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Introducción
(…)
La suerte quiso que, por
muerte de un conocido mío, cayese en mis manos un manuscrito cuyo título es: Cartas
escritas por un moro llamado Gazel Ben-Aly, a Ben-Beley, amigo suyo, sobre los
usos y costumbres de los españoles antiguos y modernos, con algunas respuestas
de Ben-Beley, y otras cartas relativas a éstas.
Acabó su vida mi amigo
antes que pudiese explicarme si eran efectivamente cartas escritas por el autor
que sonaba, como se podía inferir del estilo, o si era pasatiempo del difunto,
en cuya composición hubiese gastado los últimos años de su vida. Ambos casos
son posibles: el lector juzgará lo que piense más acertado, conociendo que si
estas Cartas son útiles o inútiles, malas o buenas, importa poco la calidad
del verdadero autor.
(…)
Estas cartas tratan del
carácter nacional, cual lo es en el día y cual lo ha sido. Para manejar esta
crítica al gusto de unos, sería preciso ajar la nación, llenarla de improperios
y no hallar en ella cosa alguna de mediano mérito. Para complacer a otros,
sería igualmente necesario alabar todo lo que nos ofrece el examen de su genio,
y ensalzar todo lo que en sí es reprensible. Cualquiera de estos dos sistemas
que se siguiese en las Cartas marruecas tendría gran número de
apasionados; y a costa de mal conceptuarse con unos, el autor se hubiera
congraciado con otros. Pero en la imparcialidad que reina en ellas, es
indispensable contraer el odio de ambas parcialidades. Es verdad que este justo
medio es el que debe procurar seguir un hombre que quiera hacer algún uso de su
razón; pero es también el de hacerse sospechoso a los preocupados de ambos
extremos. Por ejemplo, un español de los que llaman rancios irá perdiendo parte
de su gravedad, y casi casi llegará a sonreírse cuando lea alguna especie de
sátira contra el amor a la novedad; pero cuando llegue al párrafo siguiente y
vea que el autor de la carta alaba en la novedad alguna cosa útil, que no
conocieron los antiguos, tirará el libro al brasero y exclamará: «¡Jesús, María
y José, este hombre es traidor a su patria!». Por la contraria, cuando uno de
estos que se avergüenzan de haber nacido de este lado de los Pirineos vaya
leyendo un panegírico de muchas cosas buenas que podemos haber contraído de los
extranjeros, dará sin duda mil besos a tan agradables páginas; pero si tiene la
paciencia de leer pocos renglones más, y llega a alguna reflexión sobre lo
sensible que es la pérdida de alguna parte apreciable de nuestro antiguo
carácter, arrojará el libro a la chimenea y dirá a su ayuda de cámara: «Esto es
absurdo, ridículo, impertinente, abominable y pitoyable».
En consecuencia de esto,
si yo, pobre editor de esta crítica, me presento en cualquiera casa de una de
estas dos órdenes, aunque me reciban con algún buen modo, no podrán quitarme
que yo me diga, según las circunstancias: «En este instante están diciendo
entre sí: 'Este hombre es un mal español'; o bien: 'Este hombre es un
bárbaro'». Pero mi amor propio me consolará (como suele a otros en muchos
casos), y me diré a mí mismo: «Yo no soy más que un hombre de bien, que he dado
a luz un papel que me ha parecido muy imparcial, sobre el asunto más delicado
que hay en el mundo, cual es la crítica de una nación».
