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"EL PIADOSO ARAGONÉS" DE LOPE DE VEGA (Marcelino Menéndez y Pelayo)

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El original de esta comedia (firmado por Lope en 17 de agosto de 1626, y acompañado de aprobaciones para que se representase aquel año en Madrid, el siguiente en Zaragoza, y en 1631 no sabemos dónde, por estar rota en parte la última hoja del manuscrito) se conserva en la Biblioteca Nacional, y procede de la de Osuna. A él va ajustada nuestra edición, aunque en nada esencial difiere del que se publicó en la Parte veintiuna (1635), que Lope dejó dispuesta para la imprenta, y dió a luz su yerno Luis de Usátegui. Como todas las obras de la vejez de Lope, está correctamente escrita y abunda mucho en décimas y romances. No le faltó motivo al censor Pedro de Vargas Machuca para encomiar la «singular dulzura de estilo y bondad de versos» de esta pieza, si bien en toda ella reina cierta languidez y amaneramiento, que son resultado de un vicio radical de concepción, es decir, de la manera falsa y pueril con que Lope, deslumbrado esta vez por preocupaciones indignas de tan gran poeta, o cediendo acaso a sugestiones extrañas al arte, trató el magnífico argumento del Príncipe de Viana (*), profanando aquella noble figura histórica, y dejando en su obra un triste documento de abyección y servilismo, que desearíamos arrancar de las páginas en que se leen maravillas tales como Peribáñez y Fuente Ovejuna. El Piadoso Aragonés es una falsificación continua y sistemática de la historia, y de una historia tan conocida y famosa que pone grima tanta audacia, y el efecto resulta enteramente contrario a los propósitos del autor. Todo es falso, convencional y frívolo en esta pintura. ¡Con decir que el piadoso aragonés es el terrible Don Juan II, que no hace durante todo el curso de esta monótona pieza más que perdonar a su hijo y gemir y lloriquear por su ingratitud y rebeldía! La apoteosis de doña Juana Enríquez subleva el ánimo: su glorioso hijo, que no tenía para qué figurar en esta pieza, puesto que se trata de hechos anteriores a su aparición en la arena política, y en los cuales, afortunadamente, no intervino, aunque en provecho suyo refluyesen, está convertido en un galancete ridículo, y presentado sin nobleza ni decoro alguno. Y, finalmente, aquel Príncipe de Viana, tan culto, tan humano, tan dolorosamente simpático, cuyo irresistible atractivo personal fanatizaba a las muchedumbres, cuya triste sombra, vagando por nuestros anales, ha llenado de piedad a los más severos jueces; aquél que Juan de Mariana apellidó «mozo dignísimo de mejor fortuna y de padre más manso», se presenta en el engendro dramático de Lope como un ambicioso insensato y brutal, como un mal hijo que, vencido y perdonado una vez y otra, no piensa más que en afrentar las canas de su padre. No es preciso ser apologista ciego del Príncipe de Viana, como lo son modernamente algunos historiadores catalanes y navarros, ni darle toda la razón en aquella especie de lucha civil, para comprender que, cualesquiera que fuesen sus yerros políticos, y aun, si se quiere, las flaquezas o extravíos de su voluntad en tal o cual circunstancia de tan complicado litigio, y especialmente en la primera provocación a la guerra, el derecho estaba de su parte, y nunca extremó la defensa hasta el punto que hubieran querido sus más ardientes parciales. Más que de temerario, pecó siempre de irresoluto; su misma capacidad especulativa, sus refinados gustos literarios, su amor a la vida reposada y estudiosa, le inclinaban a la paz y le estorbaban para la acción tumultuosa y violenta. Si descendió a ella, fué, más que por impulso propio, como instrumento de pasiones e intereses ajenos. Su condición blanda y sencilla, su candoroso abandono, le condenaron a ser, más bien que caudillo de una parcialidad, constante prisionero de ella, de los beamonteses en Navarra, de los concelleres en Barcelona. No fué un grande hombre, pero le salva el haber vivido la vida intelectual y el haber sido tan infeliz. Sus veleidades de ambición, si las tuvo, resultaron frustradas por la radical antinomia que en su carácter había entre los propósitos y la ejecución; y una especie de trágico destino pareció burlarse de todos sus conatos, que unos tras otros se deshacían, como la trama sutil de que se forjan los sueños. Gran triunfo hubiera sido para la soberana musa de Lope dar vida dramática a esta especie de Hamlet de la historia; pero, lejos de intentarlo siquiera, hizo una caricatura absurda, como, por otra parte, lo son todos los personajes de esta pieza. ¿Quién reconocerá, por ejemplo, al férreo batallador, al astuto político Don Juan II de Aragón, tan inaccesible a la compasión como al temor, en el afeminado, caduco y plañidero viejo que en esta comedia nos hastía con sus sermones sobre el amor paternal? ¡Buena manera de glorificar al Rey a cuya imposible apologia se endereza este drama! ¡Cuanto hubiera ganado presentándole en su nativa fiereza, con aquella fibra de la voluntad que faltaba a su hijo; tal, en suma, como se mostró en la desesperada resistencia de diez años, que, viejo y ciego y abandonado de todos, sostuvo contra la formidable revolución catalana y contra todos los aliados y defensores que ella buscó en Castilla, en Portugal, en Francia!

