VI
Esta
tarde, como hacía un tiempo espléndido, Yuste y Azorín han ido á la Fuente. Para
ir á la Fuente se sale del pueblo con dirección á la plaza de toros; luego se
tuerce á la
izquierda... La Fuente es un extenso llano rojizo, arcilloso, cerrado por el negruzco lomazo
de la Magdalena. Aquí, al pie de este cerro, unos buenos frailes tenían su convento,
rodeado de umbríos árboles, con extensa huerta regada por un venero de agua cristalina...
Luego se marcharon á Yecla, y el antiguo convento es hoy una casa de labranza,
donde hay aún una frondosa higuera que plantó San Pascual. Aquí
debajo de esta higuera mística se han sentado Yuste y Azorín. Y desde aquí han
contemplado el panorama espléndido —un poco triste— de la vieja ciudad, gris, negruzca,
con la torre de la iglesia Vieja que resalta en el azul intenso; y las manchas verdes
de los sembrados; y los olivares adustos, infinitos, que se extienden por la llanura...
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Yuste,
mientras golpeaba su cajita de plata, ha pensado en las amarguras que afligen á
España. Y ha dicho:
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—Esto
es irremediable, Azorín, si no se cambia todo... Y yo no sé qué es más bochornoso,
si la iniquidad de los unos ó la mansedumbre de los otros... Yo no soy patriota
en el sentido estrecho, mezquino, del patriotismo... en el sentido romano... en
el sentido
de engrandecer mi patria á costa de las otras patrias... Pero yo que he vivido
en nuestra
historia, en nuestros héroes, en nuestros clásicos... yo que siento algo
indefinible en
las callejuelas de Toledo, ó ante un retrato del Greco... ú oyendo música de Victoria...
yo me entristezco, me entristezco ante este rebajamiento, ante esta dispersión dolorosa
del espíritu de aquella España... Yo no sé si será un espejismo del tiempo... á veces
dudo... pero Cisneros, Teresa de Jesús, Theotocópuli, Berruguete, Hurtado de Mendoza...
esos no han vuelto, no vuelven... Y las viejas nacionalidades se van disolviendo...
perdiendo todo lo que tienen de pintoresco, trajes, costumbres, literatura, arte...
para formar una gran masa humana, uniforme y monótona... Primero es la nivelación
en un mismo país; después vendrá la nivelación internacional... Y es preciso...
y es inevitable... y es triste. (Una pausa larga.) De la antigua Yecla vieja,
¿qué queda?
Ya las pintorescas espeteras colgadas en los zaguanes, van desapareciendo... ya el
ramo antiguo, las azucenas y las rosas de hierro forjado se han convertido en
un soporte
sin valor artístico... Y este soporte fabricado mecánicamente, que viene á sustituir
una graciosa obra de forja, es el símbolo del industrialismo inexorable, que se extiende,
que lo invade todo, que lo unifica todo, y hace la vida igual en todas
partes... Sí,
sí, es preciso... y es triste.
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Yuste
calla; después vuelve á su tema inicial:
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—Yo
veo que todos hablamos de regeneración... que todos queremos que España sea
un pueblo culto y laborioso... pero no pasamos de estos deseos platónicos...
¡Hay que
marchar! Y no se marcha... los viejos son escépticos... los jóvenes no quieren
ser románticos...
El romanticismo era, en cierto modo, el odio, el desprecio al dinero... y ahora
es preciso enriquecerse á toda costa... y para eso no hay como la política... y
la política
ha dejado de ser romanticismo para ser una industria, una cosa que produce dinero,
como la fabricación de tejidos, de chocolates ó de cualquier otro producto... Todos
clamamos por un renacimiento y todos nos sentimos amarrados en esta urdimbre de
agios y falseamientos...
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-
El
maestro saca del bolsillo un periódico y lo despliega.
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—Hoy
he leído aquí— añade, —una crónica de un discípulo mío... se titula La Protesta...
quiero leértela porque pinta un período de nuestra vida que acaso, andando el tiempo,
se llame en la historia la época de la regeneración.
