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JOSÉ MARTÍ, FRANCISCO DE GOYA Y LA PINTURA ESPAÑOLA DEL XIX (David Leyva González)

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Placa en la casa que vivió José Martí en Zaragoza (España),
calle de la Manitestación, núm. 13, esquina con la calle de la Virgen


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Cuando José Martí llega deportado a España en 1871, debe de haber tenido en su mente dos objetivos personales, uno inmediato y otro a largo plazo. El inmediato era terminar de dar vida a un texto de denuncias sobre lo que viera y padeciera en el presidio, mientras que el segundo, era dar continuidad a su educación que había quedado trunca con su detención a los dieciséis años.

Si Nueva York fuera para Martí, nueve años después de esta fecha, una ciudad ideal para su oficio intelectual, al ser ella, puente precioso entre Europa y las Américas, España será, por su parte, el Alma Mater idónea para la formación artística de Martí, más por el diálogo que establece él con la cultura española que por el sistema de enseñanza en que se insertara.

En ese diálogo intercultural Martí logra jugosos conocimientos de pintura. España cuenta con genios pictóricos de todas las épocas, además de museos y escuelas representativas, tal es el caso de El Prado y la Academia de San Fernando, lugares que el cubano visitó y cuyas obras fueron estudiadas por él, según nos confirman los apuntes que han llegado hasta nuestros días. 




No olvidemos que para 1880 Martí se asienta en la que se convertiría dentro de pocos años en la capital artística del arte moderno: Nueva York; pero su preparación plástica viene de una de las regiones más prolíferas de genios de la pintura: España. De esos maestros españoles hay uno de íntima admiración para Martí, y que siempre despertara su atención en sus períodos ibéricos: Francisco de Goya y Lucientes. Este genio español, que en su etapa creativa más longeva constituyera un arco de triunfo para la pintura moderna, fue basamento estético de José Martí, que a su vez es considerado, uno de los principales arcos de triunfo de la literatura modernista en Hispanoamérica.

Los manuscritos indican que el gran estudio de la pintura de Goya lo realiza Martí en su segunda deportación a España a finales del año 1879. En su primer exilio, no hay notas que develen un análisis de la obra del pintor aragonés. Sin embargo, en aquellos años de 1871 a 1873 en Madrid, antes de pasar a Zaragoza, residió curiosamente en la calle que Goya eligió para publicar Los Caprichos, la calle Desengaño. El recién llegado vivía en Desengaño 10 y la venta de los grabados fue en Desengaño 37. Según el estudioso del pintor Lion Feuchtwanger, Goya se deslumbró por el ambiente y nombre de la calle “porque la palabra desengaño significaba dos cosas: desilusión, desencanto y decepción, pero también escarmiento, intrusión y comprensión. La calle del Desengaño era la más adecuada para Los Caprichos” y para dar forma última a El presidio político en Cuba, páginas también de desilusión, desencanto y decepción de la España Liberal que no aceptaba, bajo ningún concepto, la misma libertad de derechos para sus colonias. El presidio... es de los textos más grotescos escritos por el Apóstol y tan fuertes de crítica como los caprichos satíricos.

Pero, para mayor coincidencia, Martí termina su formación académica en Zaragoza, capital de la comunidad autónoma de Aragón, tierra de Francisco de Goya. En carta bien conocida del 19 de Febrero de 1888 a Enrique Estrázulas, le confiesa que él había visto —al parecer se refiere a su primer exilio en España— un cuaderno de dibujos a lápiz rojo del Goya niño:

(...) Goya, que hacía cabezas con lápiz rojo a lo Rafael, que he visto en su cartera de niño en Aragón; y luego hizo sus cucuruchos de obispos y sus cabezas sin ojos, y una maja que todavía no me he podido sacar del corazón. Es de mis maestros, y de los pocos pintores padres. 