Para que todo sea rematadamente malo en esta comedia (a excepción del estilo), la fábula es descolorida, insulsos los episodios (bautizo de un hijo natural de Don Carlos; amores del Príncipe Don Fernando, en Zaragoza). La historia, no sólo está falseada en lo sustancial, sino tanbién en la parte externa, con monstruosos anacronismos, tanto más reprensibles, cuanto que no nacen de ignorancia. La guerra civil de Navarra, que comenzó en 1452, se supone acaecida después de la muerte del Magnánimo Alfonso V, que no falleció hasta 1458, precisamente cuando estaba refugiado en su corte el Príncipe de Viana. Don Fernando el Católico , que hizo sus primeras armas en la batalla de los Prados del Rey, derrotando al Condestable de Portugal en 1465, es decir, cuatro años después de la muerte del Príncipe su hermano, aparece ganando batallas contra él, y por añadidura casado con la Reina Católica, matrimonio que no se efectuó hasta 1469, como ningún español ignore. Y no son éstos los únicos desatinos, aunque sean de los más salientes.

El espíritu político de esta pieza no es ya el sentimiento monárquico puro de El mejor Alcalde, el Rey, ni siquiera el hiperbólico y bastardeado, pero todavía grandioso y terriblemente dramático, que admiramos en La Estrella de Sevilla , en García del Castañar y en otros muchos dramas nuestros, sino la mezquina adulación palaciega, sin freno ni conciencia. Júzguese por estos consejos que su privado Rocaberti da al Rey, exhortándole a apoderarse en rehenes de un niño recién nacido, fruto de los amores del Príncipe Don Carlos con doña Elvira Abarca:



Y aun no sé si es inocente,
Porque me atrevo a pensar
Que le podemos culpar
Por hijo de inobediente.
Bien sé que el niño no siente
En lo que puede culparse,
Pero no puede excusarse
De que culpa le alcanzó,
Pues su padre le engendró
Cuando pensó rebelarse...



Tratándose de obra tan baladí como ésta de Lope, y de tan conocido tema como el de las desgracias del Príncipe de Viana, creo superfluo entrar aquí en ningún género de disquisiciones eruditas. Baste dejar sentado que la verdadera poesía de este argumento debe buscarse en la historia, donde afortunadamente sobran medios para conocerle a fondo. Ya Zurita narró los hechos con aquella severidad y pleno desinterés que le da el primer puesto entre nuestros analistas, manteniendo fiel la balanza, sin mostrar excesiva predilección ni al Príncipe ni a su padre. Menos imparciales se han mostrado, por un afecto muy disculpable, los cronistas navarros, extremándose en ello el jesuíta continuador de los Anales del P. Moret, que habló del asunto con su habitual acrimonia en todo lo que de cerca o de lejos toca a los príncipes de estirpe castellana. Quintana, en sus Vidas de españoles célebres , levantó a la memoria del infortunado Don Carlos un monumento clásico, de sobria y elegante arquitectura. Pero desde 1807, fecha de su biografía, que puede considerarse como el mejor resumen de los trabajos anteriores, la exploración más frecuente de os archivos de Navarra y Cataluña, y especialrmente la publicación de los documentos que el de la Corona de Aragón guarda sobre las turbulencias de fines del siglo XV, han renovado por completo el tema, dando ocasión en España y fuera de ella a nuevas y copiosas monografías que no tenemos que juzgar aquí, pero que prueban el interés, siempre vivo, de este episodio histórico, en el cual, a veces, se ha mezclado más de lo justo la levadura de las pasiones políticas modernas.

