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Por
último, debemos referirnos al prólogo que Pío Baroja puso al frente de La nave
de los locos, texto teórico sobre la novela, que en verdad hemos de ver unido a
otros de sus memorias y libros de ensayo, cosa que rara vez se hace, y que en
su tiempo tuvo una gran repercusión al ser respuesta a los postulados que sobre
este problema expuso José Ortega y Gasset en su libro Ideas sobre la novela
publicado unos meses antes también en el año 1925.
Para
Ortega, la novela había seguido a lo largo del siglo XIX un camino que aparecía
como plenamente diferenciado del que empezaba a adoptar en el XX. Para él, la
novela había sido el arte de narrar, para más adelante convertirse en el de
describir, y, por último, en el de presentar, lo que había redundado en que
ésta fuese hermética, de tal forma que su trama se debía desarrollar en un ambiente
limitado hasta el punto de hacer de ella un género moroso, lento, de escasa
acción, con pocas figuras. Así como si el novelista no pudiese aspirar a
inventar una fábula nueva, siendo su única defensa la perfección y la técnica.
Frente
a tales presupuestos, Baroja argumentó que podía enumerar un buen número de
novelas que cumplían estrictamente esas reglas y que, sin embargo, el resultado
obtenido era negativo, ya que eran pesadas y aburridas, mientras que, por el
contrario, podía citar otras que no cumplían las condiciones anteriores y eran
libros extraordinarios.
Baroja
va desgranando una larga serie de temas en los que no faltan respuestas
directas y agrias. En un momento dado, reparando en la consideración de Ortega
de que la novela es un género concreto y bien definido, se pregunta si hay un
tipo único de novela, a lo que responde negativamente: La novela, hoy por hoy,
es un género multiforme, proteico, en formación, en fermentación; lo abarca todo:
el libro filosófico, el libro psicológico, la aventura, la utopía, lo épico;
todo absolutamente. Pensar que para tal variedad ha de haber un molde único le
parece a Baroja una prueba de doctrinalismo y dogmatismo, por lo que concluye
afirmando que si la novela fuera un género bien definido, como un soneto,
tendría técnica también definida. Respecto a la unidad del asunto, al
aislamiento del proceso de la novela de otros próximos, nos dice: «está bien
siempre que se pueda realizar». Y continúa criticando la opinión que defiende
la novela cerrada y hermética. Esta novela, nos dice, sin trascendentalismo,
sin poros, sin agujeros por donde entre el aire de la vida real, puede ser
indudablemente y con mayor facilidad la más artística, pero es sólo una
posibilidad, «porque no sabemos de ninguna novela que se acerque a ese ideal». Frente
a la afirmación del ensayista de que no se puede inventar una intriga nueva,
responde el novelista afirmando que no lo cree: Si un hombre de la imaginación
de Poe viviera hoy, es muy posible que encontrara en las ideas actuales grandes
elementos para urdir nuevas intrigas literarias; el que en la hora actual no
haya escritores de imaginación poderosa, no quiere decir que no haya
posibilidad de inventar.
Y
así llegamos a una de las afirmaciones claves del novelista respecto a la razón
de ser de este género, y por supuesto de sus novelas: Para mí, en la novela y
en todo arte literario, lo difícil es inventar; más que nada, inventar
personajes que tengan vida y que nos sean necesarios sentimentalmente por algo.
Pero conseguir esto, inventar tramas donde se muevan personajes con los que el
lector se sienta identificado sentimentalmente, es una cosa verdaderamente
difícil, es una de las claves donde radica la originalidad del artista. ¿Cómo
se logra esto? Aquí pervive el secreto de la literatura, porque entre otras
razones, el novelista, que ha de reflejar la vida, no tiene por qué seguir lo
que dice la vida, y para mostrárnoslo se detiene Baroja a analizar cómo ha
obrado un novelista por él tan admirado como es Stendhal en la construcción del
personaje de Le rouge et le noir,
Julian Sorel. Para ello compara el procedimiento seguido en la construcción del
personaje literario con lo que sabemos del personaje que le sirvió de modelo,
el estudiante de cura Berthet. Analiza las diferencias sustanciales que hay
entre uno y otro, y dice: «Se ve que Stendhal, al aprovechar el proceso Berthet
y al arreglarlo a su modo, produjo una serie de contradicciones psicológicas»,
que hacen que la novela sea diferente a como es la realidad. «En este sentido
se ve que Le rouge et le noir es tan
sueño como puede ser un cuento de niños, y tan lejos de la perfección
sicológica como una novela de caballería.»
