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UNIVERSALIDAD DE LA REGENTA (Gonzalo Sobejano)

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En 1936, el mismo año en que estalló la Guerra Civil, publicaba Espasa-Calpe una biografía de Leopoldo Alas, compuesta por Juan Antonio Cabezas, con el título Clarín, el provinciano universal. Más preciso era el epígrafe del capítulo XVII de aquel libro, «Un provinciano universal», donde el biógrafo, registrando los ascensos del profesor Alas en la Universidad y en el Ayuntamiento de Oviedo, comprobaba la difusión, hacia 1890, de su nombre y obra más allá de la provincia y del país, y la constante apertura del escritor a horizontes culturales muy varios.



               «Un provinciano universal» es más preciso porque ha habido, antes y después, otros provincianos universales. Flaubert, aunque viajase mucho más de lo que suele recordarse, decidió en cierto momento encerrarse en su casa de Croisset, cerca de Rouen, y sentarse a escribir (y solo podía escribir sentado, según declaración propia). Alas no salió nunca de España, y lo más lejos que llegó dentro de ella fue a Zaragoza y a Sevilla: afincado en Oviedo, allí y en los contornos de la noble ciudad trabajó siempre. Por aludir solo a españoles posteriores, recordemos a Unamuno, arraigado en Salamanca y, en el exilio, apegado a la frontera; a Miguel Delibes, que ha escrito su obra toda en Valladolid y para esta su ciudad natal; o a un tercer Miguel —Miguel Espinosa— que apenas salió de Murcia y encuadra sus fábulas en esa población, a la que nunca nombra.



               Y bien. Flaubert, «le solitaire de Croisset», mantuvo desde su retiro caudalosa correspondencia con personas afines, estudió incansablemente en los libros y en la vida, y creó los más altos dechados de la novela moderna (Madame Bovary, L’ éducation sentimentale, Bouvard et Pécuchet) y del cuento literario (Trois contes).



               La triple condición de Unamuno como vasco, castellano y español no estorbó a la amplia y honda proyección de su escritura hacia el mundo: fue y sigue siendo uno de los escritores del «98» más atendido en Francia, en Alemania, en las dos Américas, y para la hispana escribió mucho sin haberla visitado nunca.



               Por nacimiento y voluntad radicado en Valladolid, Miguel Delibes apenas traspuso este ámbito, dedicando sin embargo sus labores literarias y cívicas a la causa del universo, pulsado en la realidad de su espacio inmediato.



               Y de Espinosa puede decirse algo parecido; expertos en historia política elogiaron con fundamento su primer libro, Reflexiones sobre Norteamérica, elaborado sin haber puesto jamás el pie en tal territorio; y es unánime el juicio de la crítica acerca del significado trascendente de sus ficciones: Escuela de Mandarines (el poder dictatorial), Tríbada (religación esencial frente a mundanidad fútil), Asklepios (el exilio en el tiempo), La fea burguesía (proceso a la sociedad consumista, en cualquier latitud). Pero Espinosa no estimaba necesario desplazarse de un punto a otro en el mapa, escasas veces dejó su ciudad, y quería y podía abarcar mucho en su mente: a través de lo vivido en el marco a él destinado, de sus lecturas y meditaciones, y de su comunicación a fondo con el prójimo.



               En Oviedo, como periodista y como crítico literario, Leopoldo Alas se sintió tempranamente movido a comentar la actualidad española y europea. Su cátedra no le llevó —repito— más allá de Zaragoza, y por tiempo breve. Aunque había cursado estudios en Madrid y alguna vez insinuó un vago propósito de traslado a la capital, en realidad ésta no le atraía como lugar de residencia. Conservaba de ella algunas memorias gratas, sobre todo de sus maestros «krausistas», y algunos buenos recuerdos de templos y teatros. Pero, en general, puede decirse que Alas era vocacionalmente «provinciano». Sus dos novelas mayores tienen lugar en ciudades de provincia, y la mayoría de sus relatos breves buscan como ambiente predilecto el campo, la aldea, algún paraje apartado, modesto y oscuro.



