inicio

Mostrando entradas con la etiqueta Francisco Jarauta. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Francisco Jarauta. Mostrar todas las entradas

POR UN SABER ENSAYÍSTICO (Francisco Jarauta)




En su introducción a El alma y la formas, dedicada a la esencia y la forma del ensayo (carta a Leo Popper), Lukács establece, con extraordinaria lucidez, el terreno de la elección de este género representativo. El ensayo como forma parte de la renuncia al derecho absoluto del método y a la ilusión de poder resolver en la forma del sistema las contradicciones y tensiones de la vida. El ensayo, escribe Lukács, no obedece a la regla de juego de la ciencia y de la teoría, para las que el orden de las cosas es el mismo orden de las ideas; ni apunta a una construcción cerrada, deductiva o inductiva. Por el contrario, el ensayo, partiendo de la conciencia de la no-identidad, es radical en su "no-radicalismo", en la abstención de reducirlo todo a un principio, en la acentuación de lo parcial frente a lo total, en su carácter fragmentario. Y al retroceder espantado ante la violencia del dogma, que defiende como universal el resultado de la abstracción o el concepto atemporal e invariable, reivindica la forma de la experiencia del individuo, al tiempo que se yergue contra la vieja injusticia hecha a lo perecedero, tal como apostilla Adorno en páginas de todos conocidas.
El ensayo es la forma de la descomposición de la unidad y de la reunificación hipotética de las partes. Dar forma al movimiento, imaginar la dinámica de la vida, reunir según precisas y provisionales estructuras aquello que está dividido, y distinguirlo de todo lo que se presenta como supuesta unidad, ésta es la intención del ensayo. Busca, por una parte, expresar la síntesis de la vida, no la síntesis trascendental, sino la síntesis buscada al interior de la dinámica efectiva de los elementos que la constituyen; por otra, sabe bien sobre la imposibilidad de dar una forma a la vida, de resolver su negativo en la dimensión afirmativa de una cultura, lo que lo obliga a interpretarse como representación provisional ,como punto de partida de otras formas, de otras posibilidades.
El ensayismo no oculta su dimensión errante. Y para utilizar una feliz expresión de Harold Bloom que lo define como un "vagabundeo del significado", podríamos entenderlo como un viaje, una errancia entre la forma y su superación irónica, entre lo que Luckács llamaba forma como destino y la aporía de una forma como totalidad independiente. Es un viaje permanentemente interrumpido por una omnipresente accidentalidad. Es la interrupción irónica que se alimenta de la sorpresa de ver una y otra vez suspendida la idea de esencia o de absoluta, por el simple hecho del irrumpir de las cosas o de la vida. Este errar es justamente lo que acerca al ensayo a la vida. Lukács lo comenta no sin ironía, al recordar que al ensayo le acontece lo que a Saúl, que salió a buscar los asnos de su padre y se encontró con un reino, al igual que el ensayo que en su búsqueda de la verdad, da con la meta no buscada, la vida, que tanto para Lukács como para Simmel coincide con el sentido inmanente de la cultura.
Este errar de la forma del ensayo es justamente lo que permite al pensamiento, comenta Adorno en su nota El ensayo como forma, liberarse de la idea tradicional de verdad. Más que establecer las adecuaciones, correspondencias y simetrías, prefiere organizar configuraciones o campos de fuerzas, en los que todas las variaciones posibles y pensadas arbitran la lógica de su relación. El ensayo piensa su objeto como descentrado, hipotético, regido por una lógica incierta, borrosa, indeterminada: su discurso es siempre aproximación. Se sacude la ilusión de un mundo sencillo, lógico en el fondo, preestablecido, regido por una inexorable necesidad o voluntad.  Por el contrario, el ser diferenciado del ensayo se nos muestra en su provisional espera, en ese tiempo de lo nunca acaecido, de lo posible o, al menos, de lo deseado. Y cuando su mirada oriéntase hacia un pasado relativamente lejano, no por eso abandona la ironía que rige su intención crítica. Ni su discurso ni su visión deben tomarse como la lectura verdadera. Es tan sólo una variación en la serie abierta de las aproximaciones, que posibilita recorrer no sólo la distancia, sino también el otro rostro de lo percibido, aquella historia que nunca aconteció. Esa distancia respecto a lo evidente es la que hace del ensayo la forma crítica por excelencia; su ejercicio es una provocación del ideal de la clara et distincta perceptio y de la certeza libre de duda. El ensayo obliga a pensar la cosa, desde el primer momento, como regida por una complejidad lógica, cuya resolución atraviesa el libre juego de  un aleatorio impreciso e indeterminado en sus comportamientos.
Igualmente por lo que respecta al método, el ensayo suspende su concepción tradicional. En Lukács el discurrir del ensayo se presenta próximo al Umweg benjaminiano. El objeto central seguirán siendo las "cuestiones fundamentales de la vida", pero estas son tratadas oblicuamente, es decir, a través del juego de sus variaciones y configuraciones reales. También para Benjamin, "Methode ist Umweg" (método es rodeo), que es lo mismo que señalar no una vía directa y unívoca en el análisis del objeto, sino más bien un recorrido que aparentemente nos aleja de él, pero que en la práctica nos permite una más correcta aproximación. El movimiento del Um-weg es el que nos acerca al centro más profundo y oculto del objeto, al lugar en el que la suerte de los posibles se decide a favor de aquella forma particular de la vida o la cultura. 
La renuncia a las formas de evidencia impone al ensayo un procedimiento abstracto, que decide tanto su estrategia discursiva como la forma de conocimiento que le es propia. La abstracción consiste en el hecho de que la imagen muere en su aludir a otro, en su recordar algo, aquello que aparece a través del sistema de referencias o relaciones que se establecen. A diferencia de la poesía que recibe del destino su perfil, su forma -la forma aparece en ella siempre y sólo como destino,  comenta Lukács- en los escritos de los ensayistas la forma se hace destino, principio de destino, una vez que decide la resolución particular de los posibles.   Y es esta decisión la que se constituye en la tarea principal de la crítica: el momento crucial del crítico es, pues, aquel en el que las cosas devienen formas. Pero el ensayista necesita la forma sólo como vivencia, y sólo la vida de la forma, es decir, aquella manera particular de realizarse, sabiendo que no se nos impone sino desde una instancia irrepresentable e inexplicable.
