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ANTONIO AZORÍN, PEQUEÑO LIBRO EN QUE SE HABLA DE LA VIDA DE ESTE PEREGRINO SEÑOR (José Martínez Ruiz, "Azorín")

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DEDICATORIA


Quiero dedicarle este pequeño libro a Ricardo Baroja, como prueba de amistad. Ricardo Baroja es, a mi entender, un original y ameno artista; en sus charlas he encontrado muchas sutiles paradojas y un recio espíritu de independencia. Yo siento que mi ofrenda no sea más consistente; pero la vida de mi amigo Antonio Azorín no se presta a más complicaciones y lirismos. Porque en verdad, Azorín es un hombre vulgar, aunque Correspondencia haya dicho que "tiene no poco de filósofo". No le sucede nada de extraordinario, tal como un adulterio o un simple desafío; ni piensa tampoco cosas hondas, de esas que conmueven a los sociólogos. Y si él y no yo, que soy su cronista, tuviera que llevar la cuenta de su vida, bien pudiera repetir la frase de nuestro común maestro Montaigne: Je ne puis tenir registre de ma vie par mes actions; fortune les met trop bas: je le tiens par mes fantasies.



J. M. R.






Segunda Parte

II

Sarrió es gordo y bajo; tiene los ojos chiquitos y bailadores, llena la cara, tintadas las mejillas de vivos rojos. Y su boca se contrae en un gesto picaresco y tímido, apocado y audaz, un gesto como el de los niños cuando persiguen una mariposa y van a echarle la mano encima. Sarrió lleva, a veces, un sombrero hongo un poco en punta; otras, una antigua gorra con dos cintitas detrás colgando. Su chaleco aparece siempre con los cuatro botones superiores desabrochados; la cadena es de plata, gorda y con muletilla.

Sarrió es un epicúreo; pero un epicúreo en rama y sin distingos. Ama las buenas yántigas; es bebedor fino, y cuando alza la copa entorna los ojos y luego contrae los labios y chasca la lengua. Sarrió no se apasiona por nada, no discute, no grita; todo le es indiferente. Todo menos esos gordos capones que traen del campo y a los cuales él les pasa con amor y veneración la mano por el buche; todo menos esos sólidos jamones que chorrean bermejo adobo, o penden colgados del humero; todo menos esos largos salchichones aforrados en plata que él sospesa en la mano y vuelve a sospesar como diciendo: «Sí, éste tiene tres libras»; todo menos esas opulentas empanadas de repulgos preciosos, atiborradas de mil cosas pintorescas; todo menos esas chacinas extremeñas; todo menos esos morteruelos gustosos; todo menos esas deleznables mantecadas, menos esos retesados alfajores, menos esos sequillos, esos turrones, esos mazapanes, esos pestiños, esas hojuelas, esos almendrados, esos piñonates, esas sopaipas, esos diacitrones, esos arropes, esos mostillos, esas compotas...

Sarrió vive en una casa vieja, espaciosa, soleada, con un huerto, con una ancha acequia que pasa por el patio en un raudal de agua transparente. Sarrió tiene una mujer gruesa y tres hijas esbeltas, pálidas, de cabellera espléndida: Pepita, Lola, Carmen. Tres muchachas vestidas de negro que pajarean por la casa ligeras y alegres. Llevan unos zapatitos de charol, fina obra de los zapateros de Elda, y sobre el traje negro resaltan los delantales blancos, que se extienden ampliamente por la falda y suben por el seno abombado, guarnecidos de sutiles encajes rojos.

Por la mañana, Pepita, Carmen, Lola se peinan en la entrada, luciente en sus mosaicos pintorescos. El sol entra fúlgido y cálido por los cuarterones de la puerta; los muebles destacan limpios; gorjea un canario. Y la peinadora va esparciendo sobre la espalda las blondas y ondulantes matas. Y un momento estas tres niñas blancas, gallardas, con sus cabelleras de oro sueltas, con la cabeza caída, semejan esas bellas mujeres desmelenadas de Rafael en su Pasmo, de Ghirlandajo en su San Zenobio.

Luego, Pepita, Carmen, Lola trabajan en esta misma entrada, durante el día, con sus bolillos, urdiendo fina randa. Las tres tienen las manos pequeñas, suaves, carnositas, con hoyuelos en los artejos, con las uñas combadas. Y estas manos van, vienen, saltan, vuelan sobre el encaje, cogen los bolillos, mudan los alfileres, mientras el dedo meñique, enarcado, vibra nerviosamente y los macitos de nogal hacen un leve traqueteo. De rato en rato, Pepita, o Lola, o Carmen, se detienen un momento, se llevan la mano suavemente al pelo, sacan la rosada punta de la lengua y se mojan los labios...

