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Los molinitos de Criptana andan y andan.
-Sacramento, ¿qué es lo que he de hacer hoy?
Yo he preguntado esto a Sacramento cuando he acabado de tomar el desayuno; Sacramento es tan bonita como Tránsito. Ya ha pasado la noche. ¿No será menester ir a ver los molinos de viento? Yo recorro las calles. De la noche al día va una gran diferencia. ¿Dónde está el misterio, el encanto, la sugestión de la noche pasada? Subo con don Jacinto por callejas empinadas, torcidas; en lo alto, dominando el pueblo, asentados sobre la loma, los molinos surgen vetustos; abajo, la extensión gris, negruzca, de los tejados, se aleja, entreverada con las manchas blancas de las fachadas, hasta tocar en el mar bermejo de la llanura.
Y ante la puerta de uno de estos molinos nos hemos detenido.
Javier -le ha dicho don jacinto al molinero-. ¿Va a marchar esto pronto?
-Al instante -ha contestado Javier.
¿Os extrañará que don Alonso Quijano el Bueno tomara por gigantes los molinos? Los molinos de viento eran, precisamente cuando vivía Don Quijote, una novedad estupenda; se implantaron en La Mancha en 1575 -dice Richard Ford en suHandbook for travellers in Spain-. «No puedo yo pasar en silencio-escribía Jerónimo Cardano en su libro De rerum varietate, en 1580, hablando de estos molinos-; no puedo yo pasar en silencio que esto es tan maravilloso, que yo antes de verlo no lo hubiera podido creer sin ser tachado de hombre cándido».¿Cómo extrañar que la fantasía del buen manchego se exaltara ante estas máquinas inauditas, maravillosas?
Pero Javier ha trepado ya por los travesaños de las aspas de su molino y ha ido extendiendo las velas; sopla un viento furioso, desatado; las cuatro velas han quedado tendidas. Ya marchan lentamente las aspas; ya marchan rápidas. Dentro, la torrecilla consta de tres reducidos pisos: en el bajo se hallan los sacos del trigo; en el principal es donde cae la harina por una canal ancha; en el último es donde rueda la piedra sobre la piedra y se deshace el grano. Y hay aquí en este piso unas ventanitas minúsculas, por las que se atalaya el paisaje. El vetusto aparato marcha con un sordo rumor. Yo columbro por una de estas ventanas la llanura inmensa, infinita, roja, a trechos verdeante; los caminos se pierden amarillentos en culebreos largos; refulgen paredes blancas en la lejanía; el cielo se ha cubierto de nubes grises; ruge el huracán. Y por una senda que cruza la ladera, avanza un hormigueo de mujeres enlutadas, con las faldas a la cabeza, que han salido esta madrugada -como viernes de Cuaresma- a besarle los pies al Cristo de Villajos, en un distante santuario, y que tornan ahora, lentas, negras, pensativas, entristecidas, a través de la llanura yerma, roja...
-María Jesús -digo yo cuando llega el crepúsculo- ¿tardará mucho en venir la luz?
-Aún tardará un momento -dice ella.
Yo me siento en la estancia entenebrecida; oigo el tic-tac del reloj; unas campanas tocan el Ángelus.
Los molinitos de Criptana andan y andan.
Azorín
La ruta de don Quijote
(Puede leerse
el texto íntegro en
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