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NOCHES LÚGUBRES (Cadalso)

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Noche primera
TEDIATO y un SEPULTURERO

Diálogo

TEDIATO.- ¡Qué noche! La oscuridad, el silencio pavoroso, interrumpido por los lamentos que se oyen en la vecina cárcel, completan la tristeza de mi corazón. El cielo también se conjura contra mi quietud, si alguna me quedara. El nublado crece. La luz de esos relámpagos..., ¡qué horrorosa! Ya truena. Cada trueno es mayor que el que le antecede, y parece producir otro más cruel. El sueño, dulce intervalo en las fatigas de los hombres, se turba. El lecho conyugal, teatro de delicias; la cuna en que se cría la esperanza de las casas; la descansada cama de los ancianos venerables; todo se inunda en llanto..., todo tiembla. No hay hombre que no se crea mortal en este instante... ¡Ay, si fuese el último de mi vida, cuán grato sería para mí! ¡Cuán horrible ahora! ¡Cuán horrible! Más lo fue el día, el triste día que fue causa de la escena en que ahora me hallo.

Lorenzo no viene. ¿Vendrá, acaso? ¡Cobarde! ¿Le espantará este aparato que Naturaleza le ofrece? No ve lo interior de mi corazón... ¡Cuánto más se horrorizaría! ¿Si la esperanza del premio le traerá? Sin duda..., el dinero... ¡Ay, dinero, lo que puedes! Un pecho sólo se te ha resistido... Ya no existe... Ya tu dominio es absoluto... Ya no existe el solo pecho que se te ha resistido.

Las dos están al caer... Ésta es la hora de cita para Lorenzo... ¡Memoria! ¡Triste memoria! ¡Cruel memoria! Más tempestades formas en mi alma que nubes en el aire. También ésta es la hora en que yo solía pisar estas mismas calles en otros tiempos muy diferentes de éstos. ¡Cuán diferentes! Desde aquélla a éstos todo ha mudado en el mundo; todo, menos yo.

¿Si será de Lorenzo aquella luz trémula y triste que descubro? Suya será. ¿Quién sino él, y en este lance, y por tal premio, saldría de su casa? Él es. El rostro pálido, flaco, sucio, barbado y temeroso; el azadón y pico que trae al hombro, el vestido lúgubre, las piernas desnudas, los pies descalzos, que pisan con turbación; todo me indica ser Lorenzo, el sepulturero del templo, aquel bulto, cuyo encuentro horrorizaría a quien le viese. Él es, sin duda; se acerca; desembózome, y le enseño mi luz. Ya llega. ¡Lorenzo! ¡Lorenzo!

LORENZO.- Yo soy. Cumplí mi palabra. Cumple ahora tú la tuya: ¿el dinero que me prometiste?

TEDIATO.- Aquí está. ¿Tendrás valor para proseguir la empresa, como me lo has ofrecido?

LORENZO.- Sí; porque tú también pagas el trabajo.

TEDIATO.- ¡Interés, único móvil del corazón humano! Aquí tienes el dinero que te prometí. Todo se hace fácil cuando el premio es seguro; pero el premio es justo una vez ofrecido.

LORENZO.- ¡Cuán pobre seré cuando me atreví a prometerte lo que voy a cumplir! ¡Cuánta miseria me oprime! Piénsala tú, y yo... harto haré en llorarla. Vamos.

TEDIATO.- ¿Traes la llave del templo?

LORENZO.- Sí; ésta es.

TEDIATO.- La noche es tan oscura y espantosa.

LORENZO.- Y tanto, que tiemblo y no veo.

TEDIATO.- Pues dame la mano y sigue; te guiaré y te esforzaré.

LORENZO.- En treinta y cinco años que soy sepulturero, sin dejar un solo día de enterrar alguno o algunos cadáveres, nunca he trabajado en mi oficio hasta ahora con horror.

TEDIATO.- Es que en ella me vas a ser útil; por eso te quita el cielo la fuerza del cuerpo y del ánimo. Ésta es la puerta.