Por
otro lado, Baroja analiza los personajes de Dostoievski donde domina lo
inconsciente y, por tanto, lo instintivo, más fatal y más lógico que lo racional.
Él, al alzar literariamente al personaje Aviraneta, había seguido otros
caminos, pues, como mis demás personajes, es el tipo mal determinado del hombre
que es esencialmente racional; por lo tanto, reflexivo y tranquilo. No tiene,
ni pretende tener, el fatalismo de lo inconsciente.
Frente
a la novela cerrada, hermética, impermeable, lo que Baroja hace es defender su
propia manera de hacer. Frente a la novela como unidad cerrada del asunto y con
pocas figuras, Baroja defiende el arte de novelar abierto, con muchos
personajes, pues todo lo que sea poner figuras es abrir el horizonte,
ensancharlo: «En esto se nota, creo yo, la influencia de la cultura clásica y
de la medieval. Lo clásico tiende a la unidad, lo romántico a la variedad»;
pero esta variedad no es fruto de una ampliación, como dice Ortega según
Baroja, de una fácil ampliación con una invención de detalles más o menos
fútiles para dar más cuerpo. Para Baroja, el personaje es la piedra angular
sobre la que se alza ese tinglado que llamamos novela. Para él, un personaje
visto o entrevisto no es como un concepto ideológico que se puede ampliar
analizando sus múltiples facetas. Hay personajes que sólo tienen silueta y de
los que sólo se puede escribir unas líneas; otros no, son hombres. Para Baroja,
el novelista ha de salir de unos determinados personajes que lleva encima y a
los que ha de dejar sueltos, por su imaginación, en una realidad palpable. Para
él, la realidad es un trampolín del que parten y tornan, y es que para Baroja
si hay algo necesario en la ficción, en la novela, es saber que constantemente
todo se apoya en lo real: A los hombres nos gusta la aventura, nos parece bien
ir en el barco a lo desconocido; pero nos gusta también comprobar de vez en
cuando, con la sonda, que debajo de las aguas oscuras hay un fondo de rocas
firme, es decir, de realidad, nos dice en sus Memorias.
Baroja
distingue varios tipos de personajes que pueblan el universo novelesco con
mayor o menor intensidad, entre los que hay principales y secundarios, pero que
siempre están fluyendo. Y es que Baroja supo llevar al terreno de la novela
algo que es constantemente palpable en la vida, aunque apenas si tenemos
conciencia de ello. Junto a nosotros, junto al personaje, siempre hay unos hombres
que nos acompañan, y otros que aparecen y desaparecen de súbito, dejando en
algunos casos un débil recuerdo.
Sin
duda alguna, que Baroja pudiera expresar este sentimiento del dinamismo de la
vida era debido a que, desde muy joven, había adoptado una actitud de
espectador, la actitud del hombre que es capaz de ver lo que discurre ante sus
ojos sin pasión, y en los casos que había tomado parte activa, había tenido la
capacidad suficiente de reflexión sobre lo acontecido, lo que le había hecho igualmente
espectador de sí mismo.
