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En una reseña de hace más de medio siglo,
Jorge-Luis Borges, al hacer una reflexión acerca de la literatura como hecho
histórico, advertía, en relación a una frase de Cervantes, de qué modo el
tiempo había sabido «corregirle las pruebas» al mismísimo autor del Quijote
. Pocos años después daría nombre y cuerpo a esa idea en la heroica tarea de un
Pierre Menard empeñado en escribir aquella novela. Y es que, inevitablemente,
todo texto literario está sometido al poder enriquecedor del tiempo, que
acumula sobre él un aluvión de lecturas e interpretaciones suplementarias.
(...)
(...)
El caso de las Noches lúgubres de Cadalso
parece especialmente ilustrativo de esa dimensión histórica del texto
literario, no solamente por esas más de cuarenta y dos ediciones de la obra
realizadas a lo largo del siglo pasado, que atestiguan con bastante claridad la
recepción pasiva de ese texto, sino porque fue capaz de provocar una avalancha
de textos paralelos y complementarios -prólogos, notas, continuaciones,
imitaciones-, que subrayan hasta qué punto ese texto respondía al horizonte de
expectativas del lector del siglo XIX: es decir, cuáles eran para ese lector
los méritos y las carencias de la obra de Cadalso.
Casi podría decirse que buena parte de las
interpretaciones que de un Cadalso romántico se han hecho en los últimos años
parecen depender más de esa recepción romántica de las Noches lúgubres
que de un análisis en profundidad de la obra del ilustre coronel. Sin embargo,
una aproximación detenida a estos textos generados a partir de la lectura de
las Noches cadalsianas ofrece, a mi juicio, los límites de esa
identificación, las diferencias entre la visión racionalista y estoica de
Cadalso y el interés fantástico que los lectores románticos añadieron a un
texto que, no hay por qué negarlo, tocaba algunos aspectos gratos a aquellos
lectores.
No es este el lugar de plantear un análisis exhaustivo
de esos textos paralelos, tarea que, en buena medida, ha sido realizada ya por
la crítica especializada. Intentaré un panorama general y un tanto superficial
para dibujar el contexto en el que se sitúa la continuación de las Noches
lúgubres que contiene la edición que José Torner realizó en Barcelona en el
año 1828, de la que ningún crítico hasta el momento, que yo sepa, ha hablado.
(...) en buena medida la consideración de las Noches
como una obra romántica nace a partir de la identificación de autor y
protagonista, es decir, de la generalización de una lectura biográfica del
texto. Esa lectura que ya se apunta en la edición de 1817, se consolida en 1822
con la aparición de la celebérrima «Carta de un amigo» del autor. No parece
casual que la publicación de dicha carta coincida con la de la «Noche cuarta».
No voy a entrar en el análisis de la mencionada
carta que, por otra parte, ha sido reproducida ya con mucha frecuencia y cuya
falsedad ya demostró en su momento Glendinning; pero sí me interesa comentar
algunos aspectos que inciden en la recreación del mito del Cadalso enamorado.
En primer lugar hay que señalar que el autor de la mencionada carta es el
primero en poner en cuestión la autenticidad de los acontecimientos relatados
en las Noches, por lo menos lo sucedido en la «Segunda noche». Hay,
además, en la «Carta» un error significativo: la identificación de Dalmiro con
Juan de Iriarte; error que sólo tiene sentido si tenemos en cuenta que desde
1817 la mayor parte de las ediciones incorporan la ya mencionada colección de
poemas de «Tediato a la muerte de Filis». La identificación entre Cadalso y
Tediato dejaba fuera de lugar a ese Dalmiro que aparece en algunos de los
poemas y para el cual había que buscar una nueva identidad, aun a riesgo de que
entonces alguno de esos poemas perdieran parte de su sentido, o adquirieran
alguno un tanto extraño (pruébese si no la lectura, con dicha identificación,
de la célebre anacreóntica a la muerte de Filis y se obtendrá un inesperado ménage à trois).
A todo ello habría que añadir que, como reconocía
el propio editor en una nota, la historia relatada en dicha carta -en la que,
además, se justifica el carácter inconcluso de la obra- entraba en franca
contradicción con el final que el personaje tiene en la «Noche cuarta», pues si
en aquella el escritor, tras impedírsele cumplir su propósito, es condenado al
destierro, en la noche apócrifa logra desenterrar el cadáver, llevarlo a su
casa e inmolarse con él, intención que Tediato ya había manifestado al final de
la «Noche primera». Un desenlace, sin duda, mucho más romántico que el de
cualquiera de las versiones anteriores en las que, en ningún momento, se
llegaba a consumar el suicidio.
(...)
Lo primero que llama la atención es el desarrollo
que ha sufrido, en las noches de 1828, la escenografía terrorífica y sepulcral.
Cadalso había echado mano de ese género de tradición filosófica en la Europa de
su época, pero la descripción del entorno en sus Noches queda limitada a
las consideraciones iniciales de Tediato. En realidad, a Cadalso, más que la
presentación de un escenario horroroso, le interesa subrayar la percepción
anómala que Tediato tiene de todo cuanto le rodea.