Y así hora tras hora. Al anochecer, ellas y sus amigas pasean por esta bella plaza solitaria, de dos en dos, de tres en tres, cogidas de la cintura, con la cabeza inclinada a un lado, mientras cuchichean, mientras ríen, mientras cantan alguna vieja tonada melancólica. En el fondo, la iglesia se perfila en el azul negruzco; el aire es dulce; las estrellas fulguran. Y el agua de la fuente cae con un manso susurro interminable... 


 
III


El cielo se nubla; relampaguea; caen sonoros goterones sobre la parra. Y un chubasco se deshace en hilos brilladores entre los pámpanos.

Verdú mira el sol que de nuevo ha vuelto a surgir tras la borrasca. Don Víctor, en un rincón, siempre inmóvil, siempre triste, muy triste, se acaricia en silencio sus blancas patillas ralas.

—Yo amo la Naturaleza, Antonio—dice Verdú—: yo amo, sobre todas las cosas, el agua. El cardenal Belarmino dice que el agua es una de las escalas para subir al conocimiento de Dios.

El agua,—escribe él—«lava y quita las manchas, apaga el fuego, refrigera y templa el ardor de la sed, une muchas cosas y las hace un cuerpo, y últimamente, cuanto baja, tanto sube y se levanta después...»Pero Belarmino no sabía que el agua tiene sus amores; los santos no saben estas cosas. Y yo te diré los amores del agua.

El agua ama la sal; es un amor apasionado y eterno. Cuando se encuentran se abrazan estrechamente; el agua llama hacia sí la sal, y la sal, toda llena de ternura, se deshace en los brazos del agua... ¿No has visto nunca en el verano cómo desciende la lluvia en esos turbiones rápidos que refrescan y esponjan la verdura? El agua cae sobre las anchas y porosas hojas y busca a su amiga la sal; pero la sal está aprisionada en el menudo tejido de la planta. Entonces el agua se lamenta de los desdenes de la sal, le reprocha su inconstancia, la amenaza con olvidarla. Y la sal, enternecida, hace un esfuerzo por salir de su prisión y se une en un abrazo con su amada. Sin embargo, ocurre que el sol, que tiene celos del agua, a la que también adora, sorprende a los dos amantes y se pone furioso. «¡Ah!—exclama en ese tono con que se dicen estas cosas en las comedias—¡ah! ¿Conque estás hablando de amores con la sal? ¿Conque la has hecho salir de su cárcel, donde estaba encerrada por orden mía? ¡Pues yo voy a castigarte!» Y entonces el sol, que es un hombre terrible, manda un rayo feroz contra el agua; la cual, como es tan inocente, tan medrosica, abandona a la sal y huye toda asustada.

Y ésta es la causa, Antonio, por qué en el verano, cuando ha pasado el chubasco y el sol luce de nuevo, vemos sobre las hojas de algunas plantas, las cucurbitáceas, por ejemplo, unas pequeñas y brilladoras eflorescencias salinas...


XVIII


Esta Pepita, cuando mira, tiene en sus ojos algo así como unos vislumbres que fascinan. Yo no sé—piensa Azorín—lo que es esto; pero yo puedo asegurar que es algo extraordinario.

—Pepita—le pregunta Azorín—, ¿qué quisiera usted en el mundo?

Pepita levanta los ojos al cielo; después saca la lengua y se moja los labios; después dice:

—Yo quisiera... yo quisiera...

Y de pronto rompe en una larga risa cristalina; su cuerpo vibra; sus hombros suben y bajan nerviosamente.

—Yo no sé, Azorín; yo no sé lo que yo quisiera.

Pepita no desea nada. Tiene un bello pelo rubio abundante y sedoso; sus ojos son azules; su tez es blanca y fina; sus manos, estas bellas manos que urden los encajes, son blancas, carnosas, transparentes, suaves.

Pepita sabe que hay por esos mundos grandes modistos y grandes joyeros, pero ella no desea nada.

Y Azorín, mirándola un poco extático—¿por qué negarlo?—, le dice:

—La elegancia, Pepita, es la sencillez. Hay muy pocas mujeres elegantes, porque son muy pocas las que se resignan a ser sencillas. Pasa con esto lo que con nosotros, los que tenemos la manía de escribir: escribimos mejor cuanto más sencillamente escribimos; pero somos muy contados los que nos avenimos a ser naturales y claros. Y, sin embargo, esta naturalidad es lo más bello de todo. Las mujeres que han llegado a ser duchas en elegancias, acaban por ser sencillas; los escritores que han leído y escrito mucho, acaban también por ser naturales. Usted, Pepita, es sencilla y natural espontáneamente. No lo ha aprendido usted en ninguna parte: el pájaro tampoco ha aprendido a cantar. Y yo, que he escrito ya algo, quisiera tener esa simplicidad encantadora que usted tiene, esa fuerza, esa gracia, ese atractivo misterioso—que es el atractivo de la armonía eterna.


Azorín
Antonio Azorín, 1903



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en Proyecto Gutemberg



 

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