LORENZO.- ¡Que tiemble yo!

TEDIATO.- Anímate... Imítame.

LORENZO.- ¿Qué interés tan grande te mueve a tanto atrevimiento? Paréceme cosa difícil de entender.

TEDIATO.- Suéltame el brazo. Como me lo tienes asido con tanta fuerza, no me dejas abrir con esta llave... Ella parece también resistirse a mi deseo... Ya abre, entremos.

LORENZO.- Sí..., entremos... ¿He de cerrar por dentro?

TEDIATO.- No; es tiempo perdido y nos pudieran oír. Entorna solamente la puerta porque la luz no se vea desde afuera si acaso pasa alguno..., tan infeliz como yo, pues de otro modo no puede ser.

LORENZO.- He enterrado por mis manos tiernos niños, delicias de sus mayores; mozos robustos, descanso de sus padres ancianos; doncellas hermosas, y envidiadas de las que quedaban vivas; hombres en lo fuerte de su edad, y colocados en altos empleos; viejos venerables, apoyos del Estado... Nunca temblé. Puse sus cadáveres entre otros muchos ya corruptos, rasgué sus vestiduras en busca de alguna alhaja de valor; apisoné con fuerza y sin asco sus fríos miembros, rompiles las cabezas y huesos; cubrilos de polvo, ceniza, gusanos y podre, sin que mi corazón palpitase..., y ahora, al pisar estos umbrales, me caigo..., al ver el reflejo de esa lámpara me deslumbro..., al tocar esos mármoles me hielo..., me avergüenzo de mi flaqueza. No la refieras a mis compañeros. ¡Si lo supieran, harían mofa de mi cobardía!

TEDIATO.- Más harían de mí los míos, al ver mi arrojo. ¡Insensatos, qué poco saben!... ¡Ah! Me serían tan odiosas por su dureza como yo sería necio en su concepto por mi pasión.

LORENZO.- Tu valor me alienta. Mas ¡ay, nuevo espanto! ¿Qué es aquello? Presencia humana tiene... Crece conforme nos acercamos... Otro fantasma más le sigue... ¿Qué será? Volvamos mientras podemos; no desperdiciemos las pocas fuerzas que aún nos quedan... Si aún conservamos algún valor, válganos para huir.

TEDIATO.- ¡Necio! Lo que te espanta es tu misma sombra con la mía, que nacen de la postura de nuestros cuerpos respecto de aquella lámpara. Si el otro mundo abortase esos prodigiosos entes, a quienes nadie ha visto, y de quienes todos hablan, sería el bien o el mal que nos traerían siempre inevitables. Nunca los he hallado; los he buscado.

LORENZO.- ¡Si los vieras!

TEDIATO.- Aún no creería a mis ojos. Juzgara tales fantasmas monstruos producidos por una fantasía llena de tristeza. ¡Fantasía humana, fecunda sólo en quimeras, ilusiones y objetos de terror! La mía me los ofrece tremendos en estas circunstancias... Casi bastan a apartarme de mi empresa.

LORENZO.- Eso dices porque no los has visto; si los vieras, temblaras aún más que yo.

TEDIATO.- Tal vez en aquel instante, pero en el de la reflexión me aquietara. Si no tuviese miedo de malgastar estas pocas horas, las más preciosas de mi vida, y tal vez las últimas de ella, te contara con gusto cosas capaces de sosegarte...; pero dan las dos... ¡Qué sonido tan triste el de esa campana! El tiempo urge. Vamos, Lorenzo.

LORENZO.- ¿Adónde?

TEDIATO.- A aquella sepultura; sí, a abrirla.

LORENZO.- ¿A cuál?

TEDIATO.- A aquélla.

LORENZO.- ¿A cuál? ¿A aquella humilde y baja? Pensé que querías abrir aquel monumento alto y ostentoso, donde enterré pocos días ha al duque de Faustotimbrado, que había sido muy hombre de palacio y, según sus criados me dijeron, había tenido en vida el manejo de cosas grandes. Figuróseme que la curiosidad o interés te llevaba a ver si encontrabas algunos papeles ocultos, que tal vez se enterrasen con su cuerpo. He oído, no sé dónde, que ni aun los muertos están libres de las sospechas y aun envidias de los cortesanos.

