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CRISTO VERSUS ARIZONA (Manuel Alvar)


 

Mi nombre es Wendell Espana, Wendell Liverpool Espana, quizá no sea Espana sino Espan o Aspen, nunca lo supe bien, yo no lo he visto nunca escrito, Wendell Liverpool Espan o Aspen, espan es trecho, momento, y aspen es álamo temblón, algunos le dicen tiemblo, antes de saber quiénes habían sido mi padre y mi madre, bueno, esto me queda algo duro al oído, yo suelo decir mi papá y mi mamá, o sea, antes de saber quiénes habían sido mi papá y mi mamá yo me llamaba Wendell Liverpool Lochiel, es lo mismo, mi nombre es Wendell Espana... (Cristo versus Arizona - Camilo José Cela)

Mucho ha llovido, hasta por estos secarrales, desde que Ortega y Baroja discutieron sobre qué cosa era una novela. Y acaso, como ocurre en todas las discusiones, cada quien siguió terne en lo que entendía y no le dio un adarme lo que el otro pensaba. Así las cosas, se adujeron nombres extraños, que si O'Connor y que si Fitzgerald, que si Sartre y que si Forster, y terció Camilo José Cela para dejar asentadas las cosas en su más meridiana claridad: novela es todo escrito que bajo su título y, entre paréntesis, acepta la palabra novela. Algo había ido quedando claro: la dificultad de poner lindes definitorias a un género que se escurría del propio quehacer de los creadores. Ortega vino a decir más o menos que la novela actual era un género moroso y abierto. Tal vez convenga que interpretemos debidamente lo que con ello pensaba. El novelista dispone de tiempo: ante él las cuartillas blancas no constriñen la duración del relato, como le ocurre al dramaturgo; puede, pues, describir, «demorarse» en lo que su talante le exige. Y el novelista no es dramaturgo, o poeta lírico, o rapsoda, o teólogo, o naturalista; puede ser todas esas cosas y algunas más. Lo que nos viene a mostrar con evidencia que las aparentes facilidades (tiempo y diversidad) se convierten en graves inconvenientes, porque la novela tiene sus límites y no es un poema, ni un ensayo, ni un tratado especulativo. Formuladas así las cuestiones, un novelista español que escriba después de la discusión de un teorizante y un realizador no puede decir que la novela es un resultado de los relatos épicos (aunque lo sea) ni un arte híbrido (por más que de todos participe), sino que debe enfrentarse con el mundo de las ideas y el de la realidad para conseguir una criatura nueva y distinta con materiales que están en mil canteras diferentes, pero que ahora tienen un orden que los diferencia. Lo que separa al sillar tallado del matacán de relleno. Estamos en nuestro punto de arribada.

Cela ha escrito una novela (entre paréntesis) que intenta romper con la tradición anterior. Algo de lo que ya se había propuesto con Oficio de tinieblas 5 o con Mazurca para dos muertos. En parte incide y coincide con ellas, sobre todo con la Mazurca. Un mundo turbio, de sexualidad desatada, de sórdidas miserias. Humanidad reducida a un rabel en el que no suenan ni siquiera las tres cuerdas. No emito un juicio de valor, porque los críticos se equivocan casi siempre que juzgan (¿no leen nuestros escolares en viejos libros que Alma fuerte vale más que Rubén Darío y, en otros modernos, que Gabriel y Galán es mejor poeta que Unamuno?). Prefiero exponer: muchos lectores repudiarán estas páginas, otros hablarán de repetición, otros de monotonía o de falta de sustancia novelesca. Es necesario decir que Cela admira fervorosamente a don Pío Baroja, pero no merece la pena repetir que admira a don José Ortega. Esta es la cuestión que el crítico debe encarar cuando valora este relato. ¿Hasta dónde lo novelesco? ¿O es novela el conjunto de elementos que lo integran? Porque desde la primera línea de la página cinco hasta la veintinueve de la página doscientas treinta y ocho no se encuentra otro signo de puntuación que la coma. Ya es mérito enhilar estos (¿cuántos?) cientos y cientos de míseros personajes sólo por las advocaciones de la letanía, hasta que el agnus Dei qui tollis peccata mundi se acompaña de un Miserere nobis que deja sin resuello al narrador. Acaso hagan falta muchos exaudi nos domine para que tantas prevaricaciones puedan caer en el saco sin fin de las más generosas entendederas y para que ese mundo -sórdido, soez, misérrimo- se convierta en criatura artística. Y deberíamos valorar un hecho básico: la afinidad de estos tipos. Identificados todos por un denominador que los aproxima y los hace identificarse, como si los cientos de tipos que pululan por estas páginas fueran el propio Wendell, repetido en los mil espejos de una garita de feria: con un solo elemento, infinidad de espectros repetidos sin fin posible. Tan idénticos en su modo cuanto diferenciados en su apariencia.