Este campo de incertidumbre, atravesado por la voluntad del ensayista, no libera sino más bien acentúa su propia relativización. El ensayo tiene que estructurarse como si pudiera suspenderse en cualquier momento, anota Adorno. La discontinuidad lo es constitutiva y halla su unidad a través de las rupturas y suspensiones. su orden es el de un conflicto detenido, que vuelve a abrirse en el discurrir de su escritura. En él se dan la mano la utopía del pensamiento con la conciencia de la propia posibilidad y provisionalidad. Tiene que conseguir el ensayo que en un momento se haga presente el infinito orden de lo posible, para después mostrarnos su lejanía desde el sentimiento que nos descubre, frente a aquel infinito orden, el sistema de la vida.
Esta tensión entre utopía y límite se configura de una forma clásica en la relación entre naturaleza y cultura, que constituye a su vez el tema propio del ensayo. Del ensayo del mito. Sólo estos dos discursos son capaces de sostener "el peso más pesado", que dirá Nietzsche, esa forma de destino que nos supera y cuya lógica no está escrita en ninguna parte, ni en la voluntad de los dioses ni en la voz de los astros, sino que permanece muda, apenas descubrirle en lo que Benjamin llamará la "verdad del mito", enigma indescifrable y que exige la tarea de un Um-weg infinito.
Pero no es la nostalgia lo que parece llenar la vida, como tampoco es la pérdida, la ausencia, lo que hace necesario el ensayo. Su objeto es más bien lo nuevo en tanto que nuevo, aquello que se perfila como forma posible, como variación de lo posible. El ensayo se enfrenta a la vida con el mismo gesto que la obra de arte, es decir, inventando un destino al mundo, un camino. Es curioso ver de qué manera en el capítulo de la primera parte de El hombre sin atributos, en el que Musil habla de la utopía del ensayismo, la actitud ensayística de Ulrich sea presentada en términos casi lukácsianos. Es el ensayismo, en efecto, el que proyecta los acontecimientos morales en un campo nuevo en el que comienza a definirse una nueva dimensión de la experiencia: "Era así -escribe Musil- que se formaba un sistema infinito de conexiones, cuyos significados independientes dejaban de existir; y lo que se presentaba como algo estable y definido devenía simple pretexto para muchos otros significados; el acontecimiento venía a ser el símbolo de lo que ocurría, y el hombre como compendio de sus posibilidades, el hombre potencial, la poesía no escrita de su existencia, se contraponía al hombre como obra escrita, como realidad y carácter". La dimensión experimental y provisional presentada por el punto de vista del ensayo da lugar ahora a una forma abierta de organización de la realidad, como una actitud intelectual y existencial que sospecha de la linealidad unívoca y conclusa, prefiriendo la valoración y reconocimiento de lo incompleto y fragmentario. La invención del ensayismo, para Musil, responde simultáneamente tanto a la imposibilidad del relato como a la de aquellos otros órdenes lineales o totalidades sistemáticas a los que el orden narrativo está históricamente relacionado y que son igualmente criticados por Musil, como son: la linealidad de la Historia, los sistemas filosóficos y un cierto concepto de causalidad.  Con él se intenta dar respuesta no sólo a la crisis del relato y de la novela, sino también a la crisis del pensamiento teórico sistemático, es decir, a la crisis de las certezas absolutas de la ciencia y la filosofía que domina el fin-de-siècle.
Es cierto que el concepto musiliano de ensayo se diferencia de alguna manera de las propuestas antes referidas de Lukács o Simmel una vez que su resolución principal se establece fundamentalmente mediante un nuevo ideal narrativo, cuya expresión máxima es El hombre sin atributos. Sin embargo, en la concepción musiliana está presente el mismo ideal teorético e igual decisión crítica frente a la experiencia del sujeto moderno. La utopía musiliana de la literatura como Essayismus se configura como un espacio descrito como intermedio entre la verdad objetiva y la subjetiva, entre religión y ciencia, entre amor intellectualis y poesía, como una "combinación de exacto y no exacto, exacta puntualidad y pasión". 
La vida , escribe Nietzsche en el Caso Wagner, ya no habita más en la totalidad, en un Todo orgánico y concluso. Algunos años después, Musil retomaba en un fragmento de sus Diarios estas mismas palabras, con las que Nietzsche intentaba definir la situación de la cultura de finales de siglo. El diagnóstico de esta pérdida abre el camino a aquellas experiencias del pensamiento que se sitúan en la conciencia misma de la crisis  y que hacen necesaria una nueva estrategia discursiva, representada por el ensayo y las vanguardias artísticas. Musil, Benjamin, Broch, proclamarán el carácter plural y mudable de lo real, la inexistencia de un verdadero rostro del ser tras las máscaras del devenir, la inconsistencia de una realidad o una verdad dada, para afirmar en su lugar el juego infinito de los dioses con los dados, la noria de las infinitas interpretaciones, la permanente modificación del orden de la posibilidad.
Nace de esta posición la exigencia de tratar la realidad "como una tarea y una invención", de abandonar toda proposición en indicativo, es decir, toda aserción definitiva y absoluta, para pasar a las formas del conjuntivo, en el sentido de la posibilidad. El ensayo se organiza así como discurso de lo incompleto, de lo no resuelto; es una incesante emancipación de lo particular frente a la totalidad. Puede ser que de aquella totalidad perdida quede la nostalgia, surja una mirada melancólica -"con qué ojos mirará Agathe... la otra orilla", se pregunta Musil en un apunte de El hombre sin atributos, destinado al viaje al paraíso, es decir, al éxtasis de la perfecta unión amorosa-, pero ésta se verá atravesada una y otra vez por la risa de Zaratustra. Es hacia ese "otro estado" musiliano que se orienta el trabajo del ensayo, aun cuando su nuevo rostro no se manifieste todavía en las formas de la experiencia.
En el orden de los fragmentos, lo negativo es entendido como laboratorio de una experimentación, cuyo tiempo no es dado predecir. El ensayo sostiene la tensión entre el negativo de la experiencia y la forma de la utopía a la que aquel negativo se orienta. Aquí utopía no significa otra cosa que el límite crítico-escéptico contra todo proyecto que se postule como restaurador de un orden totalizante y orgánico. Por el contrario, es al filo de la escritura irónica que se tiende a circunscribir los límites y la contradictoriedad de nuestro saber, a minar los fundamentos ilusorios de nuestra certeza práctica, en el tentativo de realizar, a través de los varios experimentos del discurso, una nueva sintaxis de la posibilidad, en la que el sentimiento esté articulado a la exactitud, la razón al entusiasmo, la verdad a la ilusión. conviértese así el ensayo en los diálogos socráticos de nuestro tiempo.
Francisco Jarauta
Por un saber ensayístico
en La transformación de la conciencia moderna
Universidad de Murcia, 1991, pp. 37-43