TEDIATO.- Tan despreciables son para mí muertos como vivos, en el sepulcro como en el mundo, podridos como triunfantes, llenos de gusanos como rodeados de aduladores... No me distraigas... Vamos, te digo otra vez, a nuestra empresa.

LORENZO.- No; pues al túmulo inmediato a ése, y donde yace el famoso indiano, tampoco tienes que ir; porque aunque en su muerte no se le halló la menor parte de caudal que se le suponía, me consta que no enterró nada consigo, porque registré su cadáver: no se halló siquiera un doblón en su mortaja.

TEDIATO.- Tampoco vendría yo de mi casa a su tumba por todo el oro que él trajo de la infeliz América a la tirana Europa.

LORENZO.- Sí será, pero no extrañaría yo que vinieses en busca de su dinero. Es tan útil en el mundo...

TEDIATO.- Poca cantidad, sí, es útil, pues nos alimenta, nos viste y nos da las pocas cosas necesarias a la breve y mísera vida del hombre; pero mucha es dañosa.

LORENZO.- ¡Hola! ¿Y por qué?

TEDIATO.- Porque fomenta las pasiones, engendra nuevos vicios y a fuerza de multiplicar delitos invierte todo el orden de la Naturaleza; y lo bueno se sustrae de su dominio sin el fin dichoso... Con él no pudieron arrancarme mi dicha. ¡Ay! Vamos.

LORENZO.- Sí, pero antes de llegar allá hemos de tropezar en aquella otra sepultura, y se me eriza el pelo cuando paso junto a ella.

TEDIATO.- ¿Por qué te espanta esa más que cualquiera de las otras?

LORENZO.- Porque murió de repente el sujeto que en ella se enterró. Estas muertes repentinas me asombran.

TEDIATO.- Debiera asombrarte el poco número de ellas. Un cuerpo tan débil como el nuestro, agitado por tantos humores, compuesto de tantas partes invisibles, sujeto a tan frecuentes movimientos, lleno de tantas inmundicias, dañado por nuestros desórdenes y, lo que es más, movido por una alma ambiciosa, envidiosa, vengativa, iracunda, cobarde y esclava de tantos tiranos..., ¿qué puede durar? ¿Cómo puede durar? No sé cómo vivimos. No suena campana que no me parezca tocar a muerto. A ser yo ciego, creería que el color negro era el único de que se visten... ¿Cuántas veces muere un hombre de un aire que no ha movido la trémula llama de una lámpara? ¿Cuántas de una agua que no ha mojado la superficie de la tierra? ¿Cuántas de un sol que no ha entibiado una fuente? ¡Entre cuántos peligros camina el hombre el corto trecho que hay de la cuna al sepulcro! Cada vez que siento el pie, me parece hundirse el suelo, preparándome una sepultura... Conozco dos o tres hierbas saludables; las venenosas no tienen número. Sí, sí..., el perro me acompaña, el caballo me obedece, el jumento lleva la carga..., ¿y qué? El león, el tigre, el leopardo, el oso, el lobo e innumerables otras fieras nos prueban nuestra flaqueza deplorable.

LORENZO.- Ya estamos donde deseas.

