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SOLOS DE CLARÍN (Leopoldo Alas Clarín)

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Este libro no viene a llenar ningún vacío, ni es indispensable en la biblioteca de todo hombre medianamente instruido; tengo la profunda convicción de que el mundo seguiría dando vueltas y Pina Domínguez dando comedias, aunque esta colección de artículos no se publicara.

No con el fin de reformar la sociedad, ni siquiera con el fin de reformar los versos de Grilo, doy a la estampa, como se dice, este librejo: muéveme sólo el propósito honrado, y sano como una manzana, de recabar de mi editor algunas pesetas, no tantas como la loca fantasía pudiera ofrecer al deseo. No es esto hacer alarde de un positivismo que, según el Sr. Perier, todo lo va corrompiendo; yo no estoy corrompido, ni vaya a creer el Sr. Perier que serán torres y montones las pesetas que me dé el editor. Convencidos este señor y yo de que -8- mi libro no vale cosa, y de que lo que poco vale poco cuesta, hemos señalado a los arranques de mi romántico humorismo un precio al alcance de todas las fortunas. Yo hubiera deseado que con el librito se repartiera a los compradores un décimo de la lotería del Pardo; pero esto no era económico ni moral, y hubo que renunciar a tal incentivo que espero aprovechar en mejor ocasión. Por ahora no puedo ofrecer más regalo a mis lectores que el de la sabrosa murmuración, tan de su gusto y del mío, a fuer de españoles.

Obsérvese que no tengo inconveniente en hablar de la rifa del Pardo, de Pina Domínguez y de otras cosas y personas efímeras, de poco momento, renunciando de este modo a la inmortalidad. No quiero adelantarme a mi siglo por no dar celos a la patrona, a quien no adelanto nada, y así, humildemente barajo en estas páginas nombres de autores, que son como las rosas en lo de vivir l'espace d'un matin. Escritos muchos de los artículos que siguen a guisa de crónica literaria, háblase en ellos de lo que tuvo pasajero interés; aluden a veces a lo que ya no existe o pasará pronto; de suerte que si de hoy en cien años algún anticuario bibliómano de los que se empeñan en dar importancia a lo que no la tiene, tropezase con un ejemplar de esta obrita, para entender cuatro palabras de ella necesitaría más apostillas y comentarios que llevan las obras de Aristófanes o de Luciano. Y como yo no estoy dispuesto a borrar nada de lo escrito ni a escribir glosas que ilustren la materia, buena se la mando al Guerra y Orbe del siglo que viene. Ya me lo figuro escribiendo una nota que dice a la letra: «Este Cano, a quien nuestro autor (yo) tan despiadadamente trata, es el autor de La vuelta al mundo, y se llamó Sebastián». Y después el sabio futuro dirá al pie de otro pasaje: «Este Blasco, de quien dice el crítico mordaz que no inventó la pólvora, inventó otras muchas cosas, entre ellas una máquina de locomoción marítima que se creyó mucho tiempo ser la del vapor. Su nombre completo es Blasco de Garay». Y más adelante: «Este Velarde podría ser todo lo adocenado que el censor quiera, si se le mira como poeta; pero en cambio murió como un héroe en defensa de la patria: Daoiz y Velarde son los mártires de nuestra Independencia».
Diga lo que quiera el erudito del siglo futuro, yo no soy responsable de sus equivocaciones ni del pésimo gusto que -9- suele llevar a esta clase de sabios a gastar todo el calor natural, ocupándose con libros insignificantes que sólo tienen el mérito de ser raros, gracias a lo muy desarrollado que está el comercio al por menor. Escribo sin pensar en las generaciones venideras; escribo para mis contemporáneos, y escribo... con algunos galicismos.

No porque yo los busque de intento, haciendo alarde de un cosmopolitismo gramatical que no entra en mis principios. Los galicismos y demás barbarismos que tengan su madriguera en este libro son involuntarios, absolutamente involuntarios, y yo los retiro desde luego, señores académicos, porque mi ánimo no es ofender a nadie, y a la gramática española mucho menos.