_________
La transformación de la conciencia moderna
en Google books
pinchando aquí


También del mismo autor:
De Alejandría a la biblioteca virtual
III Congreso Nacional de bibliotecas públicas

pinchando aquí


Conferencia del autor:
Kafka: la literatura y el mundo
pinchando aquí

LAS FORMAS DEL TIEMPO (Francisco Jarauta)




Los últimos Streichquartette de Beethoven han sido siempre considerados como uno de los momentos más dramáticos de la música clásica. Su escritura, oscura, barroca, extraña en sus juegos formales, produce una exaltada belleza en la que se anuncian por igual la tensión máxima del estilo clásico y su disolución. Como si se tratara de un arco tensado hasta sus límites, a punto de saltar por los aires hecho añicos, imposibles ya de recomponer en su unidad primera. Volver hoy una y otra vez a escuchar los op. 127, 130, 132, encargos del Príncipe Galitzine, Embajador de San Petersburgo, es lo mismo que acercarse a uno de los experimentos formales más trágicos en los que la construcción musical abandona y sacrifica las que habían sido convenciones del estilo clásico, precipitando así su orden en una extraña y sombría exaltación, mitad rêverie mitad desespero, expresados con un lenguaje que anuncia premonitoriamente la música del futuro, tal como anotara Berilos el 24 de marzo de 1829 tras escuchar el op. 131 y el op. 135 interpretados por el Cuarteto Baillot. Una observación premonitoria que se adelanta a un tenso camino de experimentos musicales a lo largo de los cuales el orden clásico, llevado por Beethoven en sus últimas composiciones a la máxima tensión, dará lugar a una disolución progresiva que decidirá a mediados del siglo el anuncio de una nueva música. Charles Rosen verá en la Fantasía en C. mayor, op. 17, que Schumann escribe en homenaje a Beethoven, el final del estilo clásico.

Dentro de la crítica beethoviana ha sido posiblemente André Boucourechliev quien de forma más acertada ha indicado la razón secreta que rige la composición de los últimos Streichquartette, al afirmar que en ellos Beethoven “sometía las formas al deseo”, decisión que provocaba en toda la literatura musical de la época una especie de estupor ante la libertad con la que se enfrentaba no sólo a las reglas y convenciones tradicionales, sino por anunciar su fin. Es el conflicto entre un mundo interior que recorre la zona de sombras de una experiencia marcada por una progresiva y violenta separación del mundo y la decisión a favor de una escritura que se proyecta hacia un futuro de formas nuevas.