TEDIATO.- Mejor que tu boca, me lo dice mi corazón. Ya piso la losa, que he regado tantas veces con mi llanto y besado tantas veces con mis labios. Ésta es. ¡Ay, Lorenzo! Hasta que me ofreciste lo que ahora me cumples, ¡cuántas tardes he pasado junto a esta piedra, tan inmóvil como si parte de ella fuesen mis entrañas! Más que sujeto sensible, parecía yo estatua, emblema del dolor. Entre otros días, uno se me pasó sobre ese banco. Los que cuidan de este templo, varias veces me habían sacado del letargo, avisándome ser la hora en que se cerraban las puertas. Aquel día olvidaron su obligación y mi delirio: fuéronse y me dejaron. Quedé en aquellas sombras, rodeado de sepulcros, tocando imágenes de muerte, envuelto en tinieblas, y sin respirar apenas, sino los cortos ratos que la congoja me permitía, cubierta mi fantasía, cual si fuera con un negro manto de densísima tristeza. En uno de estos amargos intervalos, yo vi, no lo dudes, yo vi salir de un hoyo inmediato a ése un ente que se movía, resplandecían sus ojos con el reflejo de esa lámpara, que ya iba a extinguirse. Su color era blanco, aunque algo ceniciento. Sus pasos eran pocos, pausados y dirigidos a mí... Dudé... Me llamé cobarde... Me levanté..., y fui a encontrarle... El bulto proseguía, y al ir a tocarle yo, y él a mí..., óyeme...

LORENZO.- ¿Qué hubo, pues?

TEDIATO.- Óyeme... Al ir a tocarle yo y él horroroso vuelto a mí, en aquel lance de tanta confusión... apagose del todo la luz.

LORENZO.- ¿Qué dices? ¿Y aún vives?

TEDIATO.- Sí; y con grande atención.

LORENZO.- En aquel apuro, ¿qué hiciste? ¿Qué pudiste hacer?

TEDIATO.- Me mantuve en pie, sin querer perder el terreno que había ganado a costa de tanto arrojo y valentía. Era invierno. Las doce serían cuando se esparció la oscuridad por el templo; oí la una..., las dos..., las tres..., las cuatro... Siempre haciendo el oído el mismo oficio de la vista.

LORENZO.- ¿Qué oíste? Acaba, que me estremezco.

TEDIATO.- Una especie de resuello no muy libre. Procurando tentar, conocí que el cuerpo del bulto huía de mi tacto. Mis dedos parecían mojados en sudor frío y asqueroso; y no hay especie de monstruo, por horrendo, extravagante e inexplicable que sea, que no se me presentase. Pero ¿qué es la razón humana si no sirve para vencer a todos los objetos y aun a sus mismas flaquezas? Vencí todos estos espantos. Pero la primera impresión que hicieron, el llanto derramado antes de la aparición, la falta de alimento, la frialdad de la noche y el dolor que tantos días antes rasgaba mi corazón, me pusieron en tal estado de debilidad, que caí desmayado en el mismo hoyo de donde había salido el objeto terrible. Allí me hallé por la mañana en brazos de muchos concurrentes piadosos que habían acudido a dar al Criador las alabanzas y cantar los himnos acostumbrados. Lleváronme a mi casa, de donde volví en breve al mismo puesto. Aquella misma tarde hice conocimiento contigo y me prometiste lo que ahora va a finalizar.

LORENZO.- Pues esa misma tarde eché menos en casa (poco te importará lo que voy a decirte, pero para mí es el asunto de más importancia), eché menos un mastín que suele acompañarme, y no pareció hasta el día siguiente. ¡Si vieras qué ley me tiene! Suele entrarse conmigo en el templo, y mientras hago la sepultura, ni se aparta un instante de mí. Mil veces, tardando en venir los entierros, le he solido dejar echado sobre mi capa, guardando la pala, el azadón y demás trastos de mi oficio.

TEDIATO.- No prosigas, me basta lo dicho. Aquella tarde no se hizo el entierro. Te fuiste, el perro se durmió dentro del hoyo mismo. Entrada ya la noche se despertó, nos encontramos solos él y yo en la iglesia (mira qué causa tan trivial para un miedo tan fundado al parecer), no pudo salir entonces, y lo ejecutaría al abrir las puertas y salir el sol, lo que yo no pude ver por causa de mi desmayo.

LORENZO.- Ya he empezado a alzar la losa de la tumba. Pesa infinito. ¡Si verás en ella a tu padre! Mucho cariño le tienes cuando por verle pasas una noche tan dura... Pero ¡el amor de hijo! Mucho merece un padre.