De seguir en la cuerda de las coincidencias, vemos como Martí, además de vivir en la calle de Los Caprichos y fijar su estancia en tierra goyesca (Aragón), recibe sus únicas clases conocidas de pintura en la propia Zaragoza donde Goya se hiciera pintor. El entonces joven toma las lecciones de manos del artista Gonzalvo, que según Guillermo Díaz-Plaja, era el padre de la zaragozana Blanca, el amor más conocido de los años españoles de Martí, y pintor de mérito pues, en uno de sus artículos al Partido Liberal de México, lo utiliza de paradigma para los temas españoles que se realizaban para 1888 en los Estados Unidos. Las bases de la técnica - pictórica que conocía fueron aprendidas en la tierra de los principales pintores españoles del siglo XVIII; dígase los académicos hermanos Bayeau y el genio pictórico Francisco de Goya.
Si nos remitimos nuevamente a la carta a Estrázulas, podemos afirmar que Martí vio con detenimiento aquella cartera de dibujos de Goya, y por las imágenes que comenta, analizó los cuadros, que en el siglo XIX, se encontraban en la Academia de San Fernando, de la cual Goya fue presidente, y luego de su sordera permanente, paso a ser, presidente vitalicio: Los cucuruchos de obispo y cabezas sin ojos son imágenes referidas a los cuadros de Autos de Fe de la Inquisición, y la maja que no se puede sacar del corazón, es la maja desnuda, que junto a la vestida, no habían sido trasladadas al Museo del Prado.

Hay referencias martianas sobre los cartones que hace Goya para la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara, sobre los grabados que hiciera el pintor sobre la ocupación francesa y existen breves comentarios sobre otros lienzos que están en el Museo del Prado; aunque en el año 1879 se conoce por sus apuntes que sólo visitó el museo principal de Madrid para observar cuadros de pintores contemporáneos, apuntes que llama, luego de los realizados sólo para Goya en la Academia de San Fernando, como «Notas sin orden tomadas sobre la rodilla, al pie de los cuadros. –Rapidísima visita al Salón de “Autores Contemporáneos”. –Museo de Madrid». Sin embargo, del Prado vio Martí el cuadro más famoso de Goya, y junto al lienzo del Tres de Mayo, una de las grandes apertura para lo que sería luego la pintura romántica: “...aquel maravilloso museo henchido de joyas, el Museo del Prado, en que Los Borrachos de Velázquez compiten con El Pasmo de Rafael, y el Dos de Mayo del magnífico Goya, con la Concepción alada de Murillo.”

Es conocido que Las Pinturas Negras pasaron a lienzos en 1873. Martí ese año partía a Zaragoza, y no hay registro de que las haya visitado a la Quinta del Sordo, donde estaban originalmente en las paredes. Como en el año 1879, solo hace un estudio de Goya en la Academia de San Fernando y pasa como dice en “visita rapidísima” por el Prado, solo para ver los autores contemporáneos, podemos suponer que las pinturas más renovadoras del genio español, junto a los Caprichos, no están comentadas por Martí; y si hay comentarios de ellas, no han llegado a nuestros días. La transgresión pictórica de Goya, su arte de ruptura y más grotesca, la siente Martí en cuadros menores: Lo que devela el ojo aguzador, y la sensibilidad artística de nuestro cubano universal. Así dice con suprema seguridad para La Nación en 1886:

De Velázquez y Goya vienen todos –esos dos españoles gigantescos: Velázquez creó de nuevo los hombres olvidados; Goya, que dibujaba cuando niño con toda la dulcedumbre de Rafael, bajó envuelto en una capa oscura a las entrañas del mundo humano y con los colores de ellas contó el viaje a su vuelta. – Velázquez fue el naturalista: Goya fue el impresionista: Goya ha hecho con unas manchas rojas y parduscas una Casa de Locos y un Juicio de la Inquisición que dan fríos mortales: allí están, como sangriento y eterno retrato del hombre, el esqueleto de la vanidad y la maldad profundas. Por los ojos redondos de aquellos encapuchados se ven las escaleras que bajan al infierno. Vio la corte, el amor y la guerra y pintó naturalmente la muerte.