Sería útil recorrer el largo camino que a lo largo del XIX, de Chopin a Fauré, de Schumann a Ravel, de Brahms a Debussy, señala un diálogo difícil entre restauradores y críticos, para entender el alcance de la propuesta beethoviana. En el extremo más próximo a nosotros ahí está el sexteto para cuerda Verklärte Nacht de 1899, en las puertas del nuevo siglo, con el que Schönberg exasperó el cromatismo del Tristán, llevando a su límite el primer paso decisivo hacia la reducción del principio de tonalidad. A la que seguirán Erwartung (1909), la obra más libre de Schönberg y en la que la disolución arrastra y transforma os últimos materiales del anterior cromatismo, originando una nueva armonía, teorizada en la Harmonielehre de 1911, pauta de composiciones inmediatas como Pierrot lunaire de 1912 o Die glückliche Hand del año siguiente. Un largo experimento a lo largo del cual se disuelve y transforma la tradición clásica, dando lugar a un nuevo lenguaje musical.

Por una vía paralela, otro proceso de disoluciones y metamorfosis irrumpía en el campo de la pintura. Otro documento, y no menos dramático, daba cuenta de tensiones y rupturas paralelas. En carta de octubre de 1885, al término de una larga y fructuosa estancia en Neunen, Van Gogh escribía a su hermano: “Por el momento, mi paleta se deshiela y la torpeza de inicio ha desaparecido. Todavía me rompo a menudo la cabeza cuando empiezo, pero así y todo, los colores se siguen casi solos, y tomando un color como punto de partida, me viene claramente el que debe convenir y cómo se puede llegar a darle vida”. Sabemos cómo hasta el período parisino de 1886, Vincent poco sabía de una “escuela llamada de impresionistas”. Su camino se había orientado en una dirección distante de los primeros, protegido siempre por fidelidades inequívocas, Delacroix la principal de ellas.

La carta de Neunen habla del final de una crisis. Más tarde, en los cuadernos de Arles, lo recordará sin haber superado la angustia. La intensidad delacroixiana había resultado una tarea imposible y la mejor forma de expresarlo era bajo la imagen de una “paleta congelada”. La sistemática superposición de colores, tonos, barnices, estaba regulada por una idea: la de equivalencia, que Delacroix había situado como la tesis primera de su poética. Y es justamente esta idea de convertir a la pintura en un equivalente de la vida lo que resulta ahora abandonado. La paleta congelada de Van Gogh resultó ser el lugar sacrificial por excelencia de los ideales románticos delacroixianos. Y ahora que la paleta congelada se deshiela, el color ya emancipado comenzará a vagar de acuerdo a la ley azarosa de las impresiones. Una paleta que detiene y separa el color, que casi lo congela. Ahí están, sobre la mesa, los rojos, negros, amarillos, azules, blancos como a la espera de un despertar, condensados, uno a uno, amenazadores. Contienen más que nunca la pintura. Son como tonos aislados, que pronto comenzarán a vagar y a recorrer el lienzo. Me recuerdan a aquellos vagierende Akkorde, acordes vagantes, que Schönberg descubrirá como la base de toda materia musical. Los tonos emancipados discurrirán ahora, dando lugar a una “nueva armonía”, un nuevo concepto de composición. Queda el color o el tono musical, esa materia de la que arranca uno y otro discurso.

Todos sabemos que el color es el momento de la decisión: en los rojos intensos, los amarillos luminosos, los azules ofuscados, etc., se decide el sentido del cuadro. Si el azul es el primer reflejo de la luz en la materia –“en el azul sagrado suenan pasos de luz”, escribía Trakl–, el amarillo es el color de la tarde. Ilumina las cosas en el momento de su partida o desfallecimiento, antes del abandono de su aparente estado natural, en el instante peligroso en el que hace enloquecer el propio límite. Es él quien nos recuerda que toda cercanía es también distancia, de igual forma que todo encontrarse es perderse y toda aurora un ocaso. “Ah! Le soleil se mourant jaunâtre à l’horizon”, que anotaba Van Gogh en sus cuadernos de Arles. A la serena ironía del azul, opondrá el rayo devorador de los amarillos de la tarde, como si antes de abandonar las cosas quisiera incendiarlas, transformándolas así en puro resplandor. Una luz que presagia la renuncia al ritual consabido y frecuente de ciertos usos de la pintura, todavía fiel a al ley de la equivalencia, sea cual sea ahora el referente. Una defensa de la disponibilidad radical de la pintura, que no tiene por que coincidir con un simple experimentalismo. Y la decisión a favor de un lenguaje que, más allá de las cómodas evidencias, contenga todas las sombras que nos inquietan y protegen.

