Según
esto, la novela ha de ser hoy lo contrario que el cuento. El cuento es la simple narración de
peripecias. El acento en la fisiología del cuento carga sobre éstas. La
frescura pueril se interesa en la aventura como tal, acaso porque, como he
sugerido, el niño ve con presencia evidente lo que nosotros no podemos
actualizar. La aventura no nos interesa hoy, o, a lo sumo, interesa sólo al
niño interior que, en forma de residuo un poco bárbaro, todos conservamos. El
resto de nuestra persona no participa en el apasionamiento mecánico que la
aventura del folletín acaso nos produce. Por eso, al concluir el novelón nos
sentimos con mal sabor de boca, como habiéndonos entregado a un goce bajo y
vil. Es muy difícil que hoy quepa inventar una aventura capaz de interesar
nuestra sensibilidad superior.
Pasa,
pues, la aventura, la trama, a ser sólo pretexto, y como hilo solamente que
reúne las perlas en collar. Ya veremos por qué este hilo es, por otra parte,
imprescindible. Pero ahora me importa llamar la atención sobre un defecto de
análisis que nos hace atribuir nuestro
aburrimiento en la lectura de una novela a que su «argumento es poco
interesante». Si así fuese, podía darse por muerto este género literario.
Porque todo el que medite sobre ello un poco, reconocerá la imposibilidad
práctica de inventar hoy nuevos argumentos interesantes.
No,
no es el argumento lo que nos complace, no es la curiosidad por saber lo que va
a pasar a Fulano lo que nos deleita. La prueba de ello está en que el argumento
de toda novela se cuenta en muy pocas palabras, y entonces no nos interesa. Una
narración somera no nos sabe: necesitamos que el autor se detenga y nos haga
dar vueltas en torno a los personajes. Entonces nos complacemos al sentirnos
impregnados y como saturados de ellos y de su ambiente, al percibirlos como viejos
amigos habituales de quienes lo sabemos todo y al presentarse nos revelan toda
la riqueza de sus vidas. Por esto es la novela un género esencialmente
retardatario —como decía no sé si Goethe o Novalis. Yo diría más: hoy es y
tiene que ser un género moroso—, todo lo contrario, por tanto, que el cuento,
el folletín y el melodrama.
Alguna
vez he intentado aclararme de dónde viene el placer —ciertamente modesto— que
originan algunas de estas películas americanas, con una larga serie de
capítulos o, como dice el nuevo y absurdo burgués español, de «episodios». (Una
obra que se compusiera de episodios sería una comida toda de entremeses y un espectáculo
hecho de entreactos). Y con no poca sorpresa he hallado que esa complacencia no
procedía nunca del estúpido argumento, sino de los personajes mismos. Me he
entretenido en aquellas películas cuyas figuras eran agradables, curiosas,
tanto por el papel que representaban como por el acierto con que el físico del
actor realizaba su idea. Una película en que el detective y la joven americana
sean simpáticos puede durar indefinidamente sin cansancio nuestro. No importa
lo que hagan: nos gusta verlos entrar y salir y moverse. No nos interesan por
lo que hagan, sino al revés, cualquier cosa que hagan nos interesa, por ser
ellos quienes la hacen.
Recuérdese
ahora las novelas mayores del pasado que han conseguido triunfar de las enormes
exigencias planteadas por el lector del día y se advertirá que la atención
nuestra va más a los personajes por sí mismos que a sus aventuras. Son Don
Quijote y Sancho quienes nos divierten, no lo que les pasa. En principio, cabe
imaginar un Quijote de igual valor que el auténtico, donde acontezcan al caballero
y su criado otras aventuras muy diferentes. Lo propio acaece con Julián Sorel o
con David Copperfield.
José Ortega y Gasset
Ideas sobre la novela, 1925
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Un prólogo casi doctrinal sobre la novela
de Pío Baroja,
pinchando aquí
y al trabajo sobre dicho prólogo
de Francisco Flores Arroyuelo,
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