Gustavo Adolfo Bécquer por su hermano, Valeriano Bécquer, 1862 (Colección Ibarra, Museo de Artes de Sevilla) |
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Bécquer tiene
la rara fortuna de ser un escritor para los muchos y para los pocos,
susceptible de lecturas muy diferentes, incluso opuestas o contradictorias.
Acaso lo más sorprendente sea que casi todas esas lecturas estén justificadas:
tanto el cursi como el raro, el exquisito como el bohemio, el conservador como
el progresista, el bohemio como el censor, el alegre como el triste... Otro
tanto sucede con sus lectores. Generaciones de niñas cursis y poetas
surrealistas lo han compartido. Y mientras Zorrilla o Núñez de Arce no lo
consideraron poeta, Juan Ramón Jiménez y los del 27 lo reconocerán fundador de
la poesía de la modernidad.
Pero en la
recepción de Bécquer han mediado hasta no hace mucho factores espurios, nada
inocentes. Desde el mismo momento de su muerte, en diciembre de 1870, se
comenzó a construir una imagen plana del hombre, apta para el lanzamiento de su
obra póstuma, que como señalaba Ramón Rodríguez Correa [1871: VII], su amigo y
editor, era un ejercicio de caridad:
La edición está ya terminada; todo el mundo ha cumplido con el deber que
impuso una admiración unánime, y las páginas que siguen, donde se contiene todo
lo que precipitadamente trabajó en su dolorosa vida mi pobre amigo, sólo
aguardan estos oscuros renglones míos para convertirse en una obra que edita la
caridad, y que el genio de su autor hará vivir eternamente. ¡Póstuma y única
recompensa que él puede dar al generoso desprendimiento de sus contemporáneos y
amigos!
Bécquer acababa
de morir con treinta y cuatro años. Su hermano Valeriano había muerto sólo tres
meses antes, a los treinta y siete. Dejaban varios hijos en una situación familiar
desoladora. Sus primeros editores encabezaron la edición de sus Obras,
en 1871, con un grabado de Severini donde aparecía Gustavo muerto, tendido en
el lecho, con los rasgos afilados por la enfermedad. Léase el prólogo de
Rodríguez Correa —prólogo magnífico, por otra parte— y se entenderá mejor la
atmósfera emotiva en que se iba a desarrollar esta presentación.
Cadaver de Gustavo Adolfo Bécquer Retrato de Palmaroni grabado por José Severini, 1871 |
En la segunda
edición, en Fernando Fe, se intentó cambiar el retrato para que apareciese
«ilustrada con el verdadero retrato del autor, no acabado de expirar, como
figura en la edición primera, sino lleno de vida y esperanzas, tal como se
agitó en el mundo» [Rodríguez Correa, 1877: XI]. Sorprendentemente, la familia
no poseía ningún retrato, escribe Francisco de Laiglesia [1922: 15], y hubo de
encargarse a Luque y Povedano. Poco queda del rostro real de Bécquer en esos
retratos, que o buscan embellecer idealmente al poeta, como en el caso de Luque,
o darle un empaque señorial que lo vuelve impersonal, como hace Povedano.
Ahora bien,
esos retratos de las ediciones de Fernando Fe están tomados de una fotografía
de Ángel Alonso Martínez que permaneció inédita hasta bien entrado el siglo XX,
lo cual dice bastante de ese afán por esquivar al hombre auténtico. De
Laiglesia, al publicar los que él llama auténticos retratos —que tampoco
incluyen fotografías— se queja de la serie completa de los «falsos», que
alcanza a la estatua de Sevilla:
De este modo se ha extendido y popularizado un retrato de Bécquer que no se
parece al original, que altera la impresión que debe tenerse de su fisonomía y
que no armoniza con la del autor de las rimas. La barba lisa y recortada de la
estatua, el pelo rizoso de su cabellera, dan carácter burocrático y comercial
al rostro fatigado, a la barba desigual, al conjunto expresivo y vivaz de su
verdadero semblante.