Esta misma tensión caracteriza ya sea la Erwartung de Schönberg que la noche de Neunen, señalando una radical frontera entre dos posiciones contrastadas como son el impresionismo y el expresionismo. Paul Hatvani lo aclaraba así en su ensayo de 1917, Versuch über den Expressionismus: “En el impresionismo mundo y yo, interior y exterior, se encuentran y vibran al unísono. En el expresionismo sumerge el mundo (überflutet das Ich die Welt). El expresionista entiende el arte de una manera hasta ahora inaudita. A la luz de esta enorme interiorización, el arte no tiene ya ningún presupuesto. Deviene así algo elemental. El expresionismo es ante todo la revolución por lo elemental”. Son dos los aspectos que encontramos en esta observación de Paul Hatvani y que han sido más tarde una y otra vez comentados por los críticos del expresionismo. Por una parte, el proceso de interiorización. Eric Séller, en su Die Reise der Kunst ins Innere, ha reconstruido el proceso de esta interiorización partiendo de la misma Estética hegeliana y planteando de nuevo la tensión que el Romanticismo introdujo en el ideal del Clasicismo y que tiene en Goethe a su defensor ejemplar. Por otra, la insistencia en el carácter de “elemental” atribuido al expresionismo y que obviamente precisa una mínima aclaración. Este concepto remite al aspecto primario, originario de toda experiencia. Es como situar al yo como principio de toda relación y conocimiento, como principio irreductible. Su afirmación y emergencia desestabilizará primero y luego hará saltar el sistema de las formas como si de un arco tensado en exceso se tratara. Como en Erwartung, saltan por los aires los viejos acordes produciendo el mayor de los miedos y desamparos, haciendo al mismo tiempo imposible todo regreso a la forma goethiana. Esta afirmación del yo no debe ser pensada como una instancia unitaria, estable, sino por el contrario, como un yo disuelto, disgregado, emergente. De Trakl a Benn, a Musil o Heym observamos un largo recorrido en el que esta disolución y disgregación se afirman y narran sin afirmar ni siquiera la promesa de una Erlössungshoffnung, una esperanza de liberación y recuperación de la identidad perdida. Una idea que alimentará las poéticas de primeros de siglo y que situará la experiencia y los lenguajes del arte en el arco que va del continuo desvanecerse de los antiguos sistemas de representación al devenir experimental y fragmentario de los nuevos lenguajes.

Es esta nueva concepción de lo real la que precipita y suspende el primado de las apariencias, forzando al arte a iniciar un camino “constructivo”, capaz de interpretar lo real mediante la propuesta de nuevos lenguajes, que expresen un orden no sometido a ninguna apariencia sensible, sino que permitan representar sintéticamente una simultaneidad de varias dimensiones. Esta idea, que regula el espacio figural-imaginativo de la abstracción, hará todavía más honda la crisis del lenguaje, cuyo testimonio más riguroso será la Chandos Brief de Hofmannsthal.

A esta situación se responderá desde dos posiciones diferentes. Por una parte, orientando el camino en la dirección de una abstracción pura, pensada desde el ideal matemático, capaz de reflejar una parte de la multiplicidad de los mundos posibles, en la inagotabilidad de sus nexos. En su ensayo de 1934, dedicado a Schönberg, en el que matemática y música son uno, Hermann Broch insistía en la libertad del inventar matemático, en la capacidad, propia de su formalismo, de intuir el “acaecer del mundo en su generalidad”, independiente de toda configuración determinada. Y no de otra forma habría que entender el espacio figurativo de Mondrian en el que quedan suspendidas cualquier alusividad o referencia, haciendo coincidir el cuadro con su construcción misma, entendida en un sentido determinado-finito, que nada tiene que ver con una pretendida representación del Absoluto. “La palabra está muerta, la palabra es impotente”, declaraba dadaístamente Van Doesburg en el Manifiesto De Stijl de 1920, a lo que respondió Mondrian con su concepto de plasticidad pura, concepto que expresa con matemático, broweriano rigor, una análoga subversión de los poderes heredados, “constitutivos” de la palabra.

Por otra, esa otra dirección que, partiendo de la disponibilidad formal de los elementos de la composición, los combina con aquellos otros que la intuición se apropia a través de las formas varias de la experiencia. “La intuición –dirá Klee– como hilo rector hasta en el crepúsculo y en lo más espeso del bosque”. Hay una cautela que orienta y organiza este segundo proyecto. Si, por una parte, se afirma la insuficiencia del lenguaje para nombrar lo real, una vez que éste ya no se presenta desde la evidencia de su apariencia; por otra, este nuevo real no se nos da, sino que permanece oculto. Y si la tarea del arte no es otra que “hacer visible el mundo”, este propósito pasa a ser la dificultad a la que responder desde la construcción de un nuevo lenguaje. Ejemplo de esta búsqueda de un nuevo lenguaje podría observarse en el proceso en el que el continuo formal de las composiciones de Kandinsky se complica estructuralmente con el espacio simbólico del mundo.

Pero ha sido Klee quien ha llevado con más rigor la exploración de este nuevo territorio. Lo que permanece es el carácter constructivo-finito de toda representación de lo real. La forma, en efecto, con la que damos cuenta de lo real no es aquella perfecta y exhaustiva de la intuición de la esencia, sino aquella de la imagen, del simbolismo, de los signos, con los que construimos nuestra representación. Frente al ideal matemático de la abstracción, Klee reivindica un concepto de forma que se configura como composición, como construcción abierta, en la que aparecen los órdenes del movimiento, de la potencia, de la afirmación/negación de lo real.