TEDIATO.- ¡Un padre! ¿Por qué? Nos engendran por su gusto, nos crían por obligación, nos educan para que los sirvamos, nos casan para perpetuar sus nombres, nos corrigen por caprichos, nos desheredan por injusticia, nos abandonan por vicios suyos.

LORENZO.- Será tu madre... Mucho debemos a una madre.

TEDIATO.- Aún menos que al padre. Nos engendran también por su gusto, tal vez por su incontinencia. Nos niegan el alimento de la leche, que Naturaleza las dio para este único y sagrado fin, nos vician con su mal ejemplo, nos sacrifican a sus intereses, nos hurtan las caricias que nos deben y las depositan en un perro o en un pájaro.

LORENZO.- ¿Algún hermano tuyo te fue tan unido que vienes a visitar los huesos?

TEDIATO.- ¿Qué hermano conocerá la fuerza de esta voz? Un año más de edad, algunas letras de diferencia en el nombre, igual esperanza de gozar un bien de dudoso derecho y otras cosas semejantes imprimen tal odio en los hermanos que parecen fieras de distintas especies y no frutos de un vientre mismo.

LORENZO.- Ya caigo en lo que puede ser: aquí yace sin duda algún hijo que se te moriría en lo más tierno de su edad.

TEDIATO.- ¡Hijos! ¡Sucesión! Éste que antes era tesoro con que Naturaleza regalaba a sus favorecidos, es hoy un azote con que no debiera castigar sino a los malvados. ¿Qué es un hijo? Sus primeros años..., un retrato horrendo de la miseria humana. Enfermedad, flaqueza, estupidez, molestia y asco... Los siguientes años..., un dechado de los vicios de los brutos, poseídos en más alto grado..., lujuria, gula, inobediencia... Más adelante, un pozo de horrores infernales..., ambición, soberbia, envidia, codicia, venganza, traición y malignidad; pasando de ahí... Ya no se mira el hombre como hermano de los otros, sino como a un ente supernumerario en el mundo. Créeme, Lorenzo, créeme. Tú sabrás cómo son los muertos, pues son el objeto de tu trato...; yo sé lo que son los vivos... Entre ellos me hallo con demasiada frecuencia... Éstos son..., no..., no hay otros; todos a cual peor... Yo sería peor que todos ellos si me hubiera dejado arrastrar de sus ejemplos.

LORENZO.- ¡Qué cuadro el que pintas!

TEDIATO.- La Naturaleza es el original; no adulo, pero tampoco la agravio. No te canses, Lorenzo. Nada significan esas voces que oyes de padre, madre, hermano, hijo y otras tales; y si significan el carácter que vemos en los que así se llaman, no quiero ser ni tener hijo, hermano, padre, madre, ni me quiero a mí mismo, pues algo he de ser de todo esto.

LORENZO.- No me queda que preguntarte más que una cosa; y es, a saber, si buscas el cadáver de algún amigo.

TEDIATO.- ¿Amigo? ¿Eh? ¿Amigo? ¡Qué necio eres!

LORENZO.- ¿Por qué?

TEDIATO.- Sí; necio eres, y mereces compasión, si crees que esa voz tenga el menor sentido. ¡Amigos! ¡Amistad! Esa virtud sola haría feliz a todo el género humano. Desdichados son los hombres desde el día que la desterraron o que ella los abandonó. Su falta es el origen de todas las turbulencias de la sociedad. Todos quieren parecer amigos; nadie lo es. En los hombres, la apariencia de la amistad es lo que en las mujeres el afeite y composturas. Belleza fingida y engañosa... Nieve que cubre un muladar... Darse las manos y rasgarse los corazones; ésta es la amistad que reina. No te canses; no busco el cadáver de persona alguna de los que puedes juzgar. Ya no es cadáver.

LORENZO.- Pues si no es cadáver, ¿qué buscas? Acaso tu intento sería hurtar las alhajas del templo, que se guardan en algún soterráneo, cuya puerta te se figura ser la losa que empiezo a levantar.