El Príncipe de Viana es héroe de varias composiciones dramáticas de nuestro siglo, que van, naturalmente, por rumbo muy distinto del que siguió Lope. Recuerdo entre ellas la de D. José Zorrilla, Lealtad de una mujer y aventuras de una noche (1840), que, salvo lo histórico del personaje, es una comedia de capa y espada, a estilo de las de Calderón; y El Príncipe de Viana , drama trágico de doña Gertrudis Gómez de Avellaneda, representado e impreso en 1844, e inspirado principalmente en la biografía escrita por Quintana, que también había proyectado una tragedia clásica sobre el mismo argumento.




Marcelino Menéndez y Pelayo
Estudios sobre el teatro de Lope de Vega
Obras Completas
Fundación MAPFRE (Madrid, 2009)

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El piadoso aragonés
de Lope de Vega


(Peñafiel, 1421 - Barcelona, 1461). Hijo del infante don Juan de Aragón (futuro Juan II) y de doña Blanca de Navarra (hija y heredera de Carlos III el Noble), quienes habían contraído matrimonio en la catedral de Pamplona en 1420. Carlos recibió el título de príncipe de Viana por concesión de su abuelo materno el año 1423 y pudo aspirar a las coronas de Aragón y Navarra por su condición personal. Su educación y formación cultural le convirtió en un príncipe humanista, y su especial personalidad le granjeó la admiración de navarros y aragoneses. A pesar de que las implicaciones políticas en que se vio inmerso dificultaron el cultivo de sus aficiones literarias y artísticas, destacan entre sus obras un comentario y traducción al romance de la Ética de Aristóteles, así como una Crónica de los Reyes de Navarra, de utilidad también para Aragón por haber usado, entre otras fuentes, la Crónica de San Juan de la Peña para los acontecimientos históricos comunes a ambos reinos.
Tras una juventud dedicada al estudio en el castillo de Olite, y sin pretensiones políticas aunque sin renunciar por ello a sus derechos legítimos en Navarra, la ambición de su padre y sus intereses castellanos, el nuevo casamiento de éste con Juana Enríquez en 1443 (doña Blanca había fallecido en 1441) y la división del país entre agramonteses y beamonteses, motivaron el comienzo de una larga guerra civil a partir de 1451 que, con períodos intermedios de calma o treguas, se prolongaría ininterrumpidamente hasta la muerte del príncipe en 1461. En estos diez años el enfrentamiento entre padre e hijo, con sucesivos encarcelamientos de éste, rebasó las fronteras navarras, interviniendo Castilla y Aragón en el conflicto a favor de don Carlos; hasta el punto de que Alfonso V , su tío, antes de morir en 1458, llegó a designarle en su testamento como príncipe heredero y legítimo sucesor, después de su padre, en los reinos de Aragón, Valencia, Cerdeña, Sicilia y principado de Cataluña.
La intervención de Juana Enríquez en Navarra concitó la animadversión de gran parte de los navarros hacia don Juan, quien, a su vez, se atrajo el descontento de los aragoneses al recabar de sus Cortes -reunidas en Zaragoza entre 1451 y 1454- cierta ayuda económica necesaria para sostener su guerra en Navarra, bajo el pretexto de enviársela a su hermano en Nápoles para regresar a la Península. Dichas Cortes le regatearon los recursos solicitados e intentaron mediar en el conflicto asumiendo la custodia del príncipe en Zaragoza en 1453, viendo en él al futuro rey de Aragón por carecer Alfonso V de descendencia legítima. Entretanto, el nacimiento en 1452 del infante don Fernando en Sos complicaría la situación llevando a don Juan y a su segunda mujer Juana Enríquez a actuar en su favor como heredero de Aragón, relegando a la persona del príncipe; el cual, al morir de tuberculosis en 1461, dejaba a don Juan como rey indiscutible de Navarra y a su hermanastro don Fernando como futuro rey de Aragón.