El primer problema que debemos dilucidar es la categoría aristotélica de la verosimilitud. ¿Es posible ese mundo? Si es posible -y me temo que lo sea-, ¿Wendell Liberpool Espana, Span o Aspen escribiría lo que escribió? Claro que Cela se plantea estas preguntas y trata de darles respuestas. En un momento se nos dice por qué se empezó a borrajear las páginas: «Gerard Ospina me dijo, debes poner en orden lo que vas explicando para que la gente no se confunda, lo mejor es ir contando por muertos, yo le respondí, hablar es muy fácil, pero poner orden en lo que se va diciendo ya no lo es tanto». Es posible: es posible que Ospina -mareado de tanto ir y venir de aquellos personajillos- quisiera poner en orden el relato; posible es también que España se decidiera a hacerlo y es posible que «las páginas que siguen son mías, las escribí yo de mi puño y letra, guardando todas las reglas gramaticales, analogía, sintaxis, prosodia y ortografía». Hasta es posible que conversando Gerard y Wendell llegaran a la conclusión de que tanto nombre monótonamente reiterado, como el ora pro nobis de la letanía, rememoraba las alargadas sibilantes de las viejas en la misión. Y aun habría que suponer que el comienzo de la letanía tuviera que ver con algún remilgo de la ex monja Ana Abanda, ahora calcetillera, y su final coincidiera con el hastío del narrador. Lo cierto es que el relato se había ordenado bien empezada la novela, y todo lo anterior (hasta la página 65) era como una especie de anacrusis que servía para ambientar, pero no formaba parte del relato, como ocurre con las sílabas inacentuadas de algunos versos. La narración está hilvanada por cada una de las advocaciones de la letanía, pues gracias a ella se puede llevar la cuenta de estos y otros muchos dislates, y así vuelta a empezar. Lo malo es que la letanía sirve para el recuerdo, pero no para la salvación, pues «Cristo tiene que estar muy harto de los pecadores» o «los hombres han ido escarmentando a Dios a pesar de su infinita paciencia». En el fondo, el alma del pecador Espana sabía que «Cristo va hacia Arizona y hacia todo el mundo, Cristo no va en contra de nadie porque es poderoso y humilde». Tan buenas doctrinas se quedaron en el saco de los mejores propósitos y cuanto pergeñó Wendell Liverpool no fueron sino las historias que mejor hubiera sido guardar, pero ello mismo nos plantea un problema dual en este relato: la autobiografía, verosímilmente aristotélica, que es el mundo oscuro de aquella gentucilla. Y un mundo complejo y variado que es el del creador Camilo José Cela. Se suscita la lucha entre dos orbes dispares: el de la verosimilitud digamos aristotélica (ajena) y el de la purificación platónica (propia). Si la sordidez ganara, no hubiera merecido la pena seguir las páginas de una existencia bastante vil, pero sobre la autobiografía hay otro mundo de posibilidades que no es el de la realidad contingente, sino el de la creación. Lo que Espana ignora y, sin embargo, Cela nos da por añadidura.

Las historias de Tomistón son sórdidas y despiadadas. Tuvieron puntual amanuense en aquel Wendell Espana que hilvanando lujurias cosió los retazos de su autobiografía. Pero no me ocupo de moral, sino de técnica novelesca y este amasijo de entradas y salidas, de salidas y entradas mil veces repetidas no son otra cosa que el bien sabido recurso del estilo directo. Pero ya aquí se nos suscitan algunas consideraciones: el narrador Wendell Espana procede por recuerdos inconexos, como fosfenos que asoman a los ojos cerrados en la duermevela. Detenidos en este punto, su autobiografía no discreparía mucho de Manhattan Transfer, de Le Sursis o de La colmena: retazos aislados de diversas existencias que, al rastrearlos a lo largo de las páginas, podrían darnos la vida -ciertamente calamitosa- de esas gavillas de personajes. Aduzco ejemplos para entendernos, no para que unamos actitudes. Pero la novedad del procedimiento ideado por Cela es que los recuerdos no vienen concitados por un pensamiento que los hilvanara de una manera lineal, sino que cada uno de ellos surge ex abrupto desde la caverna del recuerdo. Entonces el relato cobra un aire de monólogo interior en el que actúa no una pretensión literaria, sino la psicología que hace aflorar a cada personaje en el momento en el que algo (un recuerdo, un recurso retórico) ha exigido su presencia. Si esto es así desde la perspectiva del hombre que narra su vida, el novelista que la transcribe la va salpicando de numerosos motivos que impiden que esto sea una autobiografía, sino que la hace ser un orbe mucho más complejo que el de una historia personal.