Las notas de modernista alabanza sobre la pintura de Goya, que hiciera el ya crítico de arte de veintiséis años, fueron descubiertas en 1928 por Gonzalo de Quesada y Miranda, hijo del biógrafo y albacea de Martí. En carta a Emilio Roig de Leuchsenring, el hijo de Quesada y Aróstegui le comenta al entonces Comisionado intermunicipal de La Habana del hallazgo y de los valiosos apuntes de los cuadros de Goya que estaban en la Academia de San Fernando para 1879.

Cuánta pasión y agudeza crítica devela este análisis a la pintura del maestro español. Si notamos la impresión que produce en Martí aquellos lienzos, si percibimos la peculiar manera de entender el arte del aragonés, y la identificación que siente por la figura del pintor, y si finalmente, nos convencemos de la forma libre y sincera en que están redactados los apuntes, caeremos entonces en la observación de que estas notas de 1879 son, a la vez que crítica de arte, propuesta estética de un discípulo escritor que bebe la savia de “uno de los pocos pintores padres” de la historia del arte.

Como si fuera uno de los tantos copistas que marcha a los museos a rayar sus propios cuadernos, a partir de los grandes pintores, va Martí a la Academia de San Fernando para hacer sus dibujos de palabras. Primero se detiene en las majas, en especial la desnuda que es cuadro paralizador. “Voluptuosidad sin erotismo”, escribe de él. Extraña paradoja esta. Pocos se atreven a dudar, que detrás de esta Venus, aparece como modelo, la primera propietaria de los lienzos: la duquesa de Alba. La mujer que hizo rabiar de envidia a la propia María Luisa de Parma, esposa de Carlos IV, ambos reyes de España.

La duquesa fue, además, amante del pintor. Entre ambos hubo una pasión que se extralimitó y tomó el matiz de obsesión para Goya. De hecho, sus biógrafos coinciden que la relación con la de Alba, aceleró profusamente la sordera definitiva que padeció. El paraíso que tuvo Goya al ser correspondido por el amor de una de las mujeres más bellas del siglo XVIII español se contrapone, a un mismo tiempo, con la cruenta intriga de corte que significaba esa relación, unido a la muerte de su hija más querida y de su esposa, Josefa Bayeau, hermana del famoso pintor neoclásico.

El que pintó aquel cuerpo era hombre curado de cualquier mal, testigo de lo más siniestro y bello del ser humano. “Goya, vencedor de toda dificultad” —especifica Martí— y hay en esa declaración, un matiz estoico que une a Prometeo y a Sísifo, una condición artística que es raíz gruesa de la estética martiana: el sufrimiento, y el enfrentamiento al propio sufrimiento mediante la creación; es romántica fuerza para forjar la obra de arte.

El longevo Goya, sobreviviente de la ocupación francesa, sabe impregnar de significados a aquel que se enfrente a su arte, por la sencilla razón, que aparejada a la técnica adquirida en el estudio de los grandes maestros, que para él son Rembrandt y Velázquez, es capaz de mostrar en su obra, en sus aguafuertes y pinturas de ensueño, el sufrimiento que trae, a un mismo tiempo, pesadumbre y fuerza para seguir adelante. Muestra Goya la pasión de su vida intensa que conoce hasta el tuétano lo que expresa: la faz de la alta cultura, encarnada en la nobleza, y la faz del pueblo, que es casi igual que decir los majos españoles del siglo XVIII, dignos herederos de los pícaros del siglo XVI y XVII. Los monstruos de Goya tienen un basamento real tan fuerte, y tanto ímpetu devela la forma novedosa de cómo los pintó, que emerge el genio de lo deforme, la belleza se muestra en lo feo; y hasta su pintura negra más descarnada y cruel, llega en veloz y sencillo viaje a las fibras del corazón.

En Goya ve Martí el apasionamiento a la mujer, lo que nos atrae, abraza, quema y alivia del ser femenino: el culto a la mujer tan caro al Apóstol cubano. Distingue, además, la ceja morisca de la maja, y he ahí otro valor artístico: el ver lo universal en lo autóctono. Toma Goya un asunto conocido como el de la Venus y le da “matiz andaluz”; lo mismo que el escritor que narra los grandes temas del hombre en su contexto nativo o el compositor musical, que aun en la orquestación más culta, coloca algún ritmo o instrumento de la cultura popular de la tierra madre.