Pero sírvame de disculpa esta consideración muy atendible: ahora los muchachos españoles somos como la isla de Santo Domingo en tiempo de Iriarte: mitad franceses, mitad españoles; nos educamos mitad en francés, mitad en español, y nos instruimos completamente en francés. La cultura moderna, que es la que con muy buen acuerdo procuramos adquirir, aún no está traducida al castellano; y mientras los señores puristas sigan escribiendo en estilo clásico ideas arcaicas, la juventud seguirá siendo afrancesada en literatura. Traducid al lenguaje del siglo XVI las ideas del siglo XIX, y seremos puristas. En tanto, pues hay que escoger entre el espíritu y la letra, nos quedamos con el espíritu.

Sin embargo, no hay que exagerar: aunque la modestia me obliga a decir que no soy tan castizo como me estuviera bien, no se vaya a creer que soy un folletín de La Correspondencia, ni un D. Pompeyo Gener que, huyendo de los galicismos, escribe en francés.


Algo se ha leído, como dijo el otro, y no son tantos mis galicismos que el día de mañana no se me pueda hacer académico, siempre y cuando que yo me haga carlista.

Pasando ahora a otro orden de consideraciones -esto es español, aunque malo- voy a exponer a Vds. el concepto y plan de mi libro, como decían los krausistas, mis amigos, cuando otro gallo les cantaba.

Mi libro es una especie de Cronicón literario -(no confundirlo con el de Huelin, que es científico y está protegido por el Estado)- en el que se pasa revista au jour le jour, que diría -10- D. Pompeyo, a cuantas obras produjo el nacional ingenio en estos últimos años, siempre y cuando que estas obras se hayan señalado por lo buenas o por lo malas. Fuera de broma, este librito puede ser útil para los extranjeros, y aun para los indígenas que quieran estudiar el estado presente de nuestra literatura. Aquí verán Vds. una imparcialidad a prueba de bombo; a nadie se adula ni se le quitan motas; y en cambio a cuantos poetas chirles Dios crió, y crió muchos, Él, en su alta sabiduría sabrá por qué, se les dice cuántas son cinco, y otra porción de verdades matemáticas.

Un libro de crítica que tiene este mérito, vale un Perú, aunque no lo cuesta. En Madrid, la sociedad de los literatos, no debiera llamarse república de las letras, sino «La Unión», sociedad de seguros mutuos contra críticos: aquí todos somos eminentes, y la gramática no parece.

Oponerse a esta corriente de benevolencia universal es un acto de valor -y no lo digo por alabarme- tan grande como el de aquel héroe romano -creo que era romano- el cual se puso en mitad de un puente para contener él solo a todo un ejército. Yo no estoy sólo, algunos buenos amigos me ayudan en la tarea de llamar gato al gato; pero aún somos muy pocos en comparación de la falange de críticos y gacetilleros que descubren todos los días un genio al volver de una esquina o de un Ateneo.

Creer que se va a dominar la influencia de esos seráficos gacetilleros y críticos, sería una ilusión pueril, extraña en quien lleva cinco o seis años de rudo batallar contra el parche; hasta ahora el bombo ha apagado la voz de mi ronco Clarín, y es de esperar que en adelante suceda lo mismo; pero yo, mientras pueda, seguiré sopla que soplarás, hasta perder el último aliento,

«Como en su cuerno de marfil Rolando
  gastó la fuerza hasta acabar la vida», 

según dijeron Michelet y Campoamor.

 Hay quien opina que todo esto de creer que Cano no es un genio, ni Velarde un prodigio, ni medio, no es más que prurito de notoriedad, afán de distinguirse. Pluguiera a Dios que estos y otros autores fueran más poetas que el mismísimo Apolo; pero como no lo son, y como yo no lo puedo remediar, me resigno a que muchos ilustres gacetilleros, optimistas -11- con veinte duros al mes, vivan persuadidos de que yo quiero singularizarme. Muchas veces el afán de singularizarse es el instinto de conservación del buen sentido, ha dicho un autor, que creo que soy yo. Y tan verdad es como si lo hubiera dicho Aristóteles en el capítulo de los sombreros.