Gran Enciclopedia Aragonesa

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(*)  CARLOS DE TRASTÁMARA Y ÉVREUX, PRÍNCIPE DE VIENA (Peñafiel, 1421 - Barcelona, 1461). Hijo del infante don Juan de Aragón (futuro Juan II) y de doña Blanca de Navarra (hija y heredera de Carlos III el Noble), quienes habían contraído matrimonio en la catedral de Pamplona en 1420. Carlos recibió el título de príncipe de Viana por concesión de su abuelo materno el año 1423 y pudo aspirar a las coronas de Aragón y Navarra por su condición personal. Su educación y formación cultural le convirtió en un príncipe humanista, y su especial personalidad le granjeó la admiración de navarros y aragoneses. A pesar de que las implicaciones políticas en que se vio inmerso dificultaron el cultivo de sus aficiones literarias y artísticas, destacan entre sus obras un comentario y traducción al romance de la Ética de Aristóteles, así como una Crónica de los Reyes de Navarra, de utilidad también para Aragón por haber usado, entre otras fuentes, la Crónica de San Juan de la Peña para los acontecimientos históricos comunes a ambos reinos.
Tras una juventud dedicada al estudio en el castillo de Olite, y sin pretensiones políticas aunque sin renunciar por ello a sus derechos legítimos en Navarra, la ambición de su padre y sus intereses castellanos, el nuevo casamiento de éste con Juana Enríquez en 1443 (doña Blanca había fallecido en 1441) y la división del país entre agramonteses y beamonteses, motivaron el comienzo de una larga guerra civil a partir de 1451 que, con períodos intermedios de calma o treguas, se prolongaría ininterrumpidamente hasta la muerte del príncipe en 1461. En estos diez años el enfrentamiento entre padre e hijo, con sucesivos encarcelamientos de éste, rebasó las fronteras navarras, interviniendo Castilla y Aragón en el conflicto a favor de don Carlos; hasta el punto de que Alfonso V , su tío, antes de morir en 1458, llegó a designarle en su testamento como príncipe heredero y legítimo sucesor, después de su padre, en los reinos de Aragón, Valencia, Cerdeña, Sicilia y principado de Cataluña.
La intervención de Juana Enríquez en Navarra concitó la animadversión de gran parte de los navarros hacia don Juan, quien, a su vez, se atrajo el descontento de los aragoneses al recabar de sus Cortes -reunidas en Zaragoza entre 1451 y 1454- cierta ayuda económica necesaria para sostener su guerra en Navarra, bajo el pretexto de enviársela a su hermano en Nápoles para regresar a la Península. Dichas Cortes le regatearon los recursos solicitados e intentaron mediar en el conflicto asumiendo la custodia del príncipe en Zaragoza en 1453, viendo en él al futuro rey de Aragón por carecer Alfonso V de descendencia legítima. Entretanto, el nacimiento en 1452 del infante don Fernando en Sos complicaría la situación llevando a don Juan y a su segunda mujer Juana Enríquez a actuar en su favor como heredero de Aragón, relegando a la persona del príncipe; el cual, al morir de tuberculosis en 1461, dejaba a don Juan como rey indiscutible de Navarra y a su hermanastro don Fernando como futuro rey de Aragón.





EL PRÍNCIPE DE VIANA POR JESÚS ÁVILA GRANADOS

 Nieto del monarca navarro Carlos III el Noble (1361-1425), e hijo de Blanca de Navarra (1386-1441), Carlos, el príncipe de Viana, fue un personaje de tormentosa vida, ensombrecida por el sol negro de la melancolía, bajo la constante amenaza de ser envenenado. Su muerte aún sigue sin resolverse.

