de Albia
en lo que hoy es el ensanche de Bilbao, brotóme él a flor de alma en forma
rítmica, en versos de meditación poética, de eso que los lakistas ingleses
llamaban musings» («Visiones rítmicas»). Estas expresiones nos recuerdan no
solamente la imaginación romántica de la Europa del norte y la herencia del
simbolismo sino también el interés de los modernistas por este tema. La última
expresión unamunesca tiene ecos tanto de Juan Ramón como de la crítica de
Gregorio Martínez Sierra y su La vida inquieta.
Hasta ahora se encuentra
una tendencia crítica a excluir a Unamuno del grupo modernista, y se sigue
insistiendo en tal punto a pesar de la afirmación juanramoniana de que, por los
años del fin de siglo, se le llamó a Unamuno «ese tío modernista». No quiero
decir que fue Unamuno un escritor torremarfileño como Darío o Villaespesa; sí
quiero sugerir que hace falta poner en tela de juicio el uso del término
modernista (o Modernismo) y su enfrentamiento con el Noventayocho. Hemos
encontrado toda una serie de coincidencias curiosas entre los autores
finiseculares de ambos supuestos grupos, especialmente en el proceso de
auto-contemplación y la manera en la que se transmutan las realidades
recordadas en arte; también en la ideología o el idealismo en que esta visión
se basa.
Por los años de 1890 los
escritores jóvenes han vuelto la espalda a la conmemoración de los ideales
nacionales y la conciliación cívica.
La crítica no dejó de
notar este cambio. Según estos comentaristas el escepticismo y una visión
fragmentada del mundo llevan a una busca dentro del hombre de un núcleo no
fragmentado; la autocontemplación es auto-descubrimiento, la búsqueda de raíces,
pero es, al mismo tiempo, un medio hacia un nuevo ideal absoluto. También, como
he sugerido, la idea de una fuerza latente determinista que da una estructura
eterna debajo de la realidad misma tomó parte en este desarrollo idealista,
especialmente por su autoridad científica. Por estos años, y no olvidando sus
orígenes en el romanticismo, se formó una nueva concepción de la facultad
imaginativa, el ser interior de la inconsciencia; el arte moderno (modernista)
es la expresión exterior de esta actividad auto-contemplativa y mentalmente
intelectualizada. Las experiencias de la realidad (el sentimiento y, luego, la
memoria) pasan por un proceso de trasmutación en el crisol interior de la
imaginación (de ahí palabras como cristal, relicario, espejo) para revelar no
sólo la belleza o el valor de la circunstancia, los accidentes del momento,
sino también su valor eterno, su belleza sin tiempo. Revelan también ideas,
conceptos o estructuras preexistentes, y así también eternos. Es este el ideal
del arte finisecular del que se encuentra una expresión definitiva en el poema
introductorio de las Galerías machadianas.
Escuchemos ahora a
Unamuno en su ensayo clave, «Frente a los negrillos» (quizás el ensayo más
trascendente de las Andanzas):
Y la vista del
escaramujo [...] me recuerda el más dulce y vivificante recuerdo de una obra
propia, y más si ésta es de poesía: el de su parto. Es que nuestras mejores y
más propias ideas, molla de nuestro espíritu, nos vienen, como de fruta
alimenticia, de la visión del mundo que tenemos delante, aunque luego, con los
jugos de la lógica, la transformemos en quimo ideal, de que sacamos el quilo
que nos sustenta.
A pesar del juego de
palabras unamunesco entre el sentido biológico (lo físico), simbólico (interior
espiritual) y popular («sudar el quilo») se encuentra aquí un proceso que se ve
en la poesía finisecular a partir de Bécquer y los precursores modernistas (Gil
e Icaza) hasta el grupo Helios y aun Ortega; es decir, un énfasis sobre ensueño
y memoria como alivio y como consecuencia de la vacuidad de la vida. Todo lo
que queda como consolación son los recuerdos distantes y nostálgicos de tiempos
más felices o de acción (reales o imaginados), recuerdos no degenerados de la
infancia (significadamente asociados con la luz dorada del crepúsculo, las
campanas de la parroquia, el hogar y el pueblo), recuerdos de momentos pasados
de satisfacción emocional o espiritual profunda. Agobiados por el fracaso vital
y la desilusión, elevan frente a su pérdida la autenticidad de su propio dolor.