Esta línea leibniziana del pensamiento de Klee conduce a la exclusión de la forma abstracta “sola”, al advertir en ella una idealización que prescinde de aquellos aspectos más inmediatos de la experiencia. Ha sido Pierre Boulez uno de los primeros en observar la importancia que la idea de polifonía tiene en la obra de Klee, justamente para expresar esta simultaneidad de posibles líneas que se entrecruzan, definiendo el lenguaje de sus cuadros. La misma flecha del tiempo, tan frecuente en los motivos de los años treinta, irrumpe en la estructura polifónica señalando su tiempo.

Y si aferrar la multiplicidad en una sola palabra no nos es dado, en el “ordenarlo polifónicamente” consiste la obra. Este orden contradice la idea de una Ley omniabarcante. Ninguna Ley a priori regula la obra. La teoría de la figuración debe ser entendida como libre, es decir, abierta o “libre, pero rigurosamente contenido”, como se titula un cuadro de Klee realizado en 1930 junto a una serie de trabajos centrados en una reflexión sobre el problema de la forma. Esta tensión de la forma, si, por una parte, nos recuerda la proximidad de Klee a aquella potencia figurativa de la imaginación goethiana; por otra, nos acerca a algo central en la comprensión del arte moderno, como es la naturaleza dramática y discontinua de la forma. Lo había ya anotado Adorno al inicio de su Teoría estética: “Al perder las categorías su evidencia a priori, también la perdieron los materiales artísticos, como las palabras en la poesía. La desintegración de los materiales no es sino el triunfo de su carácter respectivo”. En efecto, de Debussy a Schönberg, de Baudelaire a Mallarmé, de Cézanne a Picasso, se proyecta la búsqueda de una escritura, instalada en el límite sobre el que se construye la cultura artística de nuestro tiempo. Es este afirmar sucesivo el que sostiene la obra entre los límites del Absoluto inefable y la representación particular de lo construido. Es como si el azar quedase abolido por la obra en el momento mismo que ella lo invoca para poder existir.

Pierre Boulez ha sabido interpretar este espacio a partir de una acuarela de Klee, de 1929, titulada Monumento en país fértil. El modelo polifónico deriva ahora hacia una compleja construcción en la que se articulan no sólo estructuras espaciales, atravesadas por una organización ascendente, sino también diagonales que señalan la deriva temporal de la forma. Se tiene al mismo tiempo la geometría y la desviación de la geometría, el principio y la trasgresión del principio, haciendo posible un lenguaje en el que resuena la tensión de lo real, traída ahora al momento de la forma, que deviene construcción, pero que como toda forma se verá abandonada al instante de su tiempo, al destino de su caducidad.

Los lenguajes que nombren esta nueva experiencia son lenguajes que no suscriben ninguna necesidad, ningún orden establecido. Son lenguajes que harán del silencio el lugar del análisis, de la interpretación, de la construcción alegórica, como en Kafka; o, incluso, lenguajes sin palabras, como en los Hymne de Stockhausen; o lenguajes arrojados a la furia del experimento y del nombrar. Cuando Musil afirma que la tarea teórico-ensayística de nuestro tiempo era más urgente que aquella otra “artística”, venía a indicar los potenciales significados de una escritura que se reconoce experimento, es decir, disponibilidad ensayística en el sentido musiliano del término. “Y así cada aventura es un nuevo comenzar, un viaje a lo inarticulado”, escribirá T.S. Elliot en Four Quartets. Esta aventura frente a la posibilidad implica nuevas hipótesis de significado, nuevos proyectos, lejanos ya de la vieja retórica del mundo de las correspondencias.

En su lugar, apenas un rumor, el del tiempo, siempre presente en la vibración de los cuadros de José Manuel Ciria. Series, variaciones que recorren el difícil umbral de un espacio siempre abierto y disponible a las marcas que una escritura teñida de memoria marcará compulsivamente como si se tratara de la cifra última que alberga en su secreto no sé qué misterio o distancia. Leves referencias culturales, sólo queda el proceso mismo de la pintura, aleatorio en sí mismo, regido apenas por el hilo rojo del deseo. Tras él, como en un segundo tiempo, el otro lienzo, aquel que la materia por sí misma configura. En el extraño juego de tensiones crece el relato suspendido de una escritura fragmentada, gestual unas veces, alegórica otras, pero sabiendo siempre que su espacio está marcado por un límite que el arte busca transfigurar.


Francisco Jarauta
Las Formas del silencio, 
Antología crítica (Los años noventa). 
Ed. Sotohenar. Madrid, Enero 2005.