               Y no obstante, o por ello mismo, Leopoldo Alas llega siempre a una cota de universalidad que depende menos de su omnímoda atención a la actualidad que de su penetración amorosa en el existir y sucederse intrahistóricos. Además, cuando Alas escribe La Regenta está convencido de que el novelista, según los principios del naturalismo, por él expuestos mejor que por nadie en 1882, debe edificar la novela sobre un conocimiento del lugar por él habitado y estudiado.



               Con todas estas limitaciones, el joven crítico Clarín termina, a los 33 años de edad, La Regenta, novela «provinciana» y «universal»; la novela española del siglo XIX más provinciana (en apariencia) y más universal (en sustancia).



               En ella, un sacerdote, Fermín de Pas, convertido en instrumento de las ambiciones de su posesiva madre, aspira a adueñarse, por el cauce eclesiástico, de toda una ciudad. Se le confía como penitente a Ana Ozores, considerada en Vetusta la más bella y digna dama de la esfera burguesa en un tiempo (1877 a 1880) que ha dejado atrás la revolución y la efímera república, y asiste a la restauración de la monarquía (desde 1875).



               Huérfana, y privada de amor y de descendencia en su matrimonio con el viejo ex regente Víctor Quintanar, la sonámbula Ana se ve conducida hacia la fe y el espíritu por su confesor, y siéntese atraída hacia la sensualidad y la pasión por un libertino, Álvaro Mesía, que pretende colmar el catálogo de sus aventuras con la conquista de Ana. En ese vaivén de una tentación a otra discurre la conciencia cavilosa de la Regenta durante los tres años que la novela abarca, hasta que al fin, descubriendo que el sacerdote la amaba no solo como «hermana del alma», sino como mujer en alma y cuerpo, se ve arrastrada al seductor, quien, consumado el adulterio, huye después de matar en duelo al esposo, dejando a Ana en completo abandono, presa de la hostilidad de los vetustenses y rechazada para siempre por el celoso clérigo.



               Resumida así la trama de La Regenta, fácil es reconocer su condición de «novela de adulterio». Pero esto, lejos de reducir su alcance, parece extenderlo si se recuerda que muchas de las mejores novelas de la segunda mitad del siglo XIX poseen el mismo tipo de intriga argumental: Madame Bovary, L’ éducation sentimentale, Ana Karenina, La conquête de Plassans, O primo Basilio, Fortunata y Jacinta, Su único hijo, Effi Briest. Y es que el adulterio, ya se entienda como rebelión de la persona contra el código opresor, o como infracción accidental del mismo para paliar sus rigores sin destruirlo, es una imagen —adecuada como pocas a la sociedad victoriana— del conflicto «entre la poesía del corazón y la prosa opuesta de las relaciones sociales y del azar de las circunstancias exteriores», conflicto en el cual veía Hegel el cimiento de la novela moderna.



               En las novelas mencionadas, el adulterio no es mero pretexto de peripecias y vicisitudes para entretenimiento del lector, sino revelación de un estado de cosas, de carácter moral, más complejo en La Regenta porque envuelve en la infidelidad, como peligro, a un sacerdote, célibe por obligación a sus votos; y éste es otro aspecto frecuente en novelas de la época: La conquête de Plassans, La faute de l’ abbé Mouret, O crime do Padre Amaro, Tormento.



               Pero, además de revelar un estado de cosas moral, social e histórico, el binomio temático «adulterio-sacrilegio» que expone La Regenta abre la atención al examen profundo de dos almas capaces de interioridad, grandeza y poesía en grado extremo, cada una a su modo.



               Al fondo de las diferencias que separan a Ana Ozores y Fermín de Pas, puede observarse el paralelismo de sus destinos: huérfana de madre, huérfano de padre; infancia soñadora, niñez estudiosa; inspiraciones de ella, aspiraciones de él; orientación de sus almas hacia el amor total; poderío de la tentación; reflexividad inagotable; intensidad de los sentimientos primarios y de los sentimientos sin nombre; fatal discrepancia con el medio (supravetustenses ambos entre la mostrenca grey de los vetustenses); inadaptación; fin desesperado.