Y de su dolor y su auto-contemplación se levanta un estado mental especial. El
silencio y la soledad, especialmente en los rincones de las ciudades antiguas o
en el campo, les ofrecen atractivo. Y su soledad es menos opresiva cuando
pueden evocar un pasado más feliz, una memoria recreada interiormente. Así la
niñez, la adolescencia o el pasado de una España más grande, se ven como temas obsesionantes
en la literatura de este grupo. Visita Azorín el aula de su colegio en Las
confesiones de un pequeño filósofo; evoca Machado los patios y galerías
sevillanos; en Moguer, narra Juan Ramón, «el alma dormita por dentro, cansada y
aterida, soñando con el oro de la infancia» (1903: PLP, 71) y, allí, el sol
sugiere «añoranzas de rincones dorados, con el eco de las voces lejanas de una
aldea» (1903: PLP, 92). A su vez estos autores evocan, como lo hace Unamuno, el
pueblo natal y los sonidos de la vida cotidiana. ¿Por qué? He investigado la
veta determinista del interés por el campo y por el pueblo. También he
subrayado el tema del fluir del tiempo. Es un aspecto que ha analizado Ramsden
(HR, 180-81). ¿Hubo otra forma de escape para Unamuno? Creo que sí, forma que
se encontrará también entre sus contemporáneos. El viajar para Machado fue un
tipo especial de «sueño» y para Ortega y Baroja, Pérez de Ayala o Juan Ramón el
contacto con la naturaleza puede administrar el ambiente necesario para una
experiencia «mística». Pero también, sugiero que la común busca del «alma» de
España (hayan estado profundamente afectados estos autores por las filosofías
evolucionistas o no) en el «pueblo anónimo» se vio ligada con su preocupación
por el proceso mental y artístico de reproducir sus experiencias en un tipo de
diario íntimo, diario que fueron los ensayos, poemas o novelas excursionistas
de esta generación. Unamuno estuvo constantemente preocupado por este proceso y
con frecuencia se refiere a su cuaderno o a sus reacciones más íntimas en el
momento de creación. Su preocupación por encontrar estructuras subyacentes
deterministas se transfirió a ahondar en el proceso imaginativo de darles
testimonio. Es cuestión de transmutar la experiencia sensorial de la realidad
en algo más allá de lo temporal, buscar, como afirmó en «Paisaje Teresiano»,
«la metáfora». «Lo que hay que ver no es la visión presente; lo que hay que ver
es su recuerdo, su imagen» (842). De ahí que, como sugiere Machado o Juan
Ramón, la memoria no sea sencillamente un modo de recordar, sino, a la vez, un
modo de reconocer arquetipos preexistentes o estructuras eternas. Casi como los
poetas modernistas del grupo Helios (incluso Ortega) admite Unamuno lo
siguiente:
Y al decir que todo
pintor pinta de memoria no nos referimos al tiempo que pasa desde que mira al
modelo hasta que tiene que mirar al papel o lienzo en que traza su imagen, ¡no!
Este es un aspecto demasiado primario y superficial de la cosa. Es que el
artista pinta la imagen que recibe del objeto presente y esta imagen es un
recuerdo siempre, hasta cuando ve por primera vez el recuerdo. Todo imaginar y
hasta conocer -lo sabía ya Platón- es un recordar. Y todo recuerdo es una
metáfora. [...]. La metáfora es el fundamento de la conciencia de lo eterno.
Y termina este ensayo
afirmando la unión de lo estético con lo metafísico. En una fecha tan temprana
como 1899 parece que Unamuno había formulado una visión platónica del mundo,
base del simbolismo europeo. Entre su descripción de las nubes crepusculares
como «islas de apacible quietud en la región de los ensueños» y «perfume de
luz» (con ecos del esteticismo finisecular) y exclamaciones de tono plenamente
«modernista» («¡Celeste revelación de las entrañas de la belleza misma, del
divino esplendor de la forma pura iluminada...!» (71-73)), lucha con el
problema de una lengua adecuada y desarrolla el tema de estructura dentro de
estructura o formas espejeadas (jugando con forma y formosus):
¡Ah! ¡Si pudiera
repercutir aquella sublime sinfonía celestial de pocas y preñadas notas de
purísimos colores de fuego y de cándidos perfiles! ¡Si pudiese pintarla para
siempre y no tener que verter aquí el rastrojo que de aquellas feraces momentos
ha quedado en la tumba de mi memoria! En un insondable seno de la divina
Conciencia vive el eco de aquella celestial sinfonía, y en el seno de mi
conciencia dormirá su reflejo, que yace tan adentro, tan adentro de ella, que
de sacarlo no hay arte alguno [...]. La celeste visión era entonces lo real y
fuerte, y el terrestre campo, nuestro sostén, mezquino remedo de ella... ¿No es ésta la base del arte de Bécquer y, más
claramente, la del de Juan Ramón Jiménez?