Carta XLIII
De Gazel a Nuño
La ciudad en que ahora
me hallo es la única de cuantas he visto que se parece a las de la antigua
España, cuya descripción me has hecho muchas veces. El color de los vestidos,
triste; las concurrencias, pocas; la división de los dos sexos, fielmente observada;
las mujeres, recogidas; los hombres, celosos; los viejos, sumamente graves; los
mozos, pendencieros, y todo lo restante del aparato me hace mirar mil veces al
calendario por ver si estamos efectivamente en el año que vosotros llamáis de
1768, o si es el de 1500, ó 1600 al sumo. Sus conversaciones son
correspondientes a sus costumbres. Aquí no se habla de los sucesos que hoy
vemos ni de las gentes que hoy viven, sino de los eventos que ya pasaron y
hombres que ya fueron. He llegado a dudar si por arte mágica me representa
algún encantador las generaciones anteriores. Si esto es así, ¡ojalá alcanzara
su ciencia a traerme a los ojos las edades futuras! Pero sin molestarme más en
este correo, y reservando el asunto para cuando nos veamos, te aseguro que admiro
como singular mérito en estos habitantes la reverencia que hacen continuamente
a las cenizas de sus padres. Es una especie de perpetuo agradecimiento a la
vida que de ellos han recibido. Pero, pues en esto puede haber exceso, como en
todas las prendas de los hombres, cuya naturaleza suele viciar hasta las
virtudes mismas, responde lo que te se ofrezca sobre este particular.
Carta XXVI
Del mismo al mismo (*)
Por la última tuya veo
cuán extraña te ha parecido la diversidad de las provincias que componen esta
monarquía. Después de haberlas visto hallo muy verdadero el informe que me
había dado Nuño de esta diversidad.
En efecto, los
cántabros, entendiendo por este nombre todos los que hablan el idioma vizcaíno,
son unos pueblos sencillos y de notoria probidad. Fueron los primeros marineros
de Europa, y han mantenido siempre la fama de excelentes hombres de mar. Su
país, aunque sumamente áspero, tiene una población numerosísima, que no parece
disminuirse con las continuas colonias que envía a la América. Aunque un
vizcaíno se ausente de su patria, siempre se halla en ella como encuentre con
paisanos suyos. Tienen entre sí tal unión, que la mayor recomendación que puede
uno tener para con otro es el mero hecho de ser vizcaíno, sin más diferencia
entre varios de ellos para alcanzar el favor del poderoso que la mayor o menor
inmediación de los lugares respectivos. El señorío de Vizcaya, Guipúzcoa, Álava
y el reino de Navarra tienen tal pacto entre sí, que algunos llaman estos
países las provincias unidas de España.
Los de Asturias y sus
montañas hacen sumo aprecio de su genealogía, y de la memoria de haber sido
aquel país el que produjo la reconquista de toda España con la expulsión de
nuestros abuelos. Su población, sobrada para la miseria y estrechez de la
tierra, hace que un número considerable de ellos se empleen continuamente en la
capital de España en la librea, que es la clase inferior de criados; de modo
que si yo fuese natural de este país y me hallase con coche en Madrid,
examinara con mucha madurez los papeles de mis cocheros y lacayos, por no tener
algún día la mortificación de ver a un primo mío echar cebada a mis mulas, o a
uno de mis tíos limpiarme los zapatos. Sin embargo de todo esto, varias
familias respetables de esta provincia se mantienen con el debido lustre; son
acreedoras a la mayor consideración, y producen continuamente oficiales del
mayor mérito en el ejército y marina.
Los gallegos, en medio
de la pobreza de su tierra, son robustos; se esparcen por la península a
emprender los trabajos más duros, para llevar a sus casas algún dinero físico a
costa de tan penosa industria. Sus soldados, aunque carecen de aquel lucido
exterior de otras naciones, son excelentes para la infantería por su
subordinación, dureza de cuerpo y hábito de sufrir incomodidades de hambre, sed
y cansancio.
Los castellanos son, de
todos los pueblos del mundo, los que merecen la primacía en línea de lealtad.
Cuando el ejército del primer rey de España de la casa de Francia quedó
arruinado en la batalla de Zaragoza, la sola provincia de Soria dio a su rey un
ejército nuevo con que salir a campaña, y fue el que ganó las victorias de
donde resultó la destrucción del ejército y bando austríaco. El ilustre
historiador que refiere las revoluciones del principio de este siglo, con todo
el rigor y verdad que pide la historia para distinguirse de la fábula, pondera
tanto la fidelidad de estos pueblos, que dice serán eternos en la memoria de
los reyes. Esta provincia aún conserva cierto orgullo nacido de su antigua
grandeza, que hoy no se conservaba sino en las ruinas de las ciudades y en la
honradez de sus habitantes.
