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LAS CEREZAS DEL CEMENTERIO (Gabriel Miró)

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II La mirada
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Sentóse Félix en un rubio sillón de mimbres y doña Beatriz alzóse y le enjugó la frente y los cabellos con su primoroso delantal de randas.
–¡Su cabeza es una tempestad de oro! –le dijo maternalmente. Y Félix entornaba los ojos bajo la caricia del fino lenzuelo y de las manos de la hermosa señora, fragante de primavera, pareciéndole recién salida de un baño de zumos de frutas, de flores, de pámpanos y espigas en cierne, de acacias y árbol del Paraíso.
–¡Doña Beatriz, usted no se perfuma como las demás mujeres; usted
huele a naturaleza gloriosa, a mañana y a tarde de los huertos!… ¡Es usted mujer pagana y mujer bíblica. Ceres y Sulamita!…
–¡Cuántas lindezas y locuras sabrá decirle usted, algún día, a su elegida!
–¡Ya ve que he comenzado diciéndoselas a usted!
Ella, entristecida, sonrió, y descansó la cabeza en su mano pálida y delgada, y su encendida boca se contrajo amargamente.
Delante del cenador comenzaba una vieja escalera tupida, pomposa de yedras y jazmines, que llegaba a los primeros balcones del edificio espaciándose en solana; y aquí vieron a Julia como una aparición blanca y santísima que los buscaba mirando entre el follaje.
Se apartó Beatriz de Félix, reclinándose en su rústica mecedora, un balancín de ramas cortezosas con respaldar de almohadas, de China.
Vino la hija, rápida, infantil. Sus ropas cándidas y aladas, de pliegues de túnica, daban los inocentes resplandores de un mármol lleno de sol.
–¡Ya estoy libre del alemán! –gritaba aplaudiendo–. ¡Casi nada! He llegado hasta el adjetivo… no sé cuántos. Ahora veréis: el sabio Der Weisen; des Weisen; dem Weisen; die… , ¡no!, dem, dem, Weisen… ¡Bueno!
Félix reduciéndose, doblándose en su crujiente asiento, la envolvía enteramente con su mirada, riéndose.
–¿Te burlas de mí? ¿Qué hiciste tú? A ver tu bancal cavado…
Y sin dejar de increparle salió la doncella de la umbría de las higueras.
El astil de la azada relucía en mitad de la tierra de los frutales.
–¡Anda, alfeñique, qué pronto te has cansado! ¡Pero, Señor, si tienes la camisa empapadita, aquí en la espalda y debajo de los brazos! ¡Sécate, abrígate!
–Ya lo hizo, Julia –deslizó la madre interrumpiendo sus cariñosos advertimientos.
Y Félix, volviéndose a ella, pronunció muy despacio:
–Me cuidaron sus manos, suaves y tibias como dos palomas.
Julia los contempló, y luego les dijo:
–¿Por qué no os tuteáis?

(...)

XVI El Calvario
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Dejaron la aldea, internándose por el cerezal, y ya junto al cercado del cementerio oyeron voces, y, de pronto, Belita y tía Constanza quedáronse pasmadas viendo a dos damas de mucha hermosura que estaban alcanzando y comiendo cerezas de los árboles sagrados, la última fruta, la más grande y sabrosa.

Las desconocidas, ajenas al entredicho que para todos tenían esos frutales, arrancaban cerezas con infantil donaire y complacencia, y al ver a Silvio y Félix los llamaron pidiéndolos ayuda.

Doña Constanza, toda alborotada, convulsa y blanca, llamó a Silvio. El hijo no acudía. Y don Eduardo regocijóse de esta rebelión.

Fueron alejándose.

Félix subióse de las piedras caídas de los muros al torcido tronco de un cerezo, penetrando en la fresca y perfumada fronda.

Y entonces Isabel le gritó que viniese.

–Te llaman, Félix. ¿Es ésa tu prima? –dijo Beatriz.

–Sí; la pobrecita me ha pedido que nunca coma fruta de estos árboles.

¡Les tiene mucho respeto de santidad o de asco a la muerte! –y bajó, dándole a su madrina una rama cuajada del dulce coral de sus guindas.

Ella buscó y ofrecióle la más redonda y encendida.

