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Publicado por Círculo de
Lectores/Galaxia Gutenberg, vio la luz a finales de noviembre pasado, el último
libro de poemas de José Ángel Valente. Se trata de una obra en la que el poeta
trabajó durante los diez últimos años de su vida, y que expresamente quiso que
se publicara con carácter póstumo, con el título Fragmentos de un libro
futuro. El libro está compuesto por noventa y dos poemas que se suceden sin
división en secciones. Esa sucesión es, además, cronológica. En el original de
cada uno de ellos, el autor indicó su fecha de creación. El primero está fechado
en enero de 1991; el último, el 25 de mayo de 2000, dos meses escasos antes de
la muerte del poeta. Con excelente criterio, la edición reproduce en el índice
del libro las fechas de esa sucesión, quedando así patente el carácter
diarístico que el libro tenía para su autor. Fragmentos fue, pues, para
Valente, un diario voluntariamente abierto hasta el último instante de su vida;
una bellísima elegía que es ahora, para nosotros, un diario poético
póstumo.
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Desde que en 1992 se editara No amanece el cantor,
no había aparecido ningún nuevo libro de José Ángel Valente. En 1996 se publicó
en Lanzarote un opúsculo titulado Nadie, compuesto por quince poemas.
Sin embargo, la intención del poeta era que Nadie formara parte de un
conjunto más amplio, que es el que ahora se publica. Para Valente la palabra
poética era una palabra abierta por la que descender a las infinitas capas de la
memoria. De los tres ciclos que reconocía en su escritura, el primero, Punto
cero, incluye su poesía escrita entre 1953 y 1976, y significa para el
autor un descenso a la memoria personal y a la memoria colectiva; el segundo
ciclo, Material memoria, que recoge el resto de su poesía hasta 1992,
es, en cambio, un descenso a la memoria de la materia, a la memoria del mundo.
Fragmentos de un libro futuro no es únicamente, por tanto, el último
libro de José Ángel Valente, sino que constituía por sí solo, para el autor, el
tercer ciclo de su poesía. Se cierra, pues, y se culmina, con este libro, una de
las trayectorias poéticas más hondas y personales de la poesía en lengua
castellana del siglo que ahora termina. ´
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RADICALIDAD
INSOBORNABLE
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En muchas ocasiones declaró Valente
no sentirse adscrito a ninguna generación o grupo literario. En su trayectoria
poética, muy pronto rompió con las estructuras de grupo para iniciar así lo que
él llamó la carrera del corredor de fondo. Esa carrera jamás transigió con modas
o tendencias, y no dudó nunca en "nadar contra corriente", asumiendo todas las
consecuencias que eso conlleva, incluida la incomprensión de una crítica, la de
nuestro país, inmersa en general en la banalidad de la moda poética imperante
más reciente. Frente a esa crítica y contra esas modas, Valente no temió alzar
la voz, convirtiéndose, en el panorama a menudo autocomplaciente de nuestra
cultura, en una figura tan incómoda como insobornable en su radicalidad. Una
radicalidad cuya exigencia nunca fue otra que la que el propio poeta se impuso
siempre a sí mismo en su relación con la palabra poética, y cuyo rigor viene
avalado, además, por una extraordinaria obra ensayística, con títulos tan
importantes como Las palabras de la tribu (1971), La piedra y el
centro ( 1982), o Variaciones sobre el pájaro y la red (1991).
Como recientemente escribió Juan Goytisolo, «ningún poeta español de la
posguerra llegó más lejos en su exploración de los límites del lenguaje». Nada
hay de gratuito en esa aventura extrema que le llevó al poeta a declarar pocos
meses antes de su muerte: «La poesía comienza donde el decir es imposible. Si no
trabajas con esa imposibilidad no eres poeta».