También, como hemos
visto, la infancia (con todos sus recuerdos y visiones no deterioradas de
ilusiones y contento) fue un tema muy explorado por los escritores
finiseculares. A Unamuno sus excursiones le llevaron al campo, al contacto con
el «pueblo anónimo». Pero también le suministraron un sentido de libertad, de
huida de una realidad fastidiosa, de regreso a tiempos de su infancia. (1911:
610)
Y en el párrafo
siguiente continúa para ampliar su pregunta retórica: «Y en estas correrías por
campos y montes, ¡qué alivio, qué hondo sentimiento de libertad radical cuando
dejando todo decoro se pone uno a hacer y decir chiquilladas!... Se chapuza uno
en la infancia» (611). Y de modo más revelador añade:
¡Oh, estas sumersiones
en la remota infancia! No sé cómo puede vivir quien no lleve a flor de alma los
recuerdos de su niñez. Trece volúmenes llevo yo publicados, pero de todos ellos
no pienso volver a leer sino uno, el de mis Recuerdos de niñez y mocedad,
donde, en días de serenidad ya algo lejana, traté de fijar no mi alma de niño,
sino el alma de la niñez.
No la realidad temporal
y lógica sino la estructura arquetípica subyacente de la imaginación ilógica.
Un subtítulo apropiado para sus Recuerdos, sugirió Unamuno, pudiera haber sido
«ensayo de psicología de la infancia». Ahora bien, hemos visto que la palabra
«psicología» y sus derivaciones y analogías fueron palabras clave entre los
intelectuales finiseculares; palabras como alma, genio, voluntad, carácter,
sueño, soñar, etc., se usaron como lengua común en la crítica y en el arte de
entonces136. En una carta, hablando de Paz en la guerra (1897) Unamuno ha
sostenido la tesis de que en la lengua puede uno encontrar «el reflejo más fiel
de la psicología del pueblo»137. He sugerido antes que quizás exista un eslabón
entre la busca de un núcleo en el campo y en el pueblo anónimo y la busca de lo
que llamó Machado «una verdad divina» qué yacía «en el profundo / espejo de mis
sueños» (LXI, Galerías). También he subrayado la preocupación por la lengua
poética. Cuando escribió Machado, «Podrás conocerte, recordando / del pasado
soñar los turbios lienzos» (LXXXIX), habla de un doble proceso, el
auto-conocimiento (es decir, auto-contemplación o auto-descubrimiento) y la
busca de la otredad (ideal o arquetipo). De la misma manera se busca Unamuno a
sí mismo en el ensueño, lo que llaman los krausistas «un examen de conciencia»,
en este estado especial de la mente (casi místico) que testimoniaron tantos escritores
y comentaristas, a menudo invocando o refiriéndose a San Juan de la Cruz, San
Francisco o Santo Tomás de Kempis, todos autores favoritos del grupo Helios, de
la Institución Libre y, claro, de Unamuno. En la cumbre de una montaña
considera el profesor salmantino los posibles caminos que pudiera haber seguido
en su vida:
Allí, en la cima,
envuelto en el silencio, soñaba en todos los que, habiendo podido ser, no he
sido para poder ser el que soy; soñaba en todas las posibilidades que he dejado
perder desde aquella infantil atracción al claustro...
Siente remordimiento
pero también percibe, como los simbolistas, «el inevitable destino». «Y da
fuerzas, da fuerzas como una sumersión en la fuente de la vida», añadió. Su
ensueño le trae la percepción de lo permanente:
Está aquello como estaba
hace un siglo, hace dos, hace cuatro, hace veinte. Es la imagen viva de lo
inalterable.
