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Se ha convertido en un lugar común de la historia literaria española, situar a Bécquer -junto con Rosalía de Castro- en el final del romanticismo y en el inicio de la poesía española contemporánea. Avalan esta tradición críticos y poetas tan valiosos como Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Jorge Guillén, Dámaso Alonso o Luis Cernuda. Este último dirá que
Él es quien dota a la poesía moderna española de una tradición nueva, y el eco de ella se encuentra en nuestros contemporáneos mejores.
No dudaba por ello en equiparar su papel con el de Garcilaso para la poesía renacentista. Aquilino Duque ha preferido referirse al mismo asunto valorando «La sombra de Bécquer» (Ínsula, 289, 1970) en la poesía española con estas palabras:
Hay poetas que se nos acercan más o menos en distintas épocas de nuestras vidas. Bécquer en cambio, ha estado siempre a nuestro lado como el ángel de la guarda. Si Lorca ha sido nuestro duende, nuestra sombra oscura, Bécquer ha sido nuestro ángel, nuestra sombra luminosa.
[...] Bécquer alumbró un manantial para que bebiese todo el mundo.
Vicente Gaos hablaba de la «Vigencia de Bécquer» o Fernando Ortiz lo ha hecho de «la estirpe de Bécquer» para señalar tanto su procedencia de la tradición poética andaluza como su proyección en la poesía posterior. Carlos Bousoño afirma «la actualidad de Bécquer»; José Montero Padilla «la permanencia de Bécquer» o Leonardo Romero Tobar ha utilizado la expresión «Bécquer después de Bécquer» para aquilatar su presencia en los poetas españoles posteriores y en general, en la literatura española. Son algunas de las muchas fórmulas con las que se constata la evidente e ineludible presencia del poeta hasta hoy mismo en la cultura española e hispanoamericana.
Su conversión en un clásico moderno indiscutible se realizó en unos pocos años, aunque la primera edición de sus Obras en julio de 1871 no suscitó todos los comentarios entusiastas esperados. Una excepción fue un bello artículo del joven Benito Pérez Galdós, «Las Obras de Bécquer» (El Debate, 13-XI-1871). Aplaudía la diligencia de sus amigos editando sus Obras y se asombraba de los grandiosos mundos fantásticos que encontraba abocetados en sus escritos. Y acertó a captar el que quizás es el mensaje más profundo de toda su literatura:
En todas las obras del poeta sevillano hay una ardiente aspiración al reposo, un deseo vivísimo de dormir ese sueño no interrumpido por rumor alguno, y en el cual transcurre como un instante la larga serie de los siglos. Ese deseo es el secreto de la profunda melancolía que invade sus escritos, y parece resultado de tener comprimido el cerebro en un fuerte y candente círculo de hierro que el latido y la fuerza expansiva del entendimiento procuran en vano romper. Vemos al poeta agitarse convulso y angustiado dentro de la estrecha cavidad que se ve obligado a ocupar en el mundo, y no pudiendo trasponer la línea que le separa de aquella otra región donde la vida es un estado definitivo, se complace en visitar todo lo que se parece a la muerte, elige el sitio de su eterno reposo y tiene predilección irresistible hacia todos los lugares consagrados por la religión y el arte para servir de profundo y cómodo lecho al tranquilo e inacabable sueño.
Y acertó don Benito también al resaltar que los escritos becquerianos son como distintas expresiones de lo que consideró su «idea madre fundamental»: «la apoteosis de la muerte». Toda su obra sería un esfuerzo para expresar esta idea fundamental. Pérez Galdós estaba iniciando el camino de la mejor crítica becqueriana, pero su ensayo quedó sepultado durante decenios en el pozo sin fondo que son los periódicos.
A finales de 1871, en el «Prólogo» al libro de Alarcón Cosas que fueron, Ramón Rodríguez Correa se quejaba de las pocas reseñas publicadas hasta ese momento de las Obras de Gustavo Adolfo. Era como si el entusiasmo amistoso que había hecho posible la edición se hubiera enfriado. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Las Obras estaban ya actuando como un fermento de consecuencias imprevisibles en la literatura española. Sus amigos más cercanos, además, no cejaban en su difusión y algunos poetas -Guillermo Blest Gana, Guillermo Matta y Augusto Ferrán- iban a ser sus embajadores también en América de tal modo que para cuando se publicó una segunda edición de las Obras en 1877, se produjo -ahora sí- una verdadera eclosión de comentarios y de imitadores.