Extremadura produjo los
conquistadores del nuevo mundo y ha continuado siendo madre de insignes
guerreros. Sus padres son poco afectos a las letras; pero los que entre ellos
las han cultivado no han tenido menos suceso que sus patriotas en las armas.
Los andaluces, nacidos y
criados en un país abundante, delicioso y ardiente, tienen fama de ser algo
arrogantes; pero si este defecto es verdadero, debe servirles de excusa su
clima, siendo tan notorio el influjo de lo físico sobre lo moral. Las ventajas
con que la naturaleza dotó aquellas provincias hacen que miren con desprecio la
pobreza de Galicia, la aspereza de Vizcaya y la sencillez de Castilla; pero
como quiera que todo esto sea, entre ellos ha habido hombres insignes que han
dado mucho honor a toda España; y en tiempos antiguos, los Trajanos, Sénecas y
otros semejantes, que pueden envanecer el país en que nacieron. La viveza,
astucia y atractivo de las andaluzas las hace incomparables. Te aseguro que una
de ellas sería bastante para llenar de confusión el imperio de Marruecos, de
modo que todos nos matásemos unos a otros.
Los murcianos participan
del carácter de los andaluces y valencianos. Estos últimos están tenidos por
hombres de sobrada ligereza, atribuyéndose este defecto al clima y suelo,
pretendiendo algunos que hasta en los mismos alimentos falta aquel jugo que se
halla en los de los otros países. Mi imparcialidad no me permite someterme a
esta preocupación, por general que sea; antes debo observar que los valencianos
de este siglo son los españoles que más progresos hacen en las ciencias
positivas y lenguas muertas.
Los catalanes son los
pueblos más industriosos de España. Manufacturas, pescas, navegación, comercio
y asientos son cosas apenas conocidas por los demás pueblos de la península
respecto de los de Cataluña. No sólo son útiles en la paz, sino del mayor uso
en la guerra. Fundición de cañones, fábrica de armas, vestuario y montura para
ejército, conducción de artillería, municiones y víveres, formación de tropas
ligeras de excelente calidad, todo esto sale de Cataluña. Los campos se
cultivan, la población se aumenta, los caudales crecen y, en suma, parece estar
aquella nación a mil leguas de la gallega, andaluza y castellana. Pero sus
genios son poco tratables, únicamente dedicados a su propia ganancia e interés.
Algunos los llaman los holandeses de España. Mi amigo Nuño me dice que esta
provincia florecerá mientras no se introduzca en ella el lujo personal y la
manía de ennoblecer los artesanos: dos vicios que se oponen al genio que hasta
ahora les ha enriquecido.
Los aragoneses son
hombres de valor y espíritu, honrados, tenaces en su dictamen, amantes de su
provincia y notablemente preocupados a favor de sus paisanos. En otros tiempos
cultivaron con suceso las ciencias, y manejaron con mucha gloria las armas
contra los franceses en Nápoles y contra nuestros abuelos en España. Su país,
como todo lo restante de la península, fue sumamente poblado en la antigüedad,
y tanto, que es común tradición entre ellos, y aun lo creo punto de su
historia, que en las bodas de uno de sus reyes entraron en Zaragoza diez mil
infanzones con un criado cada uno, montando los veinte mil otros tantos
caballos de la tierra.
Por causa de los muchos
siglos que todos estos pueblos estuvieron divididos, guerrearon unos con otros,
hablaron distintas lenguas, se gobernaron por diferentes leyes, llevaron
diversos trajes y, en fin, fueron naciones separadas, se mantuvieron entre
ellos ciertos odios que, sin duda, han minorado y aun llegado a aniquilarse,
pero aún se mantiene cierto desapego entre los de provincias lejanas; y si éste
puede dañar en tiempo de paz, porque es obstáculo considerable para la perfecta
unión, puede ser muy ventajoso en tiempo de guerra por la mutua emulación de
unos con otros. Un regimiento todo aragonés no miraría con frialdad la gloria
adquirida por una tropa toda castellana, y un navío tripulado de vizcaínos no
se rendiría al enemigo mientras se defienda uno lleno de catalanes.
José Cadalso
Cartas Marruecas, 1793
(*) Gazel a Ben-Beley
______
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Biblioteca Virtual Miguel Cervantes
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