CIELOS SOBRE BERLÍN (Francisco Jarauta)


sgs

El otoño de Berlín es lento. Kleist recordaba cómo sólo en Berlín la sinfonía de los rojos se precipitaba de pronto, impasible, sobre el mar de brumas grises que anunciaba ya el frío. Atrás quedaban las tardes de amarillos mil, los rojos luminosos y cárdenos, los tilos y brezos oxidados que desde el Tiergarten a Grunewald guardaban la memoria del tiempo y la irrecuperable presencia de la luz. Una luz que, para Kleist, dibujaba las estaciones y el devenir de las cosas.Recuerdo mi primera visita a Berlín, un otoño hace ya treinta años. Un viaje en tren, siguiendo el corredor de Braunschweig entre las sombras del siglo. Una ansiedad que hallaba su puerto en los andenes de la Zoo Bahnhof y después en una pensión de la Fasanenstrasse, como las que frecuentaban los viajeros de los años veinte. De aquellos días, además de los mapas primeros que siempre guiaron mis ulteriores viajes, quedan algunos recuerdos indelebles: el Moses und Aaron, una obra que podría ser considerada como imposible e irrealizable, dirigida por Hermann Scherchen; una Mutter Courage en el Berliner Ensemble con Helene Weigel, Ernst Busch, Wolf Kaiser entre otros; y el primer encuentro con nombres como Nolde y Beckmann, Kirchner y Macke, Dix y Schad, que aparecían como el rostro de una historia detenida o silenciada por un innombrable destino. Una historia que se hacía violentamente presente tan pronto atravesabas la Friedrichstrasse, frontera más que calle entre dos mundos.
Pasaron los años y con ellos la agenda de viajes y residencia se multiplicaron. La memoria de Berlín está hecha de tiempos y distancias, unidas por una fiel necesidad de reencuentros, como este último de noviembre. Habían pasado diez años de aquel histórico 9 de noviembre de 1989 cuando las fronteras que dividían la ciudad saltaron por los aires, dando paso a unos y a otros, reconociéndose en la fiesta que sólo la libertad posibilita. Aquello fue sólo el inicio. Los tiempos se precipitaron y nadie podía imaginar que la historia del siglo XX iba a tener un desenlace tan acelerado y definitivo. Berlín se convertirá en el meridiano del proceso; por él pasarán las decisiones, las estrategias. Y tras la unificación de las dos Alemanias volverá a ser la capital de la República, clausurando así cuarenta largos años de extraña división.
Esta tarde de noviembre se cumplen diez años de aquellos acontecimientos. Hay muchas formas de recordarlos. Una, entre otras, podría ser asomarse a la ciudad desde la terraza de la Info Box de la Potsdamer Platz. El bosque de grúas ha ido desapareciendo, dando lugar a los nuevos edificios, ordenados bajo el proyecto global de Renzo Piano. Pero no es lo que más me atrae, por fascinante que resulte la idea de inventar y construir un Berlín nuevo y moderno. Porque moderno era también el Berlín de los años veinte, aquellos años en los que la ciudad se había convertido, tras la Gran Guerra, en el centro de la cultura europea, de los experimentos políticos, y, en definitiva, de las grandes apuestas políticas, estéticas, culturales. Ahora, como si se tratase de una imagen superpuesta, viene a la memoria, dibujándose sobre el cielo de grúas y nuevos edificios, aquella otra imagen de la Potsdamer Platz, verdadero carrefour de la ciudad, cruce de tranvías y paseantes, de tráfico inmenso, detenido apenas en los cafés y cabarés que Kirchner pintara, una especie de público flâneur a la caza del instante en una década que había acelerado su tempo. Quizá extraviados por los soportales de la plaza pudiéramos todavía ver a los Franz Biberkopf de Alfred Döblin, al joven Brecht con el cigarro en los labios y la cazadora de cuero o a Mr. Norris de Christopher Isherwood en zapatillas de color lavanda. Eran, entre otros, los sujetos de una época que había inventado una forma expresionista de vivir y pensar, y que ante el desastre de la Gran Guerra derivaban hacia la búsqueda de una sociedad distinta, ajena a las estructuras heredadas de la unificación bismarckiana. Años de incertidumbres acumuladas y de generosos experimentos. La Berlín de los años veinte fue el verdadero laboratorio de una nueva cultura. Y si, por una parte, en una de las taquillas de la Zoo Bahnhof permaneció colgado años seguidos, cuenta Walter Benjamin, el letrero de "No hay billetes para el tren de Moscú" -tal era la curiosidad y entusiasmo que había despertado la Revolución de Octubre-; por otra, el proyecto de una nueva República pasaba a ser el proyecto más urgente con el que hacer frente al futuro político. A nadie escapa hoy que la República de Weimar constituye el punto de encuentro y desencuentro de todas las contradicciones de la cultura alemana, y escribir su historia equivale a proponer una interpretación de la historia del Estado-nación alemán, interpretación no tan intempestiva ahora cuando la reunificación es un hecho. Un amplio debate historiográfico ha insistido en la reconstrucción de una historia, que de alguna forma podría iluminar la historia reciente, pero éste no es ahora nuestro interés. Lo que sí resulta central es la tensión que recorre por igual política y arte, experimento y proyecto a lo largo de aquella década. Son los años de La montaña mágica, de Thomas Mann, y de Metrópolis, de Fritz Lang, de la Ópera de cuatro peniques, de Brecht, del teatro político de Piscator y de las puestas en escena de Pirandello por Max Reinhardt; como también la del estreno del Wozzeck de Alban Berg en la Staatsoper bajo la dirección de Erich Kleiber, o el final del segundo acto del Moses und Aaron. Y sin contar el entusiasmo de los amigos de Gropius, atentos a redefinir la cultura del proyecto, llámese ciudad o fábrica, casa o mesa. Son años de contradicciones profundas, en la frontera de lo deseado y pensado y lo imposible. Ahí están las grandes caricaturas de Otto Dix y George Grosz, las memorias de Benn o la poesía de Tucholsky. Tras ellas se descubre la mueca irónica de quien sabe que la historia puede repetirse y que los fantasmas que la anuncian ya andan libres.