Un crítico tan relevante después como José Yxart le escribía a Narcís Oller ya en 1874:
Leí a Bécquer en Madrid y fueron sus obras mis asiduos compañeros. [...] lo que más me encanta en él es que su rara imaginación es una planta exótica en nuestra España y sobre todo en su país (Andalucía creo). Bécquer es alemán puro; hasta su nombre lo parece. Sus concepciones y sobre todo su estilo no tienen precedentes en España. [...] Tiene un no sé qué de vago e indefinido como Heine y Goethe, que explaya su alma por horizontes sin límites. Tú recuerdas aquel juego de imaginación por el cual se ha designado cada estilo de un genio por un color material; dicen que Lamartine tiene un estilo azul; pues bien, yo creo que Bécquer tiene un estilo del color de las brumas matinales.
En los debates sobre la poesía española no tardó Bécquer en ocupar un lugar importante al lado de los grandes poetas canónicos del pasado y de su siglo. Basten unos ejemplos. El Ateneo madrileño era uno de los foros más activos en la discusión de los asuntos culturales que más interesaban. Pues bien, entre el 8 y 18 de diciembre de 1876 tuvo lugar un debate sobre el estado de la poesía lírica en España. El nombre de Bécquer fue muy aludido durante las discusiones: Manuel de la Revilla para explicar la importancia de lo germánico. Gaspar Núñez de Arce se manifestó en contra, menospreciando la nueva poesía. Luis Vidart puso en marcha el tópico del descuido becqueriano, mientras que Rafael Montoro lo defendió como un creador novedoso. Juan Valera mostró sus reticencias por la poesía popular mientras —160→ Ramón Rodríguez Correa presentó la lírica becqueriana como sinónimo de libertad.
El 31 de mayo de 1879, se realizó una lectura poética en el Ateneo de Madrid con textos de Garcilaso, Fray Luis de León, Ercilla, Góngora, Lope de Vega, Quevedo, Calderón, Quintana, Rivas, Bretón de los Herreros, García Tassara y Bécquer. La presencia de Bécquer entre los elegidos era un paso más hacia su canonización.
Un ejemplo más. El 21 de febrero de 1880, llegó a la consagración social definitiva como poeta -según Dionisio Gamallo Fierros- al recitarse versos de García Tassara, Espronceda y Bécquer (estos leídos por Valera y Grilo) en una nueva sesión del Ateneo, dedicada a grandes poetas del siglo XIX.
Nada tenía de extraño en este contexto que Manuel Reina, poeta joven, pero prometedor, publicara un poema homenaje a Barbieri, Bécquer y Gayarre con el título «Tres ruiseñores». A Gustavo Adolfo le ofreció estos versos:
Se ha convertido en un lugar común de la historia literaria española, situar a Bécquer -junto con Rosalía de Castro- en el final del romanticismo y en el inicio de la poesía española contemporánea. Avalan esta tradición críticos y poetas tan valiosos como Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Jorge Guillén, Dámaso Alonso o Luis Cernuda. Este último dirá que
Él es quien dota a la poesía moderna española de una tradición nueva, y el eco de ella se encuentra en nuestros contemporáneos mejores.
No dudaba por ello en equiparar su papel con el de Garcilaso para la poesía renacentista. Aquilino Duque ha preferido referirse al mismo asunto valorando «La sombra de Bécquer» (Ínsula, 289, 1970) en la poesía española con estas palabras:
Hay poetas que se nos acercan más o menos en distintas épocas de nuestras vidas. Bécquer en cambio, ha estado siempre a nuestro lado como el ángel de la guarda. Si Lorca ha sido nuestro duende, nuestra sombra oscura, Bécquer ha sido nuestro ángel, nuestra sombra luminosa.
[...] Bécquer alumbró un manantial para que bebiese todo el mundo.
Vicente Gaos hablaba de la «Vigencia de Bécquer» o Fernando Ortiz lo ha hecho de «la estirpe de Bécquer» para señalar tanto su procedencia de la tradición poética andaluza como su proyección en la poesía posterior. Carlos Bousoño afirma «la actualidad de Bécquer»; José Montero Padilla «la permanencia de Bécquer» o Leonardo Romero Tobar ha utilizado la expresión «Bécquer después de Bécquer» para aquilatar su presencia en los poetas españoles posteriores y en general, en la literatura española. Son algunas de las muchas fórmulas con las que se constata la evidente e ineludible presencia del poeta hasta hoy mismo en la cultura española e hispanoamericana.