Gustavo Adolfo Bécquer por Ángel Alonso Martínez y Hermano Colección Enrique Toral Peñaranda |
Pero ninguna de
esas imágenes son las que pueblan la memoria visual de los lectores de hoy.
Para ellos,
Bécquer es el muchacho que nos mira entre soñador y desafiante en el retrato de
Valeriano, con el bigotillo y la mosca, con los rizos negros y rebeldes
agitándose sobre la frente.
La imagen
idealizada del joven Gustavo corresponde al prototipo del poeta romántico, algo
que ya debía de resultar desfasado por entonces.
Sin embargo, en
la cuarta edición, de 1885, quince años después de su muerte, se recupera ese
retrato, aunque en un grabado de Maura que sustituye los rasgos casi
adolescentes por los de un hombre ya hecho, y por tanto, aun más anacrónicamente
romántico. Es, con ligeras variaciones, el que aparecerá en los billetes de
cien pesetas de los años sesenta.
Gustavo Adolfo Bécquer por B. Maura, 1884 |
Todo esto resultaría anecdótico si no fuese porque es la cara externa de una estrategia semejante, aunque menos perceptible, que afecta a su obra literaria. La imagen de un Bécquer doliente y soñador, casi angelical, creada espontáneamente en los días de duelo, se fue afianzando incluso entre sus mismos amigos y por razones muy diversas. La política no debía de ser la menos importante, pues Bécquer, aunque no tuviese un perfil político muy definido, había sido protegido del ministro conservador González Bravo, y además, gracias a él había llegado a ser nada menos que censor de novelas. Cuando González Bravo cae en 1868, con Isabel II, los hermanos Bécquer desaparecen de Madrid y buscan un prudente segundo plano en su amada Toledo. Ahora, en 1870, la revolución prosigue su marcha, pero también la actividad periodística de los hermanos volvía a encauzarse y tenían ante sí un panorama despejado. Pero, aun sin perder la dignidad, era preciso velar ese pasado. Los editores de 1870, sus amigos, simpatizaban con la revolución y resultaba lógico que quisiesen presentar al poeta como un ser alejado de cualquier contingencia:
Para Gustavo, que sólo hallaba la atmósfera de su alma en medio del arte,
no existía la política de menudeo, tan del gusto de los modernos españoles. Su
corazón de artista, amamantado en la insigne escuela literaria de Sevilla, y
desarrollado entre catedrales góticas, calados ajimeces y vidrios de colores,
vivía a sus anchas en el campo de la tradición; y encontrándose a gusto en una
civilización completa, como lo fue la de la Edad Media, sus ideas
artístico-políticas y su miedo al vulgo ignorante le hacían mirar con
predilección marcada todo lo aristocrático e histórico, sin que por esto se
negara su clara inteligencia a reconocer lo prodigioso de la época en que
vivía. Indolente, además, para las cosas pequeñas, y siendo los partidos de su
país una de estas cosas, figuró en aquél donde tenía más amigos y en que más le
hablaban de cuadros, de poesías, de catedrales, de reyes y de nobles.
Por cierto,
palabras muy semejantes se aplicarán mucho después a Valle-Inclán, y también
para diluir los grados de su compromiso con el tradicionalismo.
Por otra parte,
la obra que dejaba Bécquer tras de sí, especialmente la lírica, se prestaba muy
bien para explicar al hombre que figuraba muerto en las primeras páginas
del libro de 1871. Así, las Rimas se presentan a los lectores como
confesiones de un alma herida por el amor y el destino, la obra de un ángel.
