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FUNERAL EN VIANA (Álvaro Mutis)




In memoriam Ernesto Volkening
Hoy entierran en la iglesia de Santa María de Viana
a César, Duque de Valentinois. Preside el duelo
su cuñado Juan de Albret, Rey de Navarra.
En el estrecho ámbito de la iglesia
de altas naves de un gótico tardío,
se amontonan prelados y hombres de armas.
Un olor a cirio, a rancio sudor, a correajes
y arreos de milicia, flota denso en la lluviosa
madrugada. Las voces de los monjes llegan
desde el coro con una cristalina serenidad sin tiempo:

Parce mihi, Dómine;
Nihil enim sunt diez mei.
¿Qui est homo, quia magníficas eum?
¿Aut quid appónis erga eum cor tuum?

César yace en actitud de leve asombro,
de incómoda espera. El rostro lastimado
por los cascos de su propio caballo
conserva aún ese gesto de rechazo cortés,
de fuerza contenida, de vago fastidio,
que en vida le valió tantos enemigos.
La boca cerrada con firmeza parece detener
a flor de labio una airada maldición castrense.
Las manos perfiladas y hermosas, las mismas
de su hermana Lucrezia, Duquesa d’Este,
detienen apenas la espada regalo del Duque de Borgoña
Chocan las armas y las espuelas en las losas del piso,
se acomoda una silla con un apagado chirrido
de madera contra el mármol, una tos contenida
por el guante ceremonial de un caballero.
Cómo sorprende este silencio militar dolorido
ante la muerte de quien siempre vivió
entre la algarabía de los campamentos,
el estruendo de las batallas y las músicas
y risas de las fiestas romanas. Inconcebible
que calle esa voz, casi femenina, que con el acento
recio y pedregoso de su habla catalana,
ordenaba la ejecución de los prisioneros,
recitaba largas tiradas de Horacio
con un aire de fiebre y sueño o murmuraba
al oído de las damas una propuesta bestial.
Qué mala cita le vino a dar la muerte de César,
Duque de Valentinois, hijo de Alejandro VI
Pontífice romano y de Donna Vanozza Cattanei.
Huyendo de la prisión de Medina del Campo
Había llegado a Pamplona para hacer fuerte 
a su cuñado contra Fernando de Aragón.
En el palacio de los Albret, en la capital de Navarra,
se encargó de dirigir la marcha de los ejércitos,
el reclutamiento y pago de mercenarios,
la misión de los espías y la toma de las plazas fuertes.
No estaba la muerte en sus planes.
La suya, al menos. A los treinta y dos años
Muy otras eran sus preocupaciones y vigilias.
Frente a Viana acamparon las tropas de Navarra.
Los aragoneses comenzaban a mostrar desaliento.
Sin razón aparente, sin motivo ni fin explicables,
El Duque salió al amanecer, en plena lluvia,
hacia las avanzadas. Le siguió su paje Juanito Grasica.
En un recodo perdió de vista a César.
Una veintena de soldados del Duque de Beaumont,
Aliado de Fernando, cayó sobre el de Valentinois;
la lluvia les había permitido acercarse.
Él sólo pudo verlos cuando ya los tenía encima.
Entre los presentes en la iglesia de Santa María,
persiste aún la extrañeza y el asombro
ante muerte tan ajena a los astutos designios de César.
Los oficiantes oran ante el altar y el coro responde:

Deus cui propius est miseréri,
semper et párcere, te súpplices
exorámus pro ánima fámuli tui
quam hódie de hoc século migráre jussisti.

Los altos muros de piedra, las delgadas columnas
reunidas en haces que van a perderse
en la oscuridad de la bóveda, dan al canto
una desnudez reveladora, una insoslayable evidencia.
Sólo Dios escucha, decide y concede.
Todos los presentes parecen esfumarse
ante las palabras con las que César, por boca
de los oficiantes, implora al Altísimo un don
que en vida le hubiera sido inconcebible: la misericordia.
El perdón de sus errores y extravíos, no fue asunto
para ocupar ni el más efímero instante de sus días.
Sin sosiego los días de César, Duque de Valentinois,
Duque de Romaña, Señor de Urbino.
¿De qué fuente secreta manaba la ebria energía
de sus pasiones y la helada parsimonia de sus gestos?
Los hombres habían comenzado a tejer la leyenda 
de su vida sin esperar a su muerte. Algo de esto 
llegó alguna vez a sus oídos. No se marcó
el más leve interés en sus facciones.
Una humedad canina se demora dentro de la iglesia
y entumece los miembros de los asistentes.
El desnudo acero de las espadas
y de las alabardas en alto, despide una luz pálida,
un nimbo personal y helado. Los arreos de guerra
exhalan un agrio vaho de resignado cansancio.

Réquiem aeterna dona eis Dómine:
et lux perpétua lúceat eis.
In memoria aeterna erit justus:
ab auditione mala non timébit.

El Rey Juan de Navarra mira absorto
las yertas facciones de su cuñado
por las que cruza, en inciertas ráfagas,
la luz de los cirios. Vuelven a su memoria
los consejos que días antes le daba César
para vencer las fortificaciones aragonesas;
la precisión de su lenguaje, la concisa sabiduría
de su experiencia, la severa moderación de sus gestos,
tan ajenas al febril desorden de su rostro
en las interminables orgías de la corte papal.
Hoy cuelgan a Ximenes García de Agredo,
El hombre que lo derribó del caballo con su lanza.
Su rostro conserva todavía el pavor
ante la felina y desesperada defensa del Duque.
Ya en el suelo y a tiempo que lo acribillaban
las lanzas de sus agresores, aún tuvo alientos
para increparlos: “¡No sou prous, malparits!”.
Hoy parte Juanito Grasica para llevar la noticia
a la corte de Ferrara. Imposible imaginar el dolor
de Donna Lucrezzia. Se amaban sin medida.
Desde niños, comentaba César en días pasados
al recibir en Pamplona un recado de su hermana.
Termina el oficio de difuntos. El cortejo
va en silencio hacia el altar mayor,
donde será el sepelio. Gente del Duque
cierra el féretro y lo lleva en hombros
al lugar de su descanso.
Juan de Albret y su séquito asisten 
al descenso a tierra sagrada de quien en vida
fue soldado excepcional, señor prudente y justo
en sus estados, amigo de Leonardo da Vinci,
ejecutor impávido de quienes cruzaron su camino,
insaciable abrevador de sus sentidos
y lector asiduo de los poetas latinos:
César, Duque de Valentinois, Duque de Romaña,
Gonfaloniero Mayor de la Iglesia,
digno vástago de los Borja, Milá y Montcada,
nobles señores que movieron pendón
en las marcas de Cataluña y de Valencia
y augustos prelados al servicio de la Corte de Roma.
Dios se apiade de su alma.

Tomado de Summa de Maqroll el Gaviero. Poesía 1948-1988 (FCE, 1990).  

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