               Si el buceo en las conciencias de estos personajes (y de Quintanar cuando arrostra su desgracia) representa un alarde de lucidez psicológica, rara en otros novelistas españoles del siglo, y nos hace aprender mucho, al hilo de las historias retrospectivas y del proceso de su interrelación, como ejemplos de experiencia humana trágica, no menos admirable es la descripción al vivo de los vetustenses a través de sus palabras, sus hechos y sus hábitos. Es aquí donde Clarín prodiga fuerza cómica, agudo humor, fecunda ironía y esa visión satírica de la mediocridad y la necedad que con tanta franqueza empleaba en sus artículos sobre literatura y política.



               En la memoria de quien lea La Regenta, cualquiera que sean la lengua y el tiempo, quedarán grabados personajes secundarios óptimamente perfilados. Entre los medianos: la codiciosa doña Paula, madre del sacerdote; «la rubia lúbrica», Petra, delatora del adulterio en colaboración con aquél; los marqueses de Vegallana en sus placenteras reuniones; Barinaga, el tendero de reliquias alcoholizado; Guimarán, el ateo convertido a la Iglesia; la casquivana Obdulia; la envidiosa Visitación; el buen Obispo dominado por el magistral; el extravagante darwinista Frígilis, único amigo, al final, de la enferma; el médico anticuado y el médico moderno. Entre los ridículos: el arqueólogo local Saturnino Bermúdez, el huero versista Trifón Cármenes, el tozudo Ronzal y otros socios del casino de la vieja ciudad.



               Para el mejor reseñista de La Regenta en 1885, Antonio Lara, que firmaba «Orlando», la novela primera de Alas era «un estudio psicológico, un estudio social y otro de costumbres, pero no independientes ni preconcebidos, sino enlazados y nacidos espontánea y naturalmente del movimiento y choque de las fuerzas varias que se agitan en el seno de toda sociedad». Y fue este mismo crítico quien, al final de su reseña, rubricaba una valoración que tardaría decenios en reconocerse justa.



               Ponderaba aquel comentarista La Regenta como «una novela que por su fondo y por su forma es la mejor de nuestra literatura contemporánea, y el señor Alas debe dar por bien empleado su esfuerzo, toda vez que así ha conseguido colocarse de un salto, sin género alguno de duda, a la cabeza de los novelistas españoles y al lado de los primeros que en otras partes cultivan esta forma literaria».



               Todo es certero en este juicio temprano, incluida la imagen hípica con que termina; pues Alarcón, Pereda, Pardo Bazán, y aun el mismo Galdós, no habían iniciado su carrera de novelistas con obras maestras (Galdós no publicaría Fortunata y Jacinta hasta un año más tarde, y con notable y bien notada influencia de su amigo Clarín), mientras Leopoldo Alas, procediendo del campo de la crítica periodística, llegaba al de la novela con una obra de ficción portentosamente concebida, estructurada y escrita, que le ponía de un salto «a la cabeza» de los noveladores españoles y «al lado» de los primeros de otros países. Aunque el reseñador no menciona a ninguno de estos, es de suponer que pensaba en Stendhal, Balzac, Flaubert, Zola, y acaso en Tolstoy.



               Aquella novela, La Regenta, tenía por materia nutricia y fuente de imaginación creadora lo que, desde el realismo del XIX hasta la modernidad del siglo XX, han tenido los más elevados ejemplares del género: la dificultada búsqueda del valor de los valores —el bien, la fe, el amor, el entusiasmo, la plenitud— en un mundo crecientemente desalmado.



               Tras casi un siglo de injustificada aunque explicable desmemoria (explicable por circunstancias, no por razones), la obra de Leopoldo Alas, y en especial La Regenta, viene siendo objeto, en español y en otros idiomas, de lectura intelectiva y sensitiva.



               Compensemos ochenta años de indebido silencio con largo tiempo de audición cuidadosa: oigamos en el texto de la novela el latido de la Historia y escuchemos en él la secreta verdad de las almas que sufren entre el bien y el mal, la poesía y la prosa, el amor y la muerte.



Gonzalo Sobejano Esteve
(extraído de Instituto Cervantes)



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