De aquella historia que un día recorría los aledaños de la Potsdamer Platz sólo quedaba un inmenso erial. Todo había quedado destruido, sobreviviendo apenas las ruinas de la ciudad más vital de Europa. Cuando se habla del nuevo Berlín con el entusiasmo ingenuo de quien ama las novedades, se olvida precisamente este aspecto dramático de su historia. Si algo fascina de Berlín es ver aquí y allá, una y otra vez, las heridas de su historia. Ninguna ciudad como Berlín tiene esta competencia a la hora de mostrar qué fue el siglo XX, una historia cruzada de proyectos y fracasos, de sueños y búsquedas. Y posiblemente sea esta terraza de la Info Box de la Potsdamer Platz el lugar privilegiado para asomarse a la historia de Berlín, que por tantas razones es también historia de Europa.
La bruma de la tarde de noviembre vuelve a abrazar las sombras de la ciudad, sin distinguir ahora viejos restos y arquitecturas nuevas. Los tonos rojos del otoño de Kleist se han desvanecido y una húmeda línea recorre el horizonte. Son los cielos de Berlín que dijera Wim Wenders. Esta tarde, sin ángeles que los cuiden, y como si se tratase de un desafío a cualquier memoria histórica, sólo se perciben, como poderosos tótemes de la ciudad, dos cúpulas: la del Reichstag y la de la Alte Synagoge. La luz fría de la primera recrea en la distancia el aura de una historia reconstruida. La segunda, con sus formas orientales y sus oros bizantinos, aproxima y hace presente una memoria por tantas razones dolorosa. Pero juntas constituyen esta tarde los lugares simbólicos en los que el tiempo se detiene. Así ha sido la historia. La poderosa cúpula de Foster, construida sobre el que fue el primer Parlamento alemán, quiere hacer evidente un nuevo poder. La Alte Synagoge contiene las voces de errancias imposibles. Desde ninguna otra ciudad se oye y siente el Este europeo como desde Berlín, y no sólo por la relación con el shtetl oriental, del que hablara Canetti, sino también por la vecindad de lo eslavo y de su imaginario cultural. Si sobre algo se puede pensar Berlín como centro de Europa es justamente sobre la base de esta equidistancia. La misma lejanía media entre Moscú y Berlín, que entre Berlín y Lisboa. Una distancia que puede reconocerse sólo si se sabe que las fronteras se han construido sobre la base de victorias y derrotas.
Quizá sea ésta la dificultad mayor para ser hoy berlinés y posiblemente también alemán. ¿Qué hacer con la memoria? ¿Restaurarla o huir de ella? ¿Cancelar un pasado o neutralizarlo al paso que se vislumbra un nuevo horizonte? No es fácil resolver esta situación. Al final de Duell Traktor Fatzer, dirigida por Heiner Müller en el Berliner Ensemble, uno de los actores confiesa: "Ahora que ya no es posible la Revolución ya no hay vencedores ni vencidos, todos somos vencidos". De lo que se trata, cuando de la historia se habla, ya no es de fijar el límite de los errores, sino la fuerza de las esperanzas y éstas habían fracasado. ¿Qué hacer entonces con la memoria? En noviembre de 1989, Heiner Müller trabajaba como un poseso en su inmenso proyecto sobre Hamlet (Hamlet/Maschine). Le invade una especie de bloqueo, descrito en su poema Mommsens Block. En él cuenta cómo el historiador Mommsen no consigue terminar el tomo cuarto de su Historia de Roma, quemándosele la casa con todos los manuscritos. El incendio de la casa de Mommsen hacía imposible la narración de la historia de Roma, como otros incendios volvían a dificultar el relato de una historia más reciente.
Si esta historia no puede ser contada, tampoco puede ser borrada. Recientemente, Günter Grass anotaba que una buena parte de la literatura que él podía escribir surgía de las pérdidas y quizá también de las ausencias. Sería como contar aquel tiempo que ya no es, desde la sombra o la huella de su desaparición. Una escritura, literatura o filosofía, lejana de explicaciones innecesarias y atenta al rumor secreto del tiempo. ¿No será esta situación el lugar en el que se muestre la nueva mirada? No hace mucho, Wolf Lepenies recordaba, citando a François Furet, que los alemanes, después de los rusos, eran el segundo gran pueblo europeo incapaz de dar sentido a su siglo XX y por lo tanto a toda su historia. Una dificultad que ya Walter Benjamin había anotado en su Diario de Moscú a propósito de los derroteros de la Revolución. Pero quizá ahora haya llegado el tiempo de pensar y construir una historia que abrace los extremos de Europa y los reúna. Sobre las paredes en ruinas del Tacheles berlinés alguien ha escrito Wo ist captain Nemo? (¿Dónde está el capitán Nemo?). Y en el film de Wenders, el ángel que observa la ciudad desde la cúspide rota de la Gedächtniskirche, cuando desciende hasta las calles de la ciudad es sólo para decir un fraterno Guten Morgen!


Francisco Jarauta
6 abril 2000



Entradas relacionadas

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...