Por el contrario, en la continuación anónima los
diferentes decorados y paisajes, de gusto mucho más claramente romántico, son
reproducidos con un mayor detalle. En la primera noche los dos personajes se
reencuentran junto a unas ruinas; en la segunda, el lugar de la cita será una
«escarpada roca inmediata al mar» (p. 138), en medio de una «horrorosa
tempestad» (p. 153), lo que da lugar a la presentación de una escenografía de
gusto inconfundible:
«¡Qué
negros nublados!... El aire los impele y los va aglomerando... Aquellas ráfagas
de luz que de cuando en cuando se dejan ver en el horizonte hacen más horrorosa
la noche. El mar se embravece... Todo anuncia una próxima tempestad... (...)
Qué furioso se pone el mar. Con qué ímpetu se estrellan las olas contra este
peñasco...».
El personaje de Tediato tiene, en esta apócrifa segunda parte, bastante menos consistencia que en las Noches de Cadalso. Ha perdido, por supuesto, aquella tendencia reflexiva y filosófica que caracterizaba al Tediato cadalsiano, de la que únicamente queda una repetición constante del tópico del ubi sunt. Padece, bastante acentuada, una fuerte inclinación al suicidio -que contrasta con su voluntad de «vender cara» la vida cuando confunde a Lorenzo con unos asesinos (p. 125), o con la necesidad de «sujetarse a las altas disposiciones del que todo lo dirije». (p. 157), que transmite al náufrago desesperado por la muerte de su familia-, «una mortal melancolía» que le «conduce a pasos largos al sepulcro», que es su único consuelo (p. 140-141). También aparece, algo acentuado en relación a la obra de Cadalso, el egocentrismo del personaje que huye del contacto social, que se refugia en la noche:
«Errante,
perdido, solitario y triste corro por estos montes haciendo resonar con mis suspiros
las concavidades de las rocas. En vano me entrego a un dolor que me atormenta y
me consume. Fatigado y lloroso veo pasar el largo día esperando hallar un
alivio en la noche. Llega la noche y el consuelo que esperaba no parece...
(...). Me presento en la sociedad y aquellos objetos que constituyen las
delicias de los hombres son mis principales martirios. Huyo de la sociedad,
busco el retiro, voy en pos de las tinieblas...»
(...)
También bastante más acentuado que en las Noches
lúgubres de Cadalso hallamos en esta continuación el tema del horror, en el
que su anónimo autor se recrea con mucha frecuencia.
«¡Temblar!
y ¿de qué? ¿De este aparato majestuoso que la naturaleza presenta?... Tiemblen
en buen hora los malvados, tiemblen esos inicuos que niegan la existencia de
una mano superior: esos ilusos que quieren atribuir al acaso el desarrollo de
todos estos fenómenos que el Ser supremo presenta para dar una débil idea de su
ilimitada omnipotencia. Estos sí que a la vista de una escena tan tremenda han
de anonadarse, mas nosotros...».
Otros temas secundarios que aparecían en las Noches
lúgubres de Cadalso se repiten también en las de 1828. Por ejemplo, el tema
de la cárcel -Lorenzo se ha escapado de ella para ver a sus hijos-, o el de la
amistad y la utilidad de los amigos, que queda aquí invertida en cuanto que es
Tediato quien conduce a Lorenzo hasta el lugar donde se hallan sus hijos y que
en ningún momento alcanza la profundidad filosófica que tenía en la obra de
Cadalso.
En definitiva, estas tres noches apócrifas
señalan, a mi juicio, con bastante claridad la distancia que media entre 1771 y
1828. Constituyen un testimonio excepcional de cuál fue la lectura que los
románticos hicieron de la obra de Cadalso. Partiendo como partía del núcleo
argumental y temático de las noches cadalsianas, el anónimo autor de las
románticas selecciona y potencia aquello que más le atrae a él y a sus
lectores. De aquel texto de profundas raíces estoicas y de continua reflexión
filosófica no ha quedado más que un decorado de cartón piedra, una obsesión por
la muerte y un gusto por los detalles macabros que hubiese puesto los pelos de
punta al sereno Dalmiro.
Al mismo tiempo, la comparación de ambos textos,
la misma historia editorial de las Noches lúgubres, pone de manifiesto
hasta qué punto Cadalso introdujo en su obra algunos rasgos que los lectores de
la primera mitad del siglo XIX iban a reconocer como modernos. No es necesario,
creo, proyectar sobre Cadalso la sombra del Romanticismo, ni siquiera hablar de
anticipaciones. No, Cadalso no se anticipó a su tiempo porque era un hombre de
su tiempo. Las Noches lúgubres responden a una inquietud plenamente
ilustrada, a ese interés que en el último tercio del siglo XVIII se despierta
por todo lo sentimental y sus consecuencias. Interés didáctico, casi
científico, que no tiene todavía mucho que ver con la identificación de los
poetas románticos.
Lo que, en última instancia, debe enseñarnos el
ejercicio de reflexión histórica aquí propuesto es que nunca estuvieron los
siglos XVIII y XIX tan lejos como pretendieron algunos historiadores románticos
y nacionalistas. Que la noción de individualidad, el egocentrismo que
manifiesta el Tediato de 1828, hunde sus raíces en aquella indagación acerca
del subjetivismo, de las limitaciones que el sentimiento impone a la
percepción, en la razón ilustrada con que combate los fantasmas el Tediato de
1771.
Juan Rodríguez
Publicado en
El mundo hispánico en el siglo de las luces,
vol. II, Madrid, Editorial Complutense, 1996
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