Luis
S. Grangel, en su libro Retrato de Pío
Baroja, distingue cuatro tipos de personajes en la obra de nuestro
novelista: personajes espectadores (Andrés Hurtado de El árbol de la ciencia, Luis Murguía de La sensualidad pervertida); personajes abúlicos, en los que triunfa
la actitud de huida (Fernando Ossorio de Camino
de perfección, Juan Labraz de El
mayorazgo de Labraz); personajes nietzscheanos, hombres que critican los
ideales de la democracia, que abominan del poder anónimo de la masa y les
repele asimismo el utopismo anarquista, al tiempo que proclaman una y otra vez
el derecho de los fuertes (Roberto Hastíng de La lucha por la vida, Carlos Garza de los Ultimos románticos, César Moncada de César o nada... y el personaje
aventurero en el que el novelista proyectó todos sus sueños de acción (Zalacaín
de Zalacaín el aventurero, Shanti
Andía y Juan de Aguirre de Las
inquietudes de Shanti Andía, Roberto O'Neill de El laberinto de las sirenas, Aviraneta..., a los que deberíamos
añadir esos personajes secundarios que tan característicos son de sus novelas y
que llegan a formar un auténtico paisaje humano bien definitorio. Baroja, a
estos hombres les concede, aunque sea por unos instantes, la facultad de
hablar, de expresarse y de contar sus problemas con las mismas posibilidades
que personajes socialmente más encumbrados. Son personajes que pasan dejándose
oír en momentos precisos para volver después al silencio, pero que dan un vigor
y una sensación de época. Personajes que dan la sensación de que se han ido sin
terminar su conversación o su discusión dejando una estela de inquietud y de
corto recuerdo, que obliga al lector a entregarse sólo a este nuevo mundo que
se le presenta o, por el contrario, rechazarlo un poco escandalizado por
apariencia de desorden. Quizá lo verdaderamente barojiano, es decir, juego
intelectual, liberal e independencia de pensamiento, cierto fondo ideal,
sentimiento de insatisfacción, o sea autenticidad, está plenamente representado
en estos personajes de existencia mínima con su lenguaje algebraico, un
lenguaje, que no termina de mostrar la verdad que lleva en sí. Auténtica Comedia humana la de estos personajes
barojianos que forman una tupida red en la que nos es fácil vislumbrar la vida
nacional. Numerosos son los personajes secundarios que aparecen como por
casualidad relacionando entre sí a una larga serie de personajes principales, llegando
a dar la impresión de que todos somos peones de un juego, en el que aunque
actuemos con cierta independencia se está en una constante relación y pendiente
de unas circunstancias imprevisibles.
Es
la vida lo que pretende reflejar el espejo de Baroja. Pero volvamos al prólogo
casi doctrinal; en él Baroja continúa poniendo una larga serie de reparos a lo
dicho por Ortega, aunque al final siempre tenemos la sensación de que asistimos
a una explicación sobre su obra, sobre su manera de entender y concebir la
novela, y así, casi al final de él, llegamos a lo que podemos entender como la
llave que abre los secretos que hacen posible que un novelista cree mundos de
ficción en los que el lector se adentre y viva con pasión del mismo modo que
percibe que allí viven unos personajes: El escritor, sobre todo el novelista,
tiene un fondo sentimental que forma el sedimento de su personalidad. [...] En
ese fondo sentimental del escritor han quedado y han fermentado sus buenos y
sus malos instintos, sus recuerdos, sus éxitos, sus fracasos. De ese fondo el
novelista vive. Sin duda alguna, a la hora de ver desde una perspectiva
acertada lo que representa el ensayo de Ortega y Gasset y el prólogo de La nave de los locos debamos valorarlos
más que como un enfrentamiento de exposición de unas ideas y réplica, como dos
discursos que nos hablan de dos maneras distintas de enfrentarse al problema.
El ensayista, desde su talante de hombre buscador de ideas y paradigmas, el
novelista desde la apoyatura de una obra bien definida y personal. Pero es que
esta distinta funcionalidad de su pensamiento la encontramos también dentro de
ambos discursos. Ortega trata de profundizar teniendo en cuenta los nexos de
unión del lector con la novela. El novelista, sin embargo, se sitúa en el campo
literario, en medio de la novela como género literario que tiene relaciones con
otros géneros algunas veces, y otras se separa de ellos. Ambos pensamientos
tenían que discurrir por sendas diferenciadas. De un campo que se vuelve sobre
el hombre que trata de ver, el lector, cerrándole y dominándole, pasamos a otro
por el que el novelista trata de salir de sí mismo a la vida que se abre ante
él.
El
año 1925 podemos verlo como un año de encrucijada: por un lado, todo ese gran
cuerpo que forma la novela del siglo XIX se ve abocado a la dispersión de
manera de hacer que impone el vanguardismo de los nuevos tiempos. Baroja,
romántico también, defiende su existencia y su pervivencia. Ortega, clásico,
trata de ver en lo que se vislumbra como caminos que van a decir en el futuro.
Para el novelista, su oficio era uno de los que no conocían el metro, para el
ensayista, con fatalismo, venía a decir que la novela guardaba también unas
formas.
En
muchas ocasiones se nos ha presentado lo clásico y lo romántico como conceptos contradictorios.
Quizás, si sabemos ver los puntos de unión que hay, en el fondo, entre estas
dos maneras de enfrentarse al problema, podremos comprobar que más que pugna y
enfrentamiento, hay complementariedad y compensación entre el lugar que ocupa
el lector y el que pertenece al novelista, también unidos, también dos caras de
una moneda.
Francisco Flores Arroyuelo
(extraído de su edición de
La nave de los locos
Caro Raggio y Cátedra, 1999)
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