Si Francisco de Goya y Lucientes puede ser grotesco en sus lienzos y grabados, lo contrapesa el hecho de haber sido gran retratista de lo bello. Su dominio en los cartones para tapices le hicieron creador detallista. Así como pintó la alegría de los juegos, así como retrató a la mujer en sus mejores tocados, así también mereció soltar los presupuestos académicos, dejar la línea neoclásica, cargar con colores oscuros, rojo de sangre, angustia de alma, y bajar, con todo ello, a lo más deforme y oculto del hombre. 


La Tirana
(Francisco de Goya, 1799)

Prueba de su culto a la belleza, es la disección perfecta y meticulosa que logra en el retrato a la actriz sevillana María del Rosario Fernández: La Tirana. El fino realismo del ropaje necesita de un contraste para realzar el valor de lo pintado. Y he aquí otro triunfo artístico que percibe Martí en el maestro: la fuerza que da el contraste y la ambivalencia, por sutil que estos sean, a la obra de arte.
En el retrato a La Tirana, el genio hace que la visión se abra en dos y luche por dos motivos. Debate interno del ojo, que se fuerza por observar, a un mismo tiempo, el resplandor de su vestido y el resplandor de su mirada, la belleza del tocado y el enigma de su expresión, y en aquellos ojos de La Tirana, infinidad de matices percibe el dibujante de palabras:

De esos ojos –impresión real– tan pronto brotan efluvios amorosos, enloquecedoras miradas, dulcísimas promesas, raudales de calientes besos, como robando suavidad a la fisonomía, con esa extraña rudeza que da a las mujeres la cólera, chispeante y relampagueante, a modo de quien se irrita de que la miren y la copien.


Pero no hay fuerza mayor en los contrastes, que aquellos que se hacen con maestría entre polos bien distantes y contrarios; tal es el caso, de unir en un punto lo extravagante y lo hermoso, lo bizarro y lo serio, lo maligno y lo honrado, y todo, bajo una forma que es y no es, un pensamiento oculto en la expresión llana, en fin, el manejo preciso de la sátira y el uso no siempre alcanzado de la fina ironía: elegante manera de esconder el golpe y la denuncia.

Goya hace de la ironía su más alta forma artística en el lienzo a tamaño natural de La familia de Carlos IV (1800, Museo del Prado, Madrid). En ese cuadro resume el más sutil contraste desde el más puro naturalismo a lo Velázquez, al lograr que a la par del encaje, estén las arrugas sin idealizaciones, y alrededor de la majestuosidad y la pompa, se descubra lo que serían de las más solapadas y encubiertas caricaturas de la historia del arte: rostros que develen, en medio de la más bella luz y hermosura de colores, el egoísmo, la malignidad y estulticia de la realeza española. Y a la sombra del grupo de los trece retratados, aparece el autorretrato del propio creador, testigo distanciado de la cruel belleza de la vida.

Ante obra de arte tan cuidada, los reyes mismos disimulan la sospecha, no hay una caricatura explícita y sin embargo se entrevé que existe. A pesar que este cuadro no estaba en la Academia de San Fernando, Martí, por otros lienzos, y no exactamente en estos apuntes, descubre en Goya, un modelo de sátira que le es afín, y que utilizará con esmero en sus Escenas Norteamericanas: “la pintura no tolera lo caricaturesco. La sátira puede usarse con buen provecho, como lo han hecho Kaulbach, Goya y Zamacois; pero sátira y no mofa inútil”.

Hablamos, en el lienzo de La familia de Carlos IV, del autorretrato en la sombra, ya que es Goya, gran pintor de autorretratos, uno de ellos, que está en San Fernando, atrae a Martí. Se trata del cuadro en que el aragonés se muestra con sesenta y nueve años. En este mirarse a través de los años, de diversas formas y en diferentes circunstancias, hay un valor estético. Goya se pinta, sea en su estudio, sea en un retrato de grupo, sea con un sombrero de copa de donde saldrán sus caprichos como un mago, sea en la vejez, con mirada de haber recopilado gran cúmulo de vivencias, de pesares y dichas.