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Y
Yuste, bajo la higuera que plantó S. Pascual, un místico, un hombre austero, inflexible,
ha leído este ejemplar de ironía amable:
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-
"Y
en aquel tiempo en la deliciosa tierra de Nirvania todos los habitantes se sintieron
tocados de un grande y ferviente deseo de regeneración nacional. Regeneración
nacional! La industria y el comercio fundaron un partido adversario de
todas las viejas corruptelas; el Ateneo abrió una amplia información en que
todos, políticos,
artistas, literatos, clamaron contra el caciquismo en formidables Memorias; los
oradores trinaban en los mitins contra la inmoralidad administrativa... Y un
día tres amigos
—Pedro, Juan, Pablo—, que habían leído en un periódico la noticia de unos escándalos
estupendos, se dijeron: Puesto que todo el país protesta de los agios, depredaciones
y chanchullos, vamos nosotros, ante este caso, á iniciar una serie de protestas
concretas, definidas, prácticas; y vamos á intentar que bajen ya á la realidad, que
al fin encarnen, las bellas generalizaciones de monografías y discursos.
Y Pedro, Pablo
y Juan redactaron una protesta. Independientemente de toda cuestión
política —decían—
manifestamos nuestra adhesión á la campaña que D. Antonio Honrado ha emprendido
contra la inmoralidad administrativa, y expresamos nuestro deseo de que campañas
de tal índole se promuevan en toda Nirvania. Luego, los tres incautos moralizantes
imaginaron ir recogiendo firmas de todos los conspicuos, de todos los egregios,
de todos los excelsos de este viejo y delicioso país de Nirvania...
Principiaron por
un sabio y venerable exministro. Este exministro era un filósofo: era un
filósofo amado
de la juventud por su bondad, por sus virtudes, por su inteligencia clara y penetrante.
Había vivido mucho; había sufrido los disfavores de las muchedumbres tornadizas;
y en su pensar continuo y sabio, estas íntimas amarguras habían puesto cierto
sello de escepticismo simpático y dulce... — ¡Oh, no!— exclamó el maestro. — Yo
soy indulgente; yo creo, y siempre lo he repetido, que todos somos sujetos
sobre bases
objetivas, y que son tan varios, diversos y contradictorios los factores que
suscitan el
acto humano, que es preferible la indiferencia piadosa á la acusación
implacable... Y tengan
ustedes entendido que una campaña de moralidad, de regeneración, de renovación
eficaz y total, sólo puede tener garantías de éxito; sólo debe tenerlas, en tanto
que sea genérica, no específica, comprensora de todos los fenómenos sociales,
no determinadora
de uno solo de ellos... Pedro, Juan y Pablo se miraron convencidos. Indudablemente,
su ardimiento juvenil les había impulsado á concreciones y personalidades
peligrosas. Había que ser genérico, no específico. Y volvieron á redactar la
protesta en la siguiente forma: Independientemente de toda cuestión
política, manifestamos
nuestra adhesión á toda campaña que tienda á moralizar la Administración
pública, y expresamos nuestro deseo de que campañas de tal índole se promuevan
en Nirvania. Después, Pedro, Juan y Pablo fueron á ver á un elocuente orador,
jefe de un gran partido político. — Yo entiendo, señores —les dijo,— que es imposible,
y á más de imposible injusto, hacer tabla rasa en cierto y determinado momento,
de todo aquello que constituyendo el legado de múltiples generaciones, ha ido
lentamente elaborándose á través del tiempo por infinitas causas y concausas determinadoras
de efectos que, si bien en parte atentatorios á nuestras patrias libertades, son,
en cambio, y esto es preciso reconocerlo, respetables en lo que han coadyuvado
á la instauración
de esas mismas libertades, y á la consolidación de un estado de derecho que
permite, en cierto modo, el libre desarrollo de las iniciativas individuales.
Así, en resumen,
yo he de manifestar que, aunque aplaudo, desde luego, la noble campaña por ustedes
emprendida, y á ello les aliento, creo que hay que respetar, como base social indiscutible,
aquello que constituye lo fundamental en el engranaje social, ó sea los derechos
adquiridos... Otra vez los tres ingenuos regeneradores tornaron á mirarse convencidos.