Partiendo de algo que dijo Ortega, no podemos ver la novela de hoy como un simple acontecer de hechos, sino como una forma de narrarlos dentro de un género para el que ya no valen unas cancillas destajadoras. Porque si la épica dio el sustento para que la novela naciera, hay en la novela de hoy muchos más elementos que aquellos ademanes que pudieran hacernos identificar su linaje. Unas veces diríamos dramaturgia, como en el coloquio del chino Wu cuando se le desbaratan las calaveras o en el relato de los amores desgraciados de Adelino Orogrande; poesía lírica se encuentra en la ternura con que describe a los tontos, o en la caracterización de la bisabuela de Bonifacio Branson, o en la muerte de la niña Maggie, por no hablar de las notas con que el personaje acierta a cubrir estas descarnadas existencias (y que nos bastara la descripción de los llanos de Malone: «lo más probable es que la tierra esté hueca por muchas partes, por los llanos de Malone retumba de tal manera el galopar de la caballería que la tierra parece que está hueca, suena como un tambor, los coyotes huyen despavoridos cuando la tierra suena y los osos se esconden muertos de miedo en las grutas más hondas y confusas sólo los aucas aguantan desde el palofierro el estremecimiento de la tierra que se convierte mientras pasa la caballería en un corazón arrebatado»).Poesía lírica también en el recurso, tan reiterado, de la repetición que, como un estribillo, va acompañando la presencia de cada una de estas criaturas identificadas por su nombre y por su apellido.

Pero no se trata de repetir lo que la preceptiva enseña, sino de dar vida a un relato. Creo que en este sentido es imprescindible llamar la atención sobre el estilo directo, lo que los alemanes llaman de manera expresiva das erlebte Rede (el estilo vivido); Cela recurre mil veces a este procedimiento, que si, de una parte, vitaliza el relato, de otra lo subjetiviza desde el mundo de las criaturas, que es tanto como objetivarlo desde la postura del escritor. Claro que no es lo mismo interrumpir la narración, como un viejo cronista, para insertar un fragmento ajeno (digamos la esquela de Pomposo Sentinela), como hacer protestas de la propia incapacidad ortográfica o la evocación con un estilo puntual de la historia, y las historias, de Angelina, etc. El recurso es muy complejo y sólo puedo ir anotando de pasada.

Pero la novela, con su bronco sesgo popular, cobra un sentido preciso gracias a la utilización deliberada del refranero o de una paremiología que, si inventada, tiene todo el aire lacónico y sentencioso de los viejos dichos: en cada momento el refrán se adapta a la circunstancia o, en un intento eufemístico, aún hace más brutal y directa la sentencia. Claro que todo un mundo revuelto de saberes populares se da cita en estas páginas, para evocar o para autorizar, y entonces surgen los valses (Los enemigos de México, el de la muerte del general Obregón), las coplas (la cuarteta de la india Irma, la del muerto de hambre), los pliegos de cordel, las canciones (vuela palomita, la de la muerte flaca, la que cantaba Margarita Benavides, etc.) o los infinitos corridos que se encuentran prosificados en tantas y tantas páginas. Como exigencia imprescindible, el uso de estos recursos se ampara en la conciencia lingüística, con oposiciones entre el español de España y el de América, con las sinonimias enriquecedoras (zamuros, auras, buitres, zopilotes) o con el uso, hondamente entrañado, de lengua de Castilla por «español». Y, por si no bastara, sobre tantos y tantos motivos, las creencias populares sobre Santiago Matamoros o en el poema genesíaco que se desgrana a lo largo de variados pasajes: «los animales se reunieron para crear al hombre, se sentaron en rueda presididos por el león, etcétera».

Apunto los motivos que hacen de éste un libro moroso, según el dictamen de Ortega, pero todos los caminos llevan a una conclusión: Cela cree que la novela es un género clausurado en su forma tradicional. Entonces procura abrir nuevas brechas que lleven de nuevo hacia el campo libre. Aceptar el reto y quererlo ganar es un quehacer que exige mucho valor y muchas dotes. Cela ha acreditado ambos y nos preguntamos si éste es el último intento o será abandonado en busca de otro camino nuevo. Tras la Mazurca o tras Cristo versus Arizona, ¿es posible agrandar el portillo o convendrá volver hacia relatos de tipo más tradicional? La pregunta no es retórica, puesto que, desde hace no pocos años, Cela aspira a contar y a contar de maneras nuevas. Recuerdo a un personaje del relato que he comentado: «Euphemia Escabosa estuvo siempre dispuesta para el amor, en su vida hizo ninguna más cosa que amar y acercarse a la muerte, pero [...] murió amando». Acaso estas limpias palabras sirvan para purificar muchas sordideces y para dejarnos un envite en espera de la próxima narración de Cela.

 

Manuel Alvar
Cristo versus Arizona
Revista Bibliográfica de Ciencias y Letras,
 núm. 518-519 (febrero-marzo 1990)


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