Autorretrato (Goya, 1795)

El arte en general implica un continuo autorretrato incompleto e incosificable, una constante mirada a uno mismo a través de lo creado. A pesar que el escritor no puede atrapar la totalidad de su yo en la imagen y voz de un personaje o un narrador, si hay peso autobiográfico, y como tal, peso de autorretrato, en parte de la obra escrita. Las formas del autorretrato y del retrato, que son modos de expresión cumbres de la pintura, tienen gran valor en la escritura, en especial la de Martí, que es escritura pictórica y que tiene en Goya un gran referente. Incluso el propio autorretrato de Goya, le sirve al cubano para hacer, en cuaderno de notas (que equivale a cuaderno de bocetos) su propio dibujo del gran pintor español:

(...) plegada boca, hondos hoyuelos, ojos cuya bóveda resalta, y cuya mirada sorprende. Acá en la abierta frente, golpe enérgico, y a la par suave, de luz, - por entre ella flotan esos menudos cabellos que nacen a la raíz. En el resto del rostro, vigoroso tono rosado, diestramente no interrumpido, sino mezclado en la sombra.


Martí, cuando mozo de trece años, deja de traducir Hamlet porque topa que Shakespeare habla de ratones y da vida a escena tan grotesca como la de los sepultureros. En su juvenil culto de lo bello no puede entender que genio elevado hable de motivos bajos. Sin embargo, años después, luego de haber bajado, con todo el genuino romanticismo que requiere el acto, al infierno en vida de El presidio político en Cuba, y de llevar por dentro la cruenta belleza de los Evangelios y del Infierno de Dante, está en condiciones de sentir lo grotesco en el arte, tanto desde la cercanía a la risa como en Rabelais y Cervantes, tanto desde la seriedad espiritual como la obra de Dostoievski.

Es Goya, entonces, una de las piedras bases del grotesco martiano. Estudiando sus cuadros en la Academia de San Fernando, arriba el cubano, sin profesor de estética que le guíe, a las características esenciales del recurso y a su impulso renovador: pues lo grotesco, tanto formal o esencialmente, ha sido protagonista de la ruptura con el arte neoclásico y académico en todas las épocas. 

Primero que nada ve la incompletez de la pincelada de los cuadros vanguardistas de Goya; para reflejar la idea no hay que hacer remilgos de la forma, pues la mente es ágil y no se puede atrapar con la técnica. Se ha de dominar la técnica, pero no ponerla a mandar sobre el contenido de lo que se siente. Al artista grotesco le interesa resaltar ciertos rasgos, sobre todo en la cabeza humana que es la que describe más vívidamente los sentimientos. Goya es un adelantado del expresionismo, vanguardia pictórica que tiene en el rostro humano un motivo recurrente. A partir de la aguda observación, hace Martí la siguiente generalización de los semblantes del pintor español: “Gusta de pintar agujeros por ojos, puntos gruesos rojizos por boca, divertimentos feroces por rostros”.

Martí tiene en Plutarco, Quevedo y Goya, excelentes maestros para la descripción —que en la pintura sería retrato— y sobre todo, para la descripción grotesca. No le importará comparar el cuerpo humano con el de un animal, y tomar una parte corporal para su arte en vez de ponerla dentro de un conjunto equilibrado y bello, como cuando hizo toda una diatriba para defender las piernas pobres de los mexicanos. Así llegan los retratos llenos de incompletez grotesca de las escenas norteamericanas y los de sus apuntes de viajes y los de su diario de campaña. Y ya no le importará hablar de ratones, sino que el ratón es equiparable al hombre, y mezcla la fealdad de uno de los caminadores de New York con la novia en espera que lo empuja a hacer lo sobrehumano.

Strokel, el austríaco, a quien ya sólo falta una milla, pasa muriéndose: la cabeza, como la de un muñeco, le gira sobre los hombros: va aleteando con las manos, como los peces en el agua: como amotinadas se le engrifan las cuerdas del cuello: se le han secado las piernas bajo los calzones, y el pecho bajo la camisola de color de ratón: le van bailando los músculos del rostro ¡son fatigas de horca las que sufre, pero en la puerta de su casilla, fiel durante seis días, lo espera su novia!


