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PRÓLOGO DE ENRIQUE MÚJICA PARA "RÉQUIEM POR UN CAMPESINO ESPAÑOL" DE RAMÓN J. SENDER





Contaba Fernando Savater que se convirtió en un incondicional de Sender a partir de la lectura de  Mister Witt en el cantón y de Réquiem por un campesino español, a las que califica de «dos de las rarísimas piezas perfectas de la narrativa española moderna». Ciertamente este libro, Réquiem por un campesino español, que apareció en su primera edición con el título de Mosén Millán, es una de esas obras perfectas que los grandes autores nos regalan en su madurez creadora. Tal como El viejo y el mar de Hemingway, La perla de John Steinbeck, el Mortal y rosa de Umbral, Los santos inocentes de Delibes, la Crónica de una muerte anunciada de García Márquez, o El duelo de Joseph Conrad. Una obra maestra grande, aunque por su tamaño pueda parecer pequeña o corta. 
Se dice que Sender escribió su Réquiem en una semana, y eso asombra con toda verdad. Pero es igual. A la manera de la geometría, en la literatura no importa el tiempo. Quiero decir que una obra maestra lo es tanto si su ejecución duró una semana o siete años -Stendhal tardó 54 días en La Cartuja de Parma. Y este Réquiem senderiano es una obra maestra, donde parece increíble que tanto pueda reunirse en tan poco espacio. En tres tiempos transcurre la narración. En el momento presente, cuando el cura se dispone a decir una misa por Paco el del Molino, el joven campesino al que bautizó y que luego fue su monaguillo, al que casó y al que acabaría por delatar y asistir en su ejecución en los días de la guerra civil. Un año atrás de entonces, con el recuerdo de aquellos días terribles de la delación y prendimiento de Paco y su asesinato. Y, finalmente, la rememoración en la vieja sacristía del nacimiento, infancia y crecimiento del campesino que después del 14 de abril acabará con el dominio señorial de aquel duque ausente, dueño de los pastos del monte, cuando Paco dirá:
-Vamos a quitarle la hierba al duque.
Y aquí está todo, decía, porque no falta nada. El aire permanente, y latente, de la tragedia de Paco. Del niño condenado acaso desde aquel día infantil en que acompaña a Mosén Millán a llevar la extremaunción a un pobre moribundo habitante en las cuevas. Ese episodio -que el propio Ramón José Sender confesó haber vivido en la niñez-marca su vida con el afán de redimir, de liberar a los moradores de las cavernas,presos en una miseria nada platónica.
En la tragedia senderiana, tampoco falta el coro que agrandaba los hechos a la manera clásica, cuando la amplia abertura de la boca en la máscara servía de megáfono. El coro es aquí el «carasol», el lavadero público del pueblo, con la jerónima, entre ensalmadora y curandera, entre Casandra y correveidile. Al «carasol», los señoritos asesinos llegados de la capital, le soltaron una rociada de balas, manera brutal de acabar con toda la opinión pública, si es que así lo podemos ver.
Si queremos seguir viendo símbolos, ninguno mejor que la actitud del cura, parábola acaso de una Iglesia que proclamó cruzada y bendijo así la atroz guerra civil. O al señor Cástulo, nadador entre dos aguas, cuyo coche servirá para la boda de Paco y también para su ejecución. O el  leitmotiv del romance popular, que nos canta por boca del monaguillo la vida, pasión, prendimiento y muerte del campesino español.

Ahí va Paco el del Molino,
que ya ha sido sentenciado,
y que llora por su vida
caminó del camposanto.

O el zapatero, librepensador a medias, que «como casi todos los del oficio tenía anchas caderas»... O el centurión, que capitanea la partida de los asesinos, dispuesto a rematar al Paco moribundo junto al mismo coche del rico señor Cástulo, hasta que alguien grita, para evitar manchas: 
-No. ¡Ahí no! 
Pero ningún símbolo tal vez más hermoso que el potro del campesino. El caballo que campa sólo por los montes y que entrará en la iglesia de la aldea (un lugar del Alto Aragón «cerca de la raya de Lérida»), en la mañana del funeral que el cura culpable y apesarado dice por su antiguo monaguillo y que los tres ricos del pueblos quieren pagar. Nadie acude a la misa, salvo el potro, que nos hace recordar al caballo blanco de Emiliano Zapata, símbolo de la libertad en la película de Elia Kazan.
También podemos olvidarnos de todos los símbolos. Es igual, podemos leer este libro claro y emocionante, según lo viera Max Aub, como lo que por encima de todo y en primera instancia es, un relato extraordinario, una tragedia impresionante, con esa fuerza terrible que tenían las matracas en Semana Santa, cuando sonaban como «un rumor de huesos agitados».
El libro se llamó primero Mosén Millán, centrado en el cura culpable. Titularlo Réquiem lo hace pasar a ser algo que llora por todos nosotros, incluido el párroco delator, que como hace poco escribía José Carlos Mainer en la revista Turia había sido «un sacerdote vulgar, abnegado y seguramente feliz hasta que en su vida se cruzó la guerra civil y participó en la innoble trampa que trajo la muerte a Paco el del Molino».

Enrique Mújica


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