Indudablemente, el ilustre orador tenía razón; había que hacer una enérgica
campaña de renovación social, pero respetando, respetando profundamente las tradiciones,
las instituciones legendarias, los derechos adquiridos. Y Pedro, Juan y Pablo,
de nuevo redactaron su protesta de este modo: Independientemente de toda cuestión
política, y sin ánimo de atentar á los derechos adquiridos, que juzgamos respetables,
ni de subvertir en absoluto un estado de cosas que tiene su razón de ser en la
historia, manifestamos nuestro deseo de que los ciudadanos de Nirvania trabajen
en favor
de la moralidad administrativa. Siguiendo en sus peregrinaciones los tres
jóvenes visitaron
luego á un sabio sociólogo. Este sociólogo era un hombre prudente, discreto, un
poco escéptico, que había visto la vida en los libros y en los hombres, que
sonreía de los
libros y de los hombres. — Lo que ustedes pretenden— les dijo —me parece paradójico
é injusto. ¡Suprimir el caciquismo! La sociedad es un organismo, es un cuerpo
vivo; cuando este cuerpo se ve amenazado de muerte, apela á todos los recursos para
seguir viviendo y hasta se crea órganos nocivos que le permitan vivir... Así la sociedad
española, amenazada de disolución, ha creado el cacique que, si por una parte detenta
el poder para favorecer intereses particulares, no puede negarse que en cambio subordina,
reprime, concilia estos mismos intereses. Obsérvese á los caciques de acción, y
se les verá conciliar, armonizar los más opuestos intereses particulares.
Suprímase el cacique
y esos intereses entrarán en lucha violenta, y las elecciones, por citar un ejemplo,
serán verdaderas y sangrientas batallas... Por tercera vez Pedro, Juan y Pablo se
miraron convencidos y acordaron volver á redactar la protesta en esta forma: Respetando
y admirando profundamente, tanto en su conjunto como en sus detalles, el actual
estado de cosas, nos permitimos, sin embargo, hacer votos por que en futuras edades
mejore la suerte del pueblo de Nirvania, sin que por eso se atente á las tradiciones
ni á los derechos adquiridos." Y cuando Pedro, Juan y Pablo, cansados de
ir y
venir con su protesta, se retiraron por la noche á sus casas, entregáronse al
sueño tranquilos,
satisfechos, plenamente convencidos de que vivían en el más excelente de los
mundos, y de que en particular era Nirvania el más admirable de todos los
países.
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El
maestro calló. Y como declinara la tarde, al levantarse para regresar al
pueblo, dijo:
-
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—Esto
es irremediable, Azorín, si no se cambia todo... Los unos son escépticos, los otros
perversos... y así caminamos, pobres, miserables, sin vislumbres de bonanza... arruinada
la industria, malvendiendo sus tierras los labradores... Yo les veo aquí en Yecla
morirse de tristeza al separarse de su viña, de su carro... Porque si hay algún
amor hondo,
intenso, es este amor á la tierra... al pedazo de tierra sobre el que se ha
pasado toda
la vida encorvado... de donde ha salido el dinero para la boda, para criar á
los muchachos...
y que al fin hay que abandonar... definitivamente, cuando se es viejo y no se
sabe lo que hacer ni adónde ir... (Una pausa; Yuste saca la diminuta
tabaquera). Por eso
yo amo a Yecla, á este buen pueblo de labriegos... Los veo sufrir... Los veo
amar, amar
la tierra... Y son ingenuos y sencillos, como mujiks rusos... y tienen una Fe enorme...
la Fe de los antiguos místicos... Yo me siento conmovido cuando los oigo cantar
su rosario en las madrugadas... Algunos, viejos ya, encorvados, vienen los sábados,
á pie, de campos que distan seis ú ocho leguas... Luego, cuando han cantado, retornan
otra vez á pie á sus casas... Esa es la vieja España... legendaria, heroica...
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Y
el maestro Yuste detiene su mirada en la lejana ciudad que se esfuma en la penumbra
del crepúsculo, mientras las campanas tocan en campaneo polirrítmico.
Azorín
La voluntad, 1902
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