Es la universal paradoja de la vida y la muerte unida en un mismo punto, lo que da más fuerza expresiva a lo grotesco. Cuán inaudito para el mozo de trece años, pleno de vida inocente, leer, en la escena de los sepultureros de Hamlet, que uno de los enterradores, él más pícaro y despreocupado de los dos, le da un cráneo al príncipe y le dice que en sus manos está lo que fuera la cabeza del bufón de su padre el rey. El príncipe Hamlet, se percata, que en lo que es cráneo y antes fuera cabeza, él dio mil besos de niño, y fueron las muecas de aquella cabeza, causa de risa y felicidad, sin embargo, ahora, es pura fetidez, y hasta el mismo Alejandro Magno terminó en fetidez, y hay miles de mujeres lozanas llenándose de afeites que terminarán ineluctablemente en esa misma fetidez. 

El mozo de trece años deja de traducir tanta extrañeza grotesca de aquella escena sublime de la literatura de todos los tiempos, pero, al crecer intelectualmente, al sopesar la posibilidad de morir por otras vidas, hizo de su existencia un alter ego de Hamlet, un doble de Prometeo, un espejismo de Fausto. Y cuando en 1879 se detuvo ante el genio pictórico de Goya, no lo rechaza, sino que entiende que se ha llegado a la belleza desde otro camino: el sendero de los monstruos del hombre.

José Martí

Martí, en el lienzo de El entierro de la sardina, no distingue a personas vivas, no quiere creer que es el pueblo el que danza, sino que son “cadáveres desenterrados y pintados los que bailan”, la escena la compara con un sueño; y no será está la única vez que lo grotesco se esparza en lo onírico, el mismo Goya puso al pie de uno de sus Caprichos: “El sueño de la razón produce monstruos”, y Martí ve que “Tal como en la noche de agitado sueño danzan por el cerebro infames fantasmas, así los vierte al lienzo” el pintor español.

En el cuadro se representa una de las fiestas que concluyen el carnaval y dará paso a la cuaresma, pero como Inglaterra, a sabiendas de la catolicidad ibérica, todos los años exportaba para esta fecha a España gran cantidad de sardina, por la prohibición de comer carne roja en cuaresma, hacía de la fe española un buen negocio. El Papa, molesto con los ingleses, permitió a los españoles comer carne en cuaresma, si tuvieran para esta fecha un certificado de permiso de su médico o confesor, siempre con una tasa de interés de por medio. En danza salvaje, se está enterrando a la sardina inglesa: Dos jóvenes despreocupadas bailan rígidamente con un enmascarado, el grupo de cuasi espectros los rodea. En el coro de máscaras, dos niños, por miedo y por asombro, se abrazan. Un estandarte que tiene pintado una faz de gran boca y risa de Mefistófeles se eleva por encima de los danzantes. La vida reflejada en el baile y la fiesta de carnaval se confunde en muerte ante la extraña rigidez de los que bailan y los mascarones que semejan difuntos que han salido para la ocasión.

Goya, gran conocedor de la cultura popular de su pueblo, busca lo grotesco en la propia festividad del carnaval, como lo hicieran en la pintura holandesa y flamenca El Bosco y Pieter Brueghel el Viejo. ¿Pero qué rito popular más grotesco que el de ir en España a las corridas de toros? La multitud que se encuentra, aplaude el sufrimiento del toro: ella toda ríe y el animal se desangra. Mientras que si el toro punza el abdomen del torero, y más si está él en la flor de la juventud, la multitud se espanta; o quizás más grotesco, es el caso de la ciudad de Pamplona corriendo, por juego, detrás de la estampida salvaje.