Rodríguez Correa lo llama así, y parafrasea de un modo inequívoco el contenido
de los poemas. «Son primero las aspiraciones de un corazón ardiente que busca
en el arte la realización de sus deseos, dudando de su destino». Desengañado de
la gloria, «vuélvese espontáneamente hacia el amor, realismo del arte, y goza
un momento y sufre y llora y desespera largos días». Debe subrayarse cómo
Correa vincula siempre ese supuesto giro temático a las vicisitudes de la vida
del hombre Bécquer: «Anúnciase esta nueva fase en la vida del poeta»,
escribe, con la «magnífica composición» que ocupará la décima posición en la
edición de 1871. «Sigue luego desenvolviéndose el tema de una pasión profunda,
tan sentida como espontánea», que el prologuista resume en este argumento:
Una mujer hermosa, tan naturalmente hermosa, [...] conmueve y fija el
corazón del poeta, que se abre al amor, olvidándose de cuanto le rodea. La
pasión es desde su principio inmensa, avasalladora, y con razón, puesto que se
ve correspondida, o, al menos, parece satisfecha del objeto que la inspira: una
mujer hermosa, aunque sin otra buena cualidad, porque es ingrata y estúpida.
¡Tarde lo conoce, cuando ya se siente engañado y descubre dentro de un pecho
tan fino y suave, un corazón nido de sierpes, en el cual no hay una
fibra que al amor responda!
En fin, la
reflexión sobre lo solos que se quedan los muertos vendría a ser preámbulo para
un reencuentro con la fe, pues «siente dentro de la religión de su infancia un
nuevo amor, que únicamente pueden sentir los que sufren mucho y jamás se
curan». En la última rima del libro, «se enamora de la estatua de un sepulcro,
es decir, del arte, de la belleza ideal, que es el póstumo amor, para siempre
duradero, por lo mismo que nunca se ve por completo correspondido». Con ese
final, los dos últimos versos del poemario sonaban irremediablemente a
epitafio:
¡Oh, qué amor tan callado, el de la muerte!
¡Qué sueño el del sepulcro, tan tranquilo!
¡Qué sueño el del sepulcro, tan tranquilo!
El propio
autor, se diría, buscaba sosiego en la muerte y ésta llegaría casi como
respuesta al último poema del libro. El siguiente poema ya no estaba escrito.
Poesía y vida se entrelazaban perfectamente. Otro de los editores, Narciso
Campillo [1871: 3], adelantaba esa imagen el día 15 de enero de 1871, a menos
de un mes de haber muerto el amigo, y ya en línea con los trazos editoriales
descritos:
Muerto se juzgaba ya, aunque no exhalaba su pesar en estériles ayes; muerto
para la alegría y la confianza; así le veíamos siempre triste y meditabundo,
como si fuera recordando en su interior continuamente una por una las páginas
de su dolorosa historia, a que puso fin una rápida enfermedad el 22 de diciembre
de 1870.
Pero conviene recordar que estamos hablando de una táctica editorial. Esa secuencia argumental y falsamente biográfica es ajena a Bécquer y a la disposición que él dio a sus poemas en el Libro de los gorriones. Piénsese que el último poema del manuscrito es el de los ojos verdes, el Sin embargo, el canon editorial estaba ya fijado: los poemas como narración, como la historia de un ángel triste.
En esa
«dolorosa historia» que relatarían las rimas fueron encajándose poco a poco
todas las piezas. La casilla más clamorosamente vacía era la de la protagonista
femenina, la Laura del poeta, su Beatriz. No podía serlo su legítima esposa,
Casta Esteban, separada de él hasta poco antes de su muerte y de quien todos
conocían pasados deslices amorosos. La candidata ideal para ese papel era Julia
Espín, a quien Gustavo conoció hacia 1858 y cuya cercanía alimentó un puñado de
poemas decisivos, al menos hasta 1861, cuando él se casa con Casta. Muy
probablemente, aquel joven bohemio y enfermizo, buen dibujante y correcto
periodista, no recibiese más que corteses desdenes de la muchacha, socialmente
bien situada, considerada por todos una belleza y muy pagada de su valía como
cantante. Años más tarde, cuando para sorpresa de muchos el nombre del poeta
muerto comienza a brillar, las miradas debieron de dirigirse a ella. Pero Julia
Espín seguía sin estar dispuesta a asumir públicamente el papel de musa que
empezaban a colgarle en los mentideros madrileños. Claro que para entonces, en
1873 y con 35 años, se había casado con Benigno Quiroga y López Ballesteros, de
26 años, un magnífico partido y un personaje que alcanzaría puestos elevados en
la política española, hasta su muerte en 1908, dos años después que ella.