Su conversión en un clásico moderno indiscutible se realizó en unos pocos años, aunque la primera edición de sus Obras en julio de 1871 no suscitó todos los comentarios entusiastas esperados. Una excepción fue un bello artículo del joven Benito Pérez Galdós, «Las Obras de Bécquer» (El Debate, 13-XI-1871). Aplaudía la diligencia de sus amigos editando sus Obras y se asombraba de los grandiosos mundos fantásticos que encontraba abocetados en sus escritos. Y acertó a captar el que quizás es el mensaje más profundo de toda su literatura:
En todas las obras del poeta sevillano hay una ardiente aspiración al reposo, un deseo vivísimo de dormir ese sueño no interrumpido por rumor alguno, y en el cual transcurre como un instante la larga serie de los siglos. Ese deseo es el secreto de la profunda melancolía que invade sus escritos, y parece resultado de tener comprimido el cerebro en un fuerte y candente círculo de hierro que el latido y la fuerza expansiva del entendimiento procuran en vano romper. Vemos al poeta agitarse convulso y angustiado dentro de la estrecha cavidad que se ve obligado a ocupar en el mundo, y no pudiendo trasponer la línea que le separa de aquella otra región donde la vida es un estado definitivo, se complace en visitar todo lo que se parece a la muerte, elige el sitio de su eterno reposo y tiene predilección irresistible hacia todos los lugares consagrados por la religión y el arte para servir de profundo y cómodo lecho al tranquilo e inacabable sueño.
Y acertó don Benito también al resaltar que los escritos becquerianos son como distintas expresiones de lo que consideró su «idea madre fundamental»: «la apoteosis de la muerte». Toda su obra sería un esfuerzo para expresar esta idea fundamental. Pérez Galdós estaba iniciando el camino de la mejor crítica becqueriana, pero su ensayo quedó sepultado durante decenios en el pozo sin fondo que son los periódicos.
A finales de 1871, en el «Prólogo» al libro de Alarcón Cosas que fueron, Ramón Rodríguez Correa se quejaba de las pocas reseñas publicadas hasta ese momento de las Obras de Gustavo Adolfo. Era como si el entusiasmo amistoso que había hecho posible la edición se hubiera enfriado. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Las Obras estaban ya actuando como un fermento de consecuencias imprevisibles en la literatura española. Sus amigos más cercanos, además, no cejaban en su difusión y algunos poetas -Guillermo Blest Gana, Guillermo Matta y Augusto Ferrán- iban a ser sus embajadores también en América de tal modo que para cuando se publicó una segunda edición de las Obras en 1877, se produjo -ahora sí- una verdadera eclosión de comentarios y de imitadores.
Un crítico tan relevante después como José Yxart le escribía a Narcís Oller ya en 1874:
Leí a Bécquer en Madrid y fueron sus obras mis asiduos compañeros. [...] lo que más me encanta en él es que su rara imaginación es una planta exótica en nuestra España y sobre todo en su país (Andalucía creo). Bécquer es alemán puro; hasta su nombre lo parece. Sus concepciones y sobre todo su estilo no tienen precedentes en España. [...] Tiene un no sé qué de vago e indefinido como Heine y Goethe, que explaya su alma por horizontes sin límites. Tú recuerdas aquel juego de imaginación por el cual se ha designado cada estilo de un genio por un color material; dicen que Lamartine tiene un estilo azul; pues bien, yo creo que Bécquer tiene un estilo del color de las brumas matinales.
En los debates sobre la poesía española no tardó Bécquer en ocupar un lugar importante al lado de los grandes poetas canónicos del pasado y de su siglo. Basten unos ejemplos. El Ateneo madrileño era uno de los foros más activos en la discusión de los asuntos culturales que más interesaban. Pues bien, entre el 8 y 18 de diciembre de 1876 tuvo lugar un debate sobre el estado de la poesía lírica en España. El nombre de Bécquer fue muy aludido durante las discusiones: Manuel de la Revilla para explicar la importancia de lo germánico. Gaspar Núñez de Arce se manifestó en contra, menospreciando la nueva poesía. Luis Vidart puso en marcha el tópico del descuido becqueriano, mientras que Rafael Montoro lo defendió como un creador novedoso. Juan Valera mostró sus reticencias por la poesía popular mientras —160→ Ramón Rodríguez Correa presentó la lírica becqueriana como sinónimo de libertad.
El 31 de mayo de 1879, se realizó una lectura poética en el Ateneo de Madrid con textos de Garcilaso, Fray Luis de León, Ercilla, Góngora, Lope de Vega, Quevedo, Calderón, Quintana, Rivas, Bretón de los Herreros, García Tassara y Bécquer. La presencia de Bécquer entre los elegidos era un paso más hacia su canonización.
Un ejemplo más. El 21 de febrero de 1880, llegó a la consagración social definitiva como poeta -según Dionisio Gamallo Fierros- al recitarse versos de García Tassara, Espronceda y Bécquer (estos leídos por Valera y Grilo) en una nueva sesión del Ateneo, dedicada a grandes poetas del siglo XIX.
Nada tenía de extraño en este contexto que Manuel Reina, poeta joven, pero prometedor, publicara un poema homenaje a Barbieri, Bécquer y Gayarre con el título «Tres ruiseñores». A Gustavo Adolfo le ofreció estos versos:
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Bécquer
Es su canto la luz: el horizonte lleno
de tristes sombras y de estrellas;
el gemido de un pecho destrozado;
los amores del lirio y la azucena;
el himno que murmuran las estatuas
en sus anchos sarcófagos de piedra;
el rosa y oro, espléndidos colores
que Ticiano ostentaba en su paleta;
el rumor de las hojas en otoño;
del cisne melancólico la queja,
y el silbido del viento entre los sauces,
y las tumbas desiertas.