El aprendiz Martí se detiene en Corrida de toros en un pueblo. En la pequeña plaza provinciana, las casas se ven detrás de la barra. Las mujeres de mantilla blanca, se agrupan y miran atentas. La escena es de movimiento: el torero a un costado del picador, que se presta, encima de su caballo, a punzar a la bestia. Uno de los ayudantes de la cuadrilla está detrás del toro, como si fuese a tomarlo por el rabo. Al fondo, otro picador y sus acompañantes que son manchas, observan los sucesos. Todo la concurrencia, del otro costado de la plaza, es pura mancha de puntos negros y pardos, sólo quedan pinceladas blancas para las mantillas de las mujeres. Y es esto, lo que maravilla al cubano: la síntesis compositiva, el manejo del color, el poner el tema por sobre la forma. Al comprender esta manera de coloración está en condiciones, como lo demostrará luego, de comprender a los impresionistas; por eso sentencia: “Parece un cuadro manchado, y es un cuadro acabado”. 

Otra de las escenas colectivas más grotescas del siglo XVIII español era la relacionada con la Inquisición, tanto el momento del juicio, como la procesión de los penitentes. A los acusados se le ponía un sambenito, especie de escapulario que se cargaba con motivos del infierno, unido a ellos se le encasquetaban enormes cucuruchos por gorra, que resaltaba su figura en la multitud.

En el primero de los cuadros de Inquisición es viernes santo y se sacan a los penitentes en procesión. Se amarran encadenados de manos y pies, y se van golpeando por las calles, con látigos de muchas puntas. La virgen con la aureola la llevan en andas detrás de ellos, virgen que Martí siente que Goya a propósito, dejó ciega y sin rostro, como para que no vea lo que hacen en su nombre. Oscuros hombres tocan largas trompetas. Los penitentes, semidesnudos, tambaleándose al centro derecho del lienzo. Las espaldas sangrantes, corvas unas, otras sostienen un madero. A unos les envuelven la cabeza con paño blanco, otros tienen cucuruchos enormes y no saben dónde pisan.

El segundo lienzo es propiamente un Auto de Fe: En el estrado, elevado del resto, a un acusado le leen la larga condena. Encogido, con su gran cucurucho y su sambenito esconde los ojos en lo bajo. Otros tres penitentes, casi desfallecidos, esperan sentencia. La sala concurrida, tanto de autoridad religiosa, de nobleza y de pueblo. Toda la luz sale de una bóveda lejana. Los secretarios católicos que leen el acta interminable semejan dos buenos diablos. Martí se dedica a descifrar toda la cruda sátira de las aparentes imperfecciones de Goya, o mejor, deformaciones explícitas que hace el pintor en el rostro de los distinguidos para sacarle todo rasgo humano:


... frailes de redondos carrillos, carrillos cretinos, —éste, de manchas negras por ojos, que le suponen mirada siniestra;— aquellos, revelan brutal indiferencia, —éstos, viejos dominicos, calaveras recompuestas y colgadas de blanco,— mal disimulado júbilo. Enfrente del tablado, dos juzgadores, —el uno, con todos lo terrores del infierno en la ancha frente, el otro, de cana cabellera, de saliente pómulo, de huesos boca, de poblada ceja, de frente con siniestra luz iluminada, como que le convence de que se ha obrado bien: y extiende la mano, por un capricho trascendental y admirable, hecha con rojo.

La locura es móvil para la imagen grotesca, la extravagante figura del loco llama siempre la atención y más si este enternece con sus ocurrencias en la plaza pública. En el loco explícito de calle, la risa no parece tener prohibición alguna, ya que su comportamiento excéntrico es lineal en todos los contextos. La actitud recatada no existe: lo que piensa lo dice, lo que siente lo expresa, es un eterno ebrio de la vida; por eso, el hombre común lo mira a veces con cierto respeto, pues se muestra libre y desinhibido sólo con el peso de mendicidad arriba: ha cambiado sus posesiones y costumbres civilizadas por el placer de vivir, el sólo, un mundo nuevo donde él es centro de todo. Para Martí, esto último, es de suma importancia: él ve detrás del loco un egoísmo extremo, y así lo escribió para un periódico norteamericano, un año después de haber estudiado las obras de Goya en la Academia de San Fernando y en especial La Casa de Locos: «Goya, el grande y fantástico español, fue más original: “El mundo de los egoístas es un mundo de tontos”, dijo, y presentó, juntos en un manicomio, a hombres ricos, generales, reyes y obispos».