TEDIATO.- Tu inocencia te sirva de excusa. Queden en buena hora esas alhajas establecidas por la piedad y trabaja con más brío.

LORENZO.- Ayúdame; mete esotro pico por allí y haz fuerza conmigo.

TEDIATO.- ¿Así?

LORENZO.- Sí, de este modo. Ya va en buen estado.

TEDIATO.- ¿Quién me diría dos meses ha que me había de ver en este oficio? Pasáronse más aprisa que el sueño, dejándome tormento al despertar, desapareciéronse como humo que deja las llamas abajo y se pierde en el aire. ¿Qué haces, Lorenzo?

LORENZO.- ¡Qué olor! ¡Qué peste sale de la tumba! No puedo más.

TEDIATO.- No me dejes; no me dejes, amigo. Yo solo no soy capaz de mantener esta piedra.

LORENZO.- La abertura que forma ya da lugar para que salgan esos gusanos que se ven con la luz de mi farol.

TEDIATO.- ¡Ay, qué veo! Todo mi pie derecho está cubierto de ellos. ¡Cuánta miseria me anuncian! En éstos, ¡ay!, ¡en éstos se ha convertido tu carne! ¡De tus hermosos ojos se han engendrado estos vivientes asquerosos! ¡Tu pelo, que en lo fuerte de mi pasión llamé mil veces no sólo más rubio, sino más precioso que el oro, ha producido esta podre! ¡Tus blancas manos, tus labios amorosos se han vuelto materia y corrupción! ¡En qué estado estarán las tristes reliquias de tu cadáver! ¡A qué sentido no ofenderá la misma que fue el hechizo de todos ellos!

LORENZO.- Vuelvo a ayudarte, pero me vuelca ese vapor... Ahora empieza. Más, más, más; ¿qué lloras? No pueden ser sino lágrimas tuyas las gotas que me caen en las manos... ¡Sollozas! ¡No hablas! Respóndeme.

TEDIATO.- ¡Ay! ¡Ay!

LORENZO.- ¿Qué tienes? ¿Te desmayas?

TEDIATO.- No, Lorenzo.

LORENZO.- Pues habla. Ahora caigo en quién es la persona que se enterró aquí... ¿Eras pariente suyo? No dejes de trabajar por eso. La losa está casi vencida, y por poco que ayudes, la volcaremos, según vemos. Ahora, ahora, ¡ay!

TEDIATO.- Las fuerzas me faltan.

LORENZO.- Perdimos lo adelantado.

TEDIATO.- Ha vuelto a caer.

LORENZO.- Y el sol va saliendo, de modo que estamos en peligro de que vayan viniendo las gentes y nos vean.

TEDIATO.- Ya han saludado al Criador algunas campanas de los vecinos templos en el toque matutino. Sin duda lo habrán ya ejecutado los pájaros en los árboles con música más natural y más inocente y, por tanto, más digna. En fin, ya se habrá desvanecido la noche. Sólo mi corazón aún permanece cubierto de densas y espantosas tinieblas. Para mí nunca sale el sol. Las horas todas se pasan en igual oscuridad para mí. Cuantos objetos veo en lo que llaman día, son a mi vista fantasmas, visiones y sombras cuando menos...; algunos son furias infernales.

Razón tienes. Podrán sorprendernos. Esconde ese pico y ese azadón. No me faltes mañana a la misma hora y en el propio puesto. Tendrás menos miedo, menos tiempo se perderá. Vete, te voy siguiendo.

Objeto antiguo de mis delicias... ¡Hoy objeto de horror para cuantos te vean! Montón de huesos asquerosos... ¡En otros tiempos conjunto de gracias! ¡Oh tú, ahora imagen de lo que yo seré en breve! Pronto volveré a tu tumba, te llevaré a mi casa, descansarás en un lecho junto al mío; morirá mi cuerpo junto a ti, cadáver adorado, y expirando incendiaré mi domicilio, y tú y yo nos volveremos ceniza en medio de las de la casa.


José Cadalso
Noches lúgubres, 1772 -1773


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