Solamente después de estas fechas comienza a circular el nombre de la «musa».
Pero aún habría
más historias. La más peregrina —y divertida ¿por qué no?— sería la invención
de Elisa Guillén por Fernando Iglesias Figueroa [1923-1924]. Iglesias se
inventa cartas, escribe leyendas y le regala a Bécquer la paternidad de sus
propios poemas, uno de los cuales, «A Elisa», conseguirá ser loado por
becqueristas de primer orden y llegará a sustituir a la rima 11 (I) en la
cabecera de muchas ediciones. Recuérdese su comienzo:
Para que los leas con tus ojos grises,
para que los cantes con tu clara voz,
para que llenen de emoción tu pecho
hice mis versos yo.
para que los cantes con tu clara voz,
para que llenen de emoción tu pecho
hice mis versos yo.
Todo este
montaje iba encaminado a demostrar que lo de Julia Espín era cosa de niños,
pasajera y platónica, incapaz de justificar el dolor real y maduro de las
rimas. Para eso estaba Elisa, por supuesto. Montesinos [1970] fue quien desveló
la patraña, y de sus contactos con Iglesias Figueroa nos ha dejado curiosas
páginas [1992: 83-125].
Gustavo Adolfo Bécquer por Ángel Alonso Martínez y Hermano Colección Enrique Toral Peñaranda |
En realidad,
¿qué sabemos del hombre concreto Bécquer? Si el lector está interesado en los
datos biográficos, podrá consultar la síntesis cronológica que aquí se incluye
como apéndice o, para mayor aprovechamiento, deberá leer los libros de Montesinos
[1977] y de Pageard [1990], que organizan esos pocos datos de su vida y los
ligan con los avatares de su obra. Para ser justos, habría que citar también
los trabajos pioneros de Rica Brown [1941, 1963]. En cualquier caso, debe
señalarse que su biografía discurre más por vericuetos emocionales y privados
que por derroteros públicos y novelescos. Si procuramos una imagen suya no más
auténtica, pero sí más completa, deberíamos fijarnos en esa otra iconografía
que los contemporáneos marginaron. En su fotografía más conocida hoy, el poeta
no tiene nada que ver con el mozalbete romántico de los óleos de Valeriano. Es
un hombre aún joven, de pelo negro y abundante, con barba espesa, que quiere
parecer elegante con su levita bien planchada, el sombrero de copa en la mano
derecha, la pierna izquierda ligeramente flexionada y adelantada, pero que
revela su incomodidad en la rigidez del brazo izquierdo, cuya mano mete en el
bolsillo.
G.A.B. Dibujos de campo por Valeriano Bécquer |
Por el contrario, en los dibujos de campo que Valeriano fue
desgranando, Gustavo Adolfo aparece como el bohemio que realmente fue, vestido
con ropas cómodas y arrugadas, o con el sombrero hongo y blando que usaba la
gente del pueblo. Es también ese «desaliño» o esas «barbas luengas» de que
habla Correa en su prólogo. Son dos caras del mismo hombre, cuya mejor imagen y
la más fiel siguen siendo esos pocos poemas que lo auparon al puesto más
destacado de la lírica de nuestro siglo XIX.
Luis Caparrós Esperante
Bécquer: la creación de un personaje,
2002-2011
Centro Virtual Cervantes
Más imágenes de Gustavo Adolfo Bécquer
en Biblioteca Virtual Miguel Cervantes
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