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LA SOLEDAD Y LA GRANDEZA DE COSTA (Miguel de Unamuno)

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El mendigo (Jules Bastien-Lepage)

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Se ha hablado de la soledad en que vivió Joaquín Costa casi toda su vida, y sobre todo los últimos años de ella, cuando parecía estar más acompañado y era sólo triste apariencia, y de la soledad en que murió.  Podría añadirse la soledad en que sobrevive, porque hay también una soledad de sobrevivencia que no es, ¡claro está!, el olvido, sino la soledad en el recuerdo.
De esa soledad de Costa se ha culpado al carácter de éste por los que creyeron conocerle, y así es la verdad.  Costa no vivió solo ni por sus doctrinas ni por su manera de exponerlas y defenderlas, ¡no!, sino por su carácter, por su conducta.
Achacábanle el ser soberbio, y es achaque en que incurre aquí casi todo el que no tiene alma de mendigo. Lo que no quiere decir que no lo sean muchos de nuestros mendigos.  Es más; el tipo del mendigo arrogante, del mendigo ingrato, que dijo León Bloy, es frecuentísimo entre nosotros, y tiene rancio y castizo abolengo en nuestra tradición picaresca.
Costa tuvo la más preciosa y más rara sabiduría, que es la de saber ser pobre.  Y sólo el hombre o el pueblo que sabe ser pobre puede aprender luego, cuando se enriquezca, a ser rico.  Si hay tanto pobre enriquecido, tanto piojo resucitado que no sabe ser rico, es que cuando era pobre no supo serlo.  Y saber ser pobre es la más alta, y más honda, y más íntima sabiduría.  Costa supo ser pobre; es decir, fue pobre sin mendiguez, sin pordiosería.
Y no se mendiga sólo dinero, fortuna económica; se mendiga mucho más.  Se mendiga honores, distinciones, fama, poderío político, pompas y vanidades de toda clase. Como un pobre mostrando el gangrenoso muñón de un brazo o una escuálida criatura mendiga una perra chica, hay rico que, mostrando parte de su riqueza, mendiga un título o una condecoración.  Esto es de clavo pasado, trivialísimo.  Pero por lo mismo hay que repetirlo.
Y es en la vida política donde más se despliega entre nosotros la mendicidad.  Nuestra política, y lo mismo nuestra república de las letras, las artes y las ciencias –o sea la feria de las vanidades-, está plagada de mendigos. ¡Y no muy ambiciosos, no! Hay pordioseros de esos que se contentan con una perra chica, es decir, con que le hagan ministro, o académico, o excelencia de cualquier laya.
Costa no formó en la Corte de los Milagros, en el cotarro de mendigos donde se cambian los bombos y los palos, y cuyo lema es: “hoy por ti y mañana por mí” y su aforismo el de “todos somos uno”.  Fue de aquellos de quienes se dice que gustan de arar solos, y no porque no aren en el mismo campo que los demás, para la misma mies y en concierto con los otro ardores, sino porque no doblan la cerviz al yugo y quieren arar como labrador que lleva la mancera, y no como buey que tira del timón; a lo humano, y no a lo boyuno.
A aquel hombre tan hombre le hastiaba la mendicidad de todas clases.  Y hay que mendigar más o menso, creen muchos, hasta por buena educación.  El que en un país de mendigos no mendiga, aunque sólo sea por fórmula, parece como que quiere afrentar a los otros y es, por tanto, un pedante o un soberbio.
En cierta ocasión se me acercó un joven pidiéndome le recomendase a algunos de los vocales de cierto tribunal de oposiciones, y le dije que habría de ser inútil y que eso no sirve para nada.  “Se equivoca usted –me contestó-. Yo no creo que su recomendación me ponga en mejores condiciones que mis coopositores, pero me iguala a ellos.  Si voy huérfano de valedores, sin recomendación alguna, no dirán que no hay quien me conozca y abone por mí, sino que soy un soberbio y un petulante que voy fiado nada más que en mi valer, o dirán que no llevo interés.  Además, hay allí quien sabe que estoy con usted relacionado y… usted me entiende.”  Le entendí, en efecto; me dio vergüenza lo que decía, pero comprendiendo que llevaba razón.
Y he visto otra vez, en elecciones, verbigracia, que alguien ha dicho: “Yo estoy desde luego, dispuesto a votar a ese señor; pero si me pide él mismo el voto; si no, no. Si no me lo pide votaré en blanco o al otro, y eso que el otro es contrario a mí en ideas”.  Es obligarle al candidato a que haga de pordiosero.  Y no está del todo mal, en cierto triste sentido, pues ¿qué es de ordinario un candidato cualquiera a un cargo público sino un candidato a pordiosero?  Que empiece, pues, a pordiosear.
Hay que mendigar, digo, por buena educación, para no distinguirse y señalarse, porque los que se pasan de avisados dicen que el no mendigar en ciertos casos es otra forma de mendicidad.  Y el último fondo de de esta lamentable filosofía picaresca es que nadie se hace a sí, sino que se le hacen otros, que todos somos unos.  Lo que alguien llamó la democracia frailuna española, la igualdad de un convento de mendicantes. Cada uno de nosotros, los mendigos españoles, vale tanto como cualquier otro mendigo español; y todos juntos valemos más que él, por grande que sea.
Se ha hablado de la soberbia de Costa, y la soberbia era y es la de todos los que le rodeaban; la soberbia es la de todos los mendigos de este convento de mendicantes que se llama España.  Soberbia que, cuando es colectiva, aún más que cuando es individual, fácilmente se transforma en otro de los pecados capitales, en el que acaso más estragos hace en España.
Eso de la mendicidad es horrible; se mendiga todo, y no menos que otras cosas se mendiga holganza.  Conocida es la épica contestación de aquel pordiosero a quien le ofrecieron trabajo y contestó con altanería: “Yo no pido trabajo; yo pido dinero”. Y hay muchos de su escuela, aunque vergonzantes, que piden trabajo no más que como achaque para cobrar dinero, y después que obtienen uno con otro mendigan el que se les exima de aquél, dejándoles, ¡claro está!, con este.
Y en la misma forma se mendiga también, entre otras cosas, el Poder, y no ya porque sea lucrativo, sino por pura pompa y vanidad y afán de viso, y no para hacer nada desde él, que esto es molesto.  Que el español, por no tomarse la molestia de mandar, deja que hagan lo que mejor les venga en gana aquéllos que de su mando dependen.  La cosa no es regir, sino sentarse en la silla cabecera del regimiento.
Fue Costa quien recordó más de una vez aquel célebre verso del venerable Poema del Cid:
“¡o que buen vassallo si oviesse buen señor!”
Aplicándolo al pueblo español.  Pero es lo triste que de la misma madera se hacen el señor y el vasallo, y que si el vasallo tiene alma de mendigo, no menos –creo que mucho más- la tiene el señor.  Mendigo el que pide por las calles y por los caminos reales limosna; y mendigo, no menos mendigo que él, el que se la da.  ¡Hasta el Cielo, hasta la gloria eterna, hasta la posesión de Dios no la buscamos con el trabajo ni la pedimos con dignidad, sino que la mendigamos!
¡No había de vivir solo Costa!...
(Publicado en
Los Lunes de El Imparcial,
Madrid, 10 de febrero de 1913)




Miguel de Unamuno
Libros y autores españoles contemporáneosColección Austral, Espasa Calpe, 1972




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