Casa de Locos va a mostrar entonces un salón de grandes arcos donde entra una luz de mañana, un grupo de locos esquinados no salen de lo oscuro y solo los que están frente a la alta ventana, muestran su locura y su desnudez: uno, hincado de rodillas y calvo, ora, y al lado derecho hay uno como de fiesta, divirtiéndose de lo que hacen sus compañeros. En la frontera de la penumbra y la luz aparece uno de pie con plumas en la cabeza como si mandase un gran ejército, frente a él, la figura más admirable: desnudo enteramente, con sombrero de tres puntas, extiende su brazo recto hacia la pared como si luchara con la luz que entra del nuevo día, bajo de él, un cuerpo agachado, como de mujer vieja, le suplica algo, a la derecha, sentado y despreocupado un loco hedonista que se cree rey, es el más vestido, una pequeña flauta en una mano y con la otra se coge un pie, su cabeza está coronada de barajas, mientras a su lado hay uno que se finge autoridad religiosa y con improvisadas joyas está dando bendiciones.

Ejército, religión, monarquía, cada uno vive su triunfo grotescamente, ya que es triunfo inexistente. Viven el gran espejismo de lo que no han podido alcanzar, cada uno es grande en su naufragio. Al desnudo se muestran, dice Martí, para la meditación y la vergüenza: “Este lienzo es una página histórica y una gran página poética”.

Esta conclusión es de gran valor y uno de los mayores descubrimientos que hiciera Martí en la Academia de San Fernando. Este cuadro, es historia poetizada, por tanto es el punto de vista histórico de un genio artístico. Esta “Casa de Locos” es la propia España de finales del XVIII e inicios del XIX: nobleza aristocrática por cargos religiosos y monárquicos, egoísmo desenfrenado por el poder mostrado en la más profunda desnudez de un manicomio semioscuro.

Los lienzos de Goya tienen valor poético y valor sociológico. Gracias a él cuánto detallismo taurino, y mirada aguada de la inquisición española, de la forma de sus procesiones de disciplinantes y de sus Autos de fe. Goya registra los comportamientos y vestuarios del majo español, pinta a los bandidos de su tiempo, pinta a la superstición española, tanto la de brujería, como las creencias de viejos, pinta los juegos, las fiestas, las crudezas de la ocupación francesa mostradas tanto a través del valor del soldado español, como de su miedo.

Y también hizo eso Martí en el contexto donde más vivió y donde su mirada de exiliado le trajo mejores oportunidades. Toda esa historia poetizada la vino a pintar con palabras como corresponsal en Nueva York de importantes diarios de Latinoamérica.

Así los nuevos juicios grotescos siguieron con el caso Guiteau, y en el juicio de los anarquistas de Chicago; los desastres naturales en las nevadas neoyorquinas, en el terremoto de Charleston. Pintó a más de un bribón, a más de un bandido, y retrató a muchos buenos hombres. Reflejó las nuevas brutalidades que alegran en las peleas de Sullivan, en el violento fútbol americano, en la bestial caminata de seis días en Nueva York. En vez del majo, estudió al pragmático norteamericano, lo mostró en la bolsa, en el club de juego, en la tarima electoral. Y sus crónicas son historia pero también poesía, y hay en los genios algo que siempre emerge, y sale a flote para sorprendernos, una sustancia alada que se les trasmite entre ellos y entre ellos queda por el resto de los siglos.

Martí y Goya son de una misma línea artística: el primero aspiró el aura de los lienzos del segundo, y cada uno en su estilo, soltó sus bramidos, el aragonés encontró el fragor de su arte con el peso de los años, que fueron muchos, mientras el habanero, absorto ya en la rapidez e inmediatez de la vida moderna, tuvo que escribir febrilmente, pues como que sabía de la brevedad de su tiempo. Estas notas martianas sobre los lienzos de Goya son como el deslumbramiento ante algo diferente, como la nerviosa alegría del que descubre un hermano de causa, un espíritu afín, un genio padre.

David Leyva González
del artículo más amplio y anotado
 El Arte de Goya en José Martí


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