Isabel los miraba. Félix adivinó su angustia, y vaciló. ¡Pero es que hasta lo menudito había de inquietarle y torcer su espíritu! ¡Una cereza le llenaba de vacilaciones! Y la comió…

Doña Constanza llamaba a su hijo. Y Silvio acudió con aturdimiento y rabia. Había visto que su madre se acercaba terriblemente.

Separóse Isabel, y caminó sola. Se contenía y sellaba su alma.

"¡Madrina, madrina dice que la llama!"

–¿No estará muy ociosa esa criatura? –repetía don Eduardo sin que los demás le respondiesen.

Esa noche, terminada la cena, don Eduardo escribió con mucha detención y gravedad a su primo don Lázaro. Adolecíase de las exaltaciones, de los enojos, de la indiferencia de Félix, que algunas veces parecía tan distraído, tan extraviado como si fuese víctima de bebedizos, según contaba Alonso el de La Olmeda. Acababa preguntando si doña Beatriz era en verdad la temida mujer que tanto daño había traído sobre Guillermo.

La carta conturbó hondamente el hogar de don Lázaro. La esposa y doña Dulce Nombre lloraron mucho. El señor Valdivia, con airadas voces, maldijo a la infame que perseguía y devoraba su linaje.

–¡Esa criatura… no quiere, no quiere el Buen Ángel librárnosla!

–¡Oh nuestra cruz! –gimió la madre.

Y después dijo:

–Lázaro, ¿no serás tú el culpable? ¿Por qué lo enviaste a La Olmeda? Aquí nuestra presencia lo contenía. ¡El viaje ha producido más escándalo que provecho!

–¡Que nosotros le conteníamos! ¿Que yo tengo la culpa?

–¡Qué sabemos, qué sabemos! –plañía doña Dulce Nombre.

–¡Pero que yo tengo la culpa! ¿Podía yo imaginar que la enemiga había de seguirle hasta nuestro sagrario?

–¡Qué sabemos!

–¡Yo lo envié no sólo para salud de su cuerpo, sino porque Eduardo y todos hablábamos de Isabel y Félix, y creí que Isabel sanaría también su alma!

Muchos y contrarios designios se trazaron para remediar la perdición de Félix. Disciplina rigurosa, dulces bálsamos, decretos de regreso, buscarle…





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Gabriel Miró en
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GABRIEL MIRÓ  FERRER (1879-1930) Escritor español n. en Alicante el 28 jul. 1879, y m. en Madrid el 27 mayo 1930. Creador de una obra selecta y minoritaria, su prosa modélica podemos considerarla como la más sensorial de todas las de los novelistas del s. XX. Maestro del estilo y domeñador de la lengua, buscó en el impresionismo poético una posible salida al callejón, en que había desembocado el modernismo.


Vida y obra. Llevó una existencia gris, de pobres empleos mal remunerados. Vulgar escribiente en el Ayuntamiento y Diputación de su ciudad natal, ahogado en la burocracia de la Diputación barcelonesa, compensó su tedio trabajando para la editorial Vecchi y haciendo traducciones del francés. En 1920 consiguió un modesto empleo ministerial en Madrid y colaboró, no muy asiduamente, en el diario ABC y en La Nación de Buenos Aires. Obtuvo dos importantes premios literarios. Su novela Nómada resultó vencedora en el concurso «El cuento semanal», y su artículo Huerto de cruces obtuvo el Mariano de Cavia. Fue un rotundo fracasado en la vida activa. Había estudiado la carrera de Leyes en las Univ. de Valencia y Granada y como otros muchos, vencido por las oposiciones a judicatura, comenzó una vida triste y monótona, de empleo en empleo, que supo paliar con un mundo mágico de espléndida belleza trasvasada en relatos, cuentos y novelas.

Su primera obra, La mujer de Ojeda (1901), fue tachada por el escritor de muy naturalista y la eliminó de sus obras completas. Salvo algún que otro intento aislado y carente de interés, no para nosotros sino para el mismo M., su primera gran novela, sensual y apasionada como su mundo mediterráneo, fue Las cerezas del cementerio (1910), historia estallante de amor y lujuria entre un joven y una mujer madura. En esa época había pergeñado la interesante figura de Sigüenza, trasunto del escritor, y del que dijo era «hombre apartadizo que gusta del paisaje y de humildes caseríos». La vida insincera y monótona de los pueblos españoles, personificados en Oleza (Orihuela), fue el marco de dos de sus más logradas novelas, Nuestro Padre San Daniel (1921), de prodigiosa belleza, y El obispo leproso (1925).

