Pero antes me gustaría decir
unas palabras acerca del asunto Filipinas.
Se me ha criticado mucho injustamente
acerca del mismo. La verdad es que yo no
tenía interés alguno por estas islas, y cuando llegaron a nosotros, como por un
milagro divino, no sabía qué hacer con ellas. Cuando estalló la guerra contra
España, Dewey estaba en Hong Kong y yo le ordené ir a Manila para capturar o
destruir la flota española de allí porque si salíamos derrotados siempre nos
quedaría una plaza en la zona, ya que si los Dons se hacían con la victoria podrían cruzar el
Pacífico y causar estragos en nuestras costas de Oregón y California. Por eso
hubo que destruir la flota española y así se hizo. Eso era lo que yo pensaba entonces.
Hecho esto y estando ya
Filipinas en nuestro poder, reconozco que no sabía qué hacer con ellas. Pedí
consejo por todas partes, tanto a los demócratas como a los republicanos, pero
tampoco me sirvió de ayuda. Así que
pensé, inicialmente, en tomar sólo Manila, después Luzón y seguidamente quizá
también las otras islas.
Caminaba por la Casa
Blanca, noche tras noche, hasta muy tarde; y no me avergüenzo de reconocer que
más de una noche caí postrado de rodillas suplicando luz y guía a Dios
Todopoderoso. Hasta que una noche, tarde, recibí Su orientación, no sé cómo,
pero la recibí: primero, que no debemos devolver las Filipinas a España, lo que
sería cobarde y deshonroso; segundo, que no debemos entregarlas a Francia ni a
Alemania, nuestros rivales comerciales en el oriente, lo que sería indigno y
mal negocio; tercero, que no debemos dejárselas a los filipinos, que no están
preparados para auto-gobernarse y pronto sufrirían peor desorden y anarquía que
en tiempos de España; y cuarto, que no tenemos más alternativa que recoger a
todos los filipinos y educarlos y elevarlos y civilizarlos y cristianizarlos, y
por la gracia de Dios hacer todo lo que podamos por ellos, como prójimos por
quienes Cristo también murió. Y entonces, volví a la cama y dormí
profundamente, y a la mañana siguiente mandé llamar al ingeniero jefe del
Departamento de Guerra (nuestro creador de mapas) y le dije que pusiera a las
Filipinas en el mapa de los Estados Unidos, ¡y allí están, y allí seguirán
mientras yo sea Presidente!
General
James Rusling,
“Interview with President William McKinley” T
he Christian
Advocate 1903-01-22
William McKinley (1843-1901). 25 Presidente de los Estados Unidos |
______
TEXTO ORIGINAL EN INGLÉS
Hold
a moment longer! Not quite yet, gentlemen! Before you go I would like to say
just a word about the Philippine business. I have been criticized a good deal
about the Philippines, but don't deserve it. The truth is I didn't want the
Philippines, and when they came to us, as a gift from the gods, I did not know
what to do with them. When the Spanish War broke out Dewey was at Hongkong, and
I ordered him to go to Manila and to capture or destroy the Spanish fleet, and
he had to; because, if defeated, he had no place to refit on that side of the
globe, and if the Dons were victorious they would likely cross the Pacific and
ravage our Oregon and California coasts. And so he had to destroy the Spanish
fleet, and did it! But that was as far as I thought then.
When
I next realized that the Philippines had dropped into our laps I confess I did
not know what to do with them. I sought counsel from all sides—Democrats as
well as Republicans—but got little help. I thought first we would take only
Manila; then Luzon; then other islands perhaps also. I walked the floor of the
White House night after night until midnight; and I am not ashamed to tell you,
gentlemen, that I went down on my knees and prayed Almighty God for light and
guidance more than one night. And one night late it came to me this way—I don’t
know how it was, but it came: (1) That we could not give them back to
Spain—that would be cowardly and dishonorable; (2) that we could not turn them
over to France and Germany—our commercial rivals in the Orient—that would be
bad business and discreditable; (3) that we could not leave them to
themselves—they were unfit for self-government—and they would soon have anarchy
and misrule over there worse than Spain’s was; and (4) that there was nothing
left for us to do but to take them all, and to educate the Filipinos, and
uplift and civilize and Christianize them, and by God’s grace do the very best
we could by them, as our fellow-men for whom Christ also died. And then I went
to bed, and went to sleep, and slept soundly, and the next morning I sent for
the chief engineer of the War Department (our map-maker), and I told him to put
the Philippines on the map of the United States (pointing to a large map on the
wall of his office), and there they are, and there they will stay while I am
President!
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