Bécquer
Es su canto la luz: el horizonte lleno
de tristes sombras y de estrellas;
el gemido de un pecho destrozado;
los amores del lirio y la azucena;
el himno que murmuran las estatuas
en sus anchos sarcófagos de piedra;
el rosa y oro, espléndidos colores
que Ticiano ostentaba en su paleta;
el rumor de las hojas en otoño;
del cisne melancólico la queja,
y el silbido del viento entre los sauces,
y las tumbas desiertas.
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Cuando llegó el cincuentenario del nacimiento de Gustavo Adolfo lo celebraron ya como efeméride notable algunas revistas. Así, el 27 de diciembre de 1886, La Ilustración Artística de Barcelona le dedicó un número monográfico con distintas colaboraciones; reprodujo la necrología de Narciso Campillo y algunas ilustraciones, que denotan que formaba parte ya de las lecturas de las clases burguesas. Parte de la tirada de este número se vendió en Sevilla dentro de una campaña orientada a impulsar la construcción de un monumento dedicado al poeta. La iniciativa, sin embargo, no cuajó.
Apenas unos pocos años después, en 1889, Juan Valera afirmaba ya que a Bécquer «no se le puede negar la gloria de haber creado escuela». Lo defendió de quienes lo veían como un simple imitador de Heine, sosteniendo que había practicado «una alambicada y múltiple combinación de sustancias». En 1902, por ello, lo incluirá en su Florilegio de poesías castellanas del siglo XIX (Ed. Fernando Fe, 1902-1903, 5 ts.) como poeta notable. Ante todo, un artista:
El poeta ha visto y ha sentido como pocos la belleza, ya natural, ya artística, cuyo hechicero poder acierta casi siempre a expresar con raro laconismo.
Don Juan Valera fue modificando y mejorando su apreciación de la poesía becqueriana con el correr de los años. No es un caso único. Algo similar le sucedió a Leopoldo Alas, Clarín, que mientras el 26 de septiembre de 1875 parodiaba en El solfeo, la rima «Volverán las oscuras golondrinas», apenas unos meses después en el mismo periódico, el 17 de febrero de 1877, reseñando el libro de Sanjurjo y López Sentimientos -cuya segunda parte se titula justamente Rimas-, alude a Leopardi y a «Bécquer el desconsolado» con más interés.
Cuando llegó el cincuentenario del nacimiento de Gustavo Adolfo lo celebraron ya como efeméride notable algunas revistas. Así, el 27 de diciembre de 1886, La Ilustración Artística de Barcelona le dedicó un número monográfico con distintas colaboraciones; reprodujo la necrología de Narciso Campillo y algunas ilustraciones, que denotan que formaba parte ya de las lecturas de las clases burguesas. Parte de la tirada de este número se vendió en Sevilla dentro de una campaña orientada a impulsar la construcción de un monumento dedicado al poeta. La iniciativa, sin embargo, no cuajó.
Apenas unos pocos años después, en 1889, Juan Valera afirmaba ya que a Bécquer «no se le puede negar la gloria de haber creado escuela». Lo defendió de quienes lo veían como un simple imitador de Heine, sosteniendo que había practicado «una alambicada y múltiple combinación de sustancias». En 1902, por ello, lo incluirá en su Florilegio de poesías castellanas del siglo XIX (Ed. Fernando Fe, 1902-1903, 5 ts.) como poeta notable. Ante todo, un artista:
El poeta ha visto y ha sentido como pocos la belleza, ya natural, ya artística, cuyo hechicero poder acierta casi siempre a expresar con raro laconismo.
Don Juan Valera fue modificando y mejorando su apreciación de la poesía becqueriana con el correr de los años. No es un caso único. Algo similar le sucedió a Leopoldo Alas, Clarín, que mientras el 26 de septiembre de 1875 parodiaba en El solfeo, la rima «Volverán las oscuras golondrinas», apenas unos meses después en el mismo periódico, el 17 de febrero de 1877, reseñando el libro de Sanjurjo y López Sentimientos -cuya segunda parte se titula justamente Rimas-, alude a Leopardi y a «Bécquer el desconsolado» con más interés.
Jesús Rubio Jiménez
Bécquer
y la poesía contemporánea
en lengua española
de Guía sobre los hermanos Bécquer
en el Monasterio de Veruela,
Zaragoza, Diputación Provincial, 2005
en lengua española
de Guía sobre los hermanos Bécquer
en el Monasterio de Veruela,
Zaragoza, Diputación Provincial, 2005
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