Gabriel Miró era especialista en relatos breves; gran parte de su obra se estructura en estampas entrelazadas por medio de una débil línea argumental. Sobre esta base traza cuatro de sus obras fundamentales. Dos de ellas reflejan el espíritu bondadoso del autor, su íntimo fracaso y el deseo de evasión. Ambas son obras maestras por las que corre el mundo de ensueño de uno de los personajes más caros a M. Años y leguas (1928) y el Libro de Sigüenza (1917) son relatos perfectos, humanísimos y entrañables, donde el protagonista Sigüenza vive su existencia triste y monótona repartiendo bondad sin esperanza de ser recompensado. El humo dormido (1919) responde a esta estructura, así como Figuras de la Pasión del Señor (1916). El cálido paisaje mediterráneo adormece el encanto primitivo y sensual de unas figuras evangélicas sorprendidas en el drama de Cristo. Este último libro evoca la niñez de M. Es un emocionado recuerdo a su madre, que rompía el tedio de sus tardes narrándole escenas de la Pasión.

El impresionismo sensorial de Miró. Se suele incluir a M. dentro del grupo novecentista, cómoda etiqueta puesta a una serie de escritores que, no poseyendo rasgos estilísticos comunes, se dieron a conocer en la década 1915-25. En este supuesto grupo, junto a Valle-Inclán, Ortega, D'Ors y Pérez de Ayala, se coloca a M., cuya obra arranca del modernismo poético pero con unas notas tan propias, con un mundo novelesco tan su¡ generis, que no deja resquicio a una posible fusión con el resto de sus coetáneos. Considerada su obra en conjunto, novelas y relatos, podríamos incluirla dentro de un posmodernismo impresionista fuertemente sensorial. M. es un auténtico poeta en prosa, un formidable paisajista y un hombre profundamente enamorado de su tierra. Le atrajo el mundo mediterráneo en su plenitud y lo describe como un inmenso panorama sin perspectiva, siempre sugerente y horizontal, como un cuadro de los primitivos italianos, lleno de color suavemente matizado por la intensidad cegadora de la luz. La evocación palestiniana de Figuras de la Pasión, el perfume de los azahares de los jardines romanos, el contraste entre una vegetación lujuriante y un terruño calcinado, no es ni más ni menos que la transposición espacial delpaisaje alicantino, tantas veces soñado y pintado por él. Por ese paisaje desfila una galería humana pintoresca y variada. El hombre pobre, el estudiante enamorado, la mujer pasional, el campesino o el ángel. Un rasgo común les identifica, su bondad natural, una resignación melancólica nacida del fracaso, rasgo pertinente de su vida como burócrata.

Hay un cierto regusto en el empleo de arcaísmo, en el léxico de carácter local sabiamente dosificado. Con ello consigue llenar de poesía sus narraciones y evocar el mundo ancestral de sus personajes. El primitivismo en el arte tiende a conseguir efectos de naturalidad, y esos efectos están plenamente logrados. El objetivo de su cámara recorre con lentitud el paisaje tostado por un sol implacable. En él se desliza la vida sencilla de unos hombres apegados a sus rutinarias costumbres; unos seres sin perspectivas, que saben lo que sucederá mañana y que viven contentos con su suerte, hasta el punto de eliminar violentamente todo aquello que pueda perturbar su monótona paz. Recordemos la íntima tragedia de bellas estampas como El oracionero y su perro, El ángel, o bien la de novelas extensas como Las cerezas del cementerio (1910). La prosa poética de M. no ha sido aún superada. La maestría en describir, la extraña sugerencia de vagos poderes misteriosos, atraen irresistiblemente. No pudo tener continuadores, porque el sello tan personal de su mundo de ensueño hacía que en sí mismo se agotaran todas las posibilidades. M. no es novelista. La técnica y forma de la auténtica novela escapan en cuanto las aplicamos a su producción. Los capítulos se hilvanan levemente y se quiebra la conciencia de unidad. Dichos capítulos son motivos poéticos de suma belleza, de edénicos jardines sensuales en los que como ráfagas se purifican sus personajes, muchos de los cuales representan al mismo poeta, hecho amor en Sigüenza y lleno de pasión en Félix.




P. Correa Rodríguez
Enciclopedia GER

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