¿Por qué? La metáfora
-la estructura arquetípica deseada, el núcleo, la imagen que es, al mismo
tiempo, parte de la realidad percibida y recordada y transmutada mediante el
arte- se ha revelado al profesor salmantino. En parte es una estructura
espiritual yacente preexistente, en parte, la belleza manifiesta en forma de
imagen viva y eterna; lo que, en otra parte, llama Unamuno el «sentimiento estético
de la naturaleza» (1909: 592-93), sentimiento que describe significativamente,
como «moderno» y «de origen romántico». También su imaginación o su mente
«reflexiona sobre éste y [lo] eleva a idea» (1915: 737). En sus descripciones
de su contacto con algo más allá, de la unión con el elemento espiritual de las
cumbres, en fin, de un arrobo casi místico, vemos cuán cerca se encuentra la
experiencia artística y la auto-proyección de Unamuno del idealismo de Azorín,
de Martínez Sierra o de Juan Ramón. En La voluntad (1902), Yuste afirma:
Lo que da la medida de
un artista es su sentimiento de la naturaleza, del paisaje [...]. Un artista
será tanto más artista cuando mejor sepa interpretar la emoción del paisaje
[...]. Es una emoción completamente, casi completamente moderna.
Gregorio Martínez
Sierra, en su interesante estudio Motivos (1905), describió estos momentos
trascendentales en términos muy parecidos a Unamuno o a otros de la generación,
especialmente cuando da énfasis al deleite y al placer de la experiencia:
Busca el espíritu la
perfección y da con ella, y entonces surge una nueva voluptuosidad, antaño sólo
conocida de místicos y filósofos, la voluptuosidad del intelecto en presencia
del fin adecuado, del filósofo en presencia de la verdad, del místico ante la
esencia divina.
Repite los mismos
sentimientos en La vida inquieta (Glosario espiritual) de 1913. Al mismo
tiempo, Unamuno no supo dejar atrás su sentido de estructuras físicas, o mejor,
la estructura determinista que se manifiesta en el medio ambiente. Por esta
razón se encuentra la típica mezcla unamuniana del lenguaje de las ciencias
(especialmente las biológicas) con el del espíritu interior y la memoria o el
en sueño:
Aquellos paisajes que
fueron la primera leche de nuestra alma, aquellas montañas, valles o llanuras en
que se amamantó nuestro espíritu cuando aún no hablaba, todo eso nos acompaña
hasta la muerte y forma el meollo, el tuétano de los huesos del alma misma.
Porque ésta tiene su esqueleto [...] para quien tiene alma vertebrada, con
huesos que la mantengan en pie y mirando al cielo, esos huesos se nutren de un
tuétano que está hecho con las serenas y nobles visiones de la niñez lejana.
No es solamente que el
hombre esté determinado física y espiritualmente por el medio ambiente en el
cual nació y se crió. Es como si, también, su manera de recordar, de sentir, de
reproducir sus sensaciones lo fuese moldeando imborrablemente. Esta matriz
queda inalterable dentro del hombre mientras viva y le servirá de núcleo. Y
como para los simbolistas, la imagen es anterior a la lengua y se escapa de
ella. Viajar, dice Unamuno, es sentir más profundamente las propias raíces.
Pero también, como para los llamados modernistas, es captar, mediante el
ensueño, la memoria y la lengua insuficiente del arte, las esencias eternas;
recrea por medio del prisma de la obra las realidades recordadas, «elevarlas a
idea».
Sería posible seguir más
adelante en este argumento para señalar no solamente la veta simbolista en la
preocupación por encontrar un lenguaje adecuado, expresar «ausencias» y
confirmar un núcleo (lo que llamó Machado «una verdad divina») sino también
subrayar la obsesión por lo que quede en la memoria («el sueño sustancial») y
por asir un fragmento de eternidad. Aunque no debemos olvidar la veta determinista
y el aspecto posromántico que se han discutido en los primeros párrafos de este
estudio (aspectos vinculados a todo esto) me parece que la preocupación
insistente por indagar «la metáfora», «la imagen» y «el relicario de los
recuerdos» ubica a Unamuno claramente entre las preocupaciones estéticas y
metafísicas de un Juan Ramón, un Antonio Machado, un Ortega o un Azorín.
Si quisiéramos
comprender a fondo el arte de los escritores finiseculares, los «modernos»,
sería tiempo ya de descartar divisiones críticas artificiales y teorías
simplistas de enfrentamiento para concentrarnos sobre el arte mismo y lo que
dice esta generación en sus poesías, sus novelas y sus ensayos. Un análisis de
la literatura excursionista me parece un excelente punto de partida.
Richard A. Cardwell
Universidad de Nottingham
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