Al príncipe de Viana, Carlos de Navarra (1421-1461), le tocó vivir uno de los períodos más turbulentos de nuestra historia, cuando, en la primera mitad del siglo XV, una profunda crisis afectó a los reinos peninsulares, tanto a los cristianos como al reino nazarí.

La desafortunada suerte de los descendientes de la larga prole, legítima e ilegítima, de Carlos III, que murieron con corta edad, hizo que la corona del reino recayera en la hija de éste, doña Blanca, a quien le tocó la responsabilidad de los destinos de Navarra. Casada, a iniciativa de Carlos III, su padre, con Martín el Joven -hijo de Martín el Humano, que gobernaba la isla de Sicilia-, de cuyo enlace nació un príncipe que vivió brevemente, en 1409 Blanca enviudó, recibiendo la regencia de su reino insular, hasta la sublevación de los sicilianos contra los aragoneses, tras la cual regresó a Navarra por su propia seguridad.

Once años después, en 1420, Blanca volvió a contraer matrimonio, esta vez con Juan, hermano del rey de Aragón Alfonso V el Magnánimo (1416-1458). “Este príncipe Juan era casi shakesperiano, vesánico, violento y ambicioso; un hombre colérico pero de una gran astucia y de una dureza de carácter sin límites”, así lo calificó el historiador Néstor Luján.

Mientras vivía su padre Blanca encontró apoyo en él, pero a la muerte de éste en 1425 se vio a merced de su imperativo, colérico y tirano esposo que como rey consorte disponía de inmensas posesiones en Castilla. 

En este ambiente tormentoso vio la luz Carlos, príncipe de Viana, en la villa pucelana de Peñafiel, hijo de Juan -posteriormente Juan II de Aragón- y de Blanca de Navarra. El aragonés, enzarzado en una política de intrigas, mantuvo belicosas relaciones con españoles y franceses.

Blanca de Navarra, en su lecho de muerte, rogó a su hijo Carlos como última voluntad que no usara el título de rey sin el consentimiento de su padre. Pero como el monarca aragonés no se lo consintió jamás se llegó a la guerra civil, desfavorable para el melancólico Carlos. Con la muerte sin sucesión de Alfonso V el Magnánimo la situación se complicó todavía más. Al subir al trono Juan, las desavenencias entre padre e hijo llevaron al territorio catalán los antiguos problemas feudales, con sus correspondientes desequilibrios económicos y sociales. Sin embargo, una buena parte de la nobleza catalana se puso al lado del príncipe cuya figura se convirtió en un ídolo contra la tiranía de Juan II.

Carlos de Viana fue derrotado por su padre en la sangrienta batalla de Aibar (1451). Prisionero y desheredado, Carlos sufrió toda clase de vejaciones. Además, su madrastra Juana Enríquez, mujer altanera, autoritaria, enérgica, malévola y sin escrúpulos, también increpó a su esposo para que humillara aún más a Carlos, porque ella quería la corona para su hijo Fernando. En 1461, tras sobrecogedoras sesiones de tortura en las mazmorras del castillo de Miravet, Carlos fue nombrado por su padre -presionado éste por los nobles catalanes- lugarteniente en Cataluña.


Pero la frágil salud del príncipe de Viana no pudo resistir el maremoto de intrigas y convulsiones que se respiraba en Cataluña. Murió casi repentinamente, a la edad de 40 años, por causas aún desconocidas. Oficialmente, el príncipe de Viana falleció de pleuresía; sin embargo algunos historiadores sostienen que arrastraba una tuberculosis galopante. Otros aseguran que realmente murió envenenado por orden de su madrastra. Lo cierto es que los últimos años de su vida transcurrieron envueltos en una pesadilla, el temor a ser envenenado lo convirtió en un paranoico espantadizo. Incluso se dice que en una ocasión su hermanastro Fernando -el futuro Fernando el Católico- se ofreció a probar su comida porque Carlos se negaba a ingerir alimentos, por miedo a ser envenenado.




Jesús Ávila Granados
El libro negro de la historia de España



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