Vamos a otra cosa.

Si este libro gusta al lector y la edición se vende, el tomo presente será el primero de una serie, porque hay tela cortada para varios volúmenes. La materia es abundante, porque nuestra literatura en estos últimos años ha manifestado gran actividad para bien y para mal, y así el teatro como la novela, como la poesía lírica y otros géneros se han enriquecido con muchas producciones buenas y muchas malas, pues todo es riqueza, hasta los ochavos morunos.

Sí, se ha escrito mucho, y para estudiar concienzudamente el estado de nuestras letras en este último lustro, no bastará conocer los libros y las comedias que merecieron aplauso, sino también aquellos productos averiados de la medianía o de la nulidad que sin merecerlo lo obtuvieron, o que sin obtenerlo lo solicitaron. Para el experimentador, que diría Zola, todo sirve, y las enfermedades del espíritu son asunto de gran interés en el estudio de su naturaleza. Nuestra literatura es no sólo cuanto han producido los autores insignes, sino también lo que ha salido de la cabeza de muchos ciudadanos que, contra los designios de Dios o de la Naturaleza, escribieron dramas, libros y poemas y fueron aplaudidos o silbados, según sopló el viento.
El público es un elemento integrante de toda literatura, y el observador que seriamente examina las materias literarias, como parte principal que son en la vida de los pueblos, necesita estudiar el espíritu colectivo, sus cambios, progresos y decadencias, en estas expresiones espontáneas de la opinión, que se ofrecen con caracteres más señalados y claros que en todo otro momento, en el veredicto que el gran Jurado pronuncia en el teatro o cuando lee un libro -¿Por qué el público que ha aplaudido a Cano ha silbado al Sr. Herranz?

Misterios son estos que acaso tengan explicación el día en que se haya reunido suficiente caudal de datos, de casos concretos para que el experimentador saque de ellos una ley cierta.

 Mi libro es, pues, un Cronicón, un montón de artículos en que se habla de todos los autores que escriben aquí, buenos y malos. Junto a Echegaray y Ayala veréis a Cavestany y Pina Domínguez; junto a Sellés a Cano; al lado de Valera y Galdós a cualquier literato cursi, necio o empalagoso; codeándose con Campoamor y Núñez de Arce estarán Velarde, Grilo, Hipandro Acaico; rozándose con Castelar el P. Sánchez.

Yo hubiera querido prescindir de los nombres propios, o hacer lo que La Bruyere en sus Caracteres, llamar a cada cual con nombre postizo; pero esto sería una confusión caótica; en nuestro tiempo, además, no hay para qué andarse con paños calientes; así, pues, cuando yo diga Catalina, entiéndase don Mariano; y si añado que es un poeta detestable, siga entendiéndose siempre D. Mariano Catalina.

A guisa de entreacto o de entremés van sembrados por el librito algunos cuentecillos más o menos tendenciosos, sin más propósito de mi parte que el de entretener, si puedo, al lector; el mérito único que yo, su padre (de los cuentos), veo en ellos, es el de no ser azules; mato al inocente siempre que es necesario, y me tiene sin cuidado que el mismo sol que alumbra al bueno alumbre al malo; el mundo es así, y caso de que yo me atreviera a corregirle la plana no había de ser en un cuento, sino en una ley votada en Cortes, que es como el Gobierno de Sagasta quiere darnos la libertad.


Por último, este libro no lleva las licencias innecesarias, ni el permiso del ordinario... ni es de texto, ni está recomendado por el Ministerio de Fomento a los Ayuntamientos y Diputaciones provinciales, como le sucede a la Gaceta Agrícola. Es, en fin, como dice el Catálogo del Ateneo de Madrid, un libro de vaga y amena literatura... que no viene a llenar ningún vacío.

 


Clarín
(de Solos de Clarín, 1881) 

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