El mendigo (Jules Bastien-Lepage) |
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Se ha hablado de la
soledad en que vivió Joaquín Costa casi toda su vida, y sobre todo los últimos
años de ella, cuando parecía estar más acompañado y era sólo triste apariencia,
y de la soledad en que murió. Podría
añadirse la soledad en que sobrevive, porque hay también una soledad de
sobrevivencia que no es, ¡claro está!, el olvido, sino la soledad en el
recuerdo.
De esa soledad de Costa
se ha culpado al carácter de éste por los que creyeron conocerle, y así es la
verdad. Costa no vivió solo ni por sus
doctrinas ni por su manera de exponerlas y defenderlas, ¡no!, sino por su
carácter, por su conducta.
Achacábanle el ser
soberbio, y es achaque en que incurre aquí casi todo el que no tiene alma de
mendigo. Lo que no quiere decir que no lo sean muchos de nuestros
mendigos. Es más; el tipo del mendigo
arrogante, del mendigo ingrato, que dijo León Bloy, es frecuentísimo entre
nosotros, y tiene rancio y castizo abolengo en nuestra tradición picaresca.
Costa tuvo la más
preciosa y más rara sabiduría, que es la de saber ser pobre. Y sólo el hombre o el pueblo que sabe ser
pobre puede aprender luego, cuando se enriquezca, a ser rico. Si hay tanto pobre enriquecido, tanto piojo
resucitado que no sabe ser rico, es que cuando era pobre no supo serlo. Y saber ser pobre es la más alta, y más
honda, y más íntima sabiduría. Costa
supo ser pobre; es decir, fue pobre sin mendiguez, sin pordiosería.
Y no se mendiga sólo
dinero, fortuna económica; se mendiga mucho más. Se mendiga honores, distinciones, fama,
poderío político, pompas y vanidades de toda clase. Como un pobre mostrando el gangrenoso
muñón de un brazo o una escuálida criatura mendiga una perra chica, hay rico
que, mostrando parte de su riqueza, mendiga un título o una condecoración. Esto es de clavo pasado, trivialísimo. Pero por lo mismo hay que repetirlo.
Y es en la vida política
donde más se despliega entre nosotros la mendicidad. Nuestra política, y lo mismo nuestra
república de las letras, las artes y las ciencias –o sea la feria de las
vanidades-, está plagada de mendigos. ¡Y no muy ambiciosos, no! Hay pordioseros
de esos que se contentan con una perra chica, es decir, con que le hagan
ministro, o académico, o excelencia de cualquier laya.
Costa no formó en la
Corte de los Milagros, en el cotarro de mendigos donde se cambian los bombos y
los palos, y cuyo lema es: “hoy por ti y mañana por mí” y su aforismo el de “todos
somos uno”. Fue de aquellos de quienes
se dice que gustan de arar solos, y no porque no aren en el mismo campo que los
demás, para la misma mies y en concierto con los otro ardores, sino porque no
doblan la cerviz al yugo y quieren arar como labrador que lleva la mancera, y
no como buey que tira del timón; a lo humano, y no a lo boyuno.
A aquel hombre tan
hombre le hastiaba la mendicidad de todas clases. Y hay que mendigar más o menso, creen muchos,
hasta por buena educación. El que en un
país de mendigos no mendiga, aunque sólo sea por fórmula, parece como que
quiere afrentar a los otros y es, por tanto, un pedante o un soberbio.
En cierta ocasión se me
acercó un joven pidiéndome le recomendase a algunos de los vocales de cierto
tribunal de oposiciones, y le dije que habría de ser inútil y que eso no sirve
para nada. “Se equivoca usted –me contestó-.
Yo no creo que su recomendación me ponga en mejores condiciones que mis
coopositores, pero me iguala a ellos. Si
voy huérfano de valedores, sin recomendación alguna, no dirán que no hay quien
me conozca y abone por mí, sino que soy un soberbio y un petulante que voy
fiado nada más que en mi valer, o dirán que no llevo interés. Además, hay allí quien sabe que estoy con
usted relacionado y… usted me entiende.”
Le entendí, en efecto; me dio vergüenza lo que decía, pero comprendiendo
que llevaba razón.
Y he visto otra vez, en
elecciones, verbigracia, que alguien ha dicho: “Yo estoy desde luego, dispuesto
a votar a ese señor; pero si me pide él mismo el voto; si no, no. Si no me lo
pide votaré en blanco o al otro, y eso que el otro es contrario a mí en ideas”. Es obligarle al candidato a que haga de
pordiosero. Y no está del todo mal, en
cierto triste sentido, pues ¿qué es de ordinario un candidato cualquiera a un
cargo público sino un candidato a pordiosero?
Que empiece, pues, a pordiosear.
Hay que mendigar, digo,
por buena educación, para no distinguirse y señalarse, porque los que se pasan
de avisados dicen que el no mendigar en ciertos casos es otra forma de
mendicidad. Y el último fondo de de esta
lamentable filosofía picaresca es que nadie se hace a sí, sino que se le hacen
otros, que todos somos unos. Lo que
alguien llamó la democracia frailuna española, la igualdad de un convento de
mendicantes. Cada uno de nosotros, los mendigos españoles, vale tanto como
cualquier otro mendigo español; y todos juntos valemos más que él, por grande
que sea.
Se ha hablado de la
soberbia de Costa, y la soberbia era y es la de todos los que le rodeaban; la
soberbia es la de todos los mendigos de este convento de mendicantes que se
llama España. Soberbia que, cuando es
colectiva, aún más que cuando es individual, fácilmente se transforma en otro
de los pecados capitales, en el que acaso más estragos hace en España.
Eso de la mendicidad es
horrible; se mendiga todo, y no menos que otras cosas se mendiga holganza. Conocida es la épica contestación de aquel
pordiosero a quien le ofrecieron trabajo y contestó con altanería: “Yo no pido
trabajo; yo pido dinero”. Y hay muchos de su escuela, aunque vergonzantes, que
piden trabajo no más que como achaque para cobrar dinero, y después que
obtienen uno con otro mendigan el que se les exima de aquél, dejándoles, ¡claro
está!, con este.
Y en la misma forma se
mendiga también, entre otras cosas, el Poder, y no ya porque sea lucrativo,
sino por pura pompa y vanidad y afán de viso, y no para hacer nada desde él,
que esto es molesto. Que el español, por
no tomarse la molestia de mandar, deja que hagan lo que mejor les venga en gana
aquéllos que de su mando dependen. La
cosa no es regir, sino sentarse en la silla cabecera del regimiento.
Fue Costa quien recordó
más de una vez aquel célebre verso del venerable Poema del Cid:
“¡o que
buen vassallo si oviesse buen señor!”
Aplicándolo al pueblo
español. Pero es lo triste que de la
misma madera se hacen el señor y el vasallo, y que si el vasallo tiene alma de
mendigo, no menos –creo que mucho más- la tiene el señor. Mendigo el que pide por las calles y por los
caminos reales limosna; y mendigo, no menos mendigo que él, el que se la
da. ¡Hasta el Cielo, hasta la gloria
eterna, hasta la posesión de Dios no la buscamos con el trabajo ni la pedimos
con dignidad, sino que la mendigamos!
¡No había de vivir solo
Costa!...
(Publicado en
Los Lunes de El
Imparcial,
Madrid, 10 de febrero de
1913)
Miguel de Unamuno
Libros y autores españoles contemporáneosColección Austral, Espasa Calpe, 1972
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