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DESCENSO A LA MEMORIA DEL VACÍO
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Fragmentos de un libro
futuro se abre con dos citas especialmente significativas, casi dos
coordenadas a partir de las cuales el poeta nos sitúa ante su obra. La primera,
del trovador Arnaut Daniel, es una declaración de la radical independencia que
Valente defendió siempre: «Yo soy Arnaut que amontona el viento/ y caza la
liebre con el buey/ y nada contra corriente»; la segunda nos introduce en el
espacio mismo de la palabra poética y en la tradición en la que ésta se
inscribe. Es el primer verso del libro Dios deseado y deseante de Juan
Ramón Jiménez: «Dios del venir, te siento entre mis manos». La certidumbre de
que no es escritor el que cree dominar el lenguaje, sino el que deja que el
lenguaje hable en él, está en el origen de la modernidad, y la sintieron ya
algunos de los grandes poetas románticos. En la obra última de Jiménez, así
mismo, la palabra poética no es sólo la palabra del poeta, sino la palabra del
mundo que viene a su encuentro. «El poeta -escribió Juan Ramón- debe ser el
sostén y el vehículo de su poesía; suya porque viene por medio de él, pero no
porque él sea su autor.» En la huella de esa alta tradición en la que su obra se
inscribe, Valente ha afirmado: «Se escribe por pasividad, por escucha, por
atención extrema de todos los sentidos a lo que las palabras acaso van a
decir».
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Aunque para Valente el tercer ciclo de su poesía se contiene
en su totalidad en Fragmentos, el punto de inflexión que le lleva al
umbral último de su obra está ya en No amanece el cantor. Los poemas de
la segunda parte de aquel libro, "Paisaje con pájaros amarillos", escritos a
raíz de la trágica muerte de su hijo, eran una desolada e imposible asunción de
la ausencia. Los poemas de Fragmentos habitan también el espacio que
esa herida abrió en el corazón del poeta, y son un último descenso a través de
la palabra poética: un descenso a la memoria del vacío. «Nada tiene más fuego
que la ausencia», escribirá ahora. El poeta vive en esa desolada carencia: «Yo
araño las heladas paredes de tu ausencia [...] Ceniza tú. Yo sangre. Leve hoja
tu voz. Pétreo este canto. Tú ya no eres ni siquiera tú. Yo, tu vacío». Todo el
libro es una estremecedora elegía llena de una nostalgia infinita por la vida,
cuando el poeta ve pasar la sombra que le lleva hacia la noche, y en la que la
poesía le revela el camino hacia la nada: «Y todos los poemas que he escrito
[...] Me conducen por lentos corredores/ de lenta sombra hacia qué reino oscuro
[...] me dan la clave del enigma/ en la pregunta misma sin respuesta/ que hace
nacer la luz de mis pupilas ciegas». En algunos poemas la desolación es
absoluta, sin consuelo posible; en cambio, en otros, tras esa extrema
desesperanza, en el desierto último de la proximidad, el lenguaje parece quedar
en suspensión, detenido o deslumbrado por lo que en él se manifiesta. La luz
encarna en la palabra su presencia viva. «Incorpóreo, cela en la nuca el ángel
toda su luminosidad». Lugar el poema, el libro entonces, sin antes ni después.
Última, efímera morada, círculo que el poeta dibuja sobre la arena y donde todo
se detiene. Isla o centro donde salir de la sucesión temporal y entrar,
descender, en el vacío, en el verdadero ser del tiempo, en su presencia: «Tu
súbita presencia./ Toda tu luz irrumpe duradera, dura/ como la piedra./ Vienes/
tan inmóvil, tan adentro de ti./ Lo hondo./ En tu sola existencia,/ tu sola luz,
estás/ ardiendo para siempre».
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*****
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El amarillo, el verde, el encendido
rojo sólo para morir
bajo el tendido velo del otoño.
La luz no está en la luz, está en las cosas
que arden de luz tenaz bajo la lluvia.
Nada tiene más fuego en sus entrañas
que la melancolía ardiente de esta hora.
Nada tiene más fuego que la ausencia.
¿Llorar?
Lloradme nunca.
Me he perdido
con el aire en las bóvedas tan bajas
de un cielo que, piadoso, me disuelve.
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(Días de octubre de 1996)
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rojo sólo para morir
bajo el tendido velo del otoño.
La luz no está en la luz, está en las cosas
que arden de luz tenaz bajo la lluvia.
Nada tiene más fuego en sus entrañas
que la melancolía ardiente de esta hora.
Nada tiene más fuego que la ausencia.
¿Llorar?
Lloradme nunca.
Me he perdido
con el aire en las bóvedas tan bajas
de un cielo que, piadoso, me disuelve.
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(Días de octubre de 1996)
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***
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Esta acidez me es grata al corazón
si no estuviera a punto de expirar.
Abre aún la ventana en la que el aire
agolpa pájaros desde el bosque amarillo
donde aún empieza a clarear la luz.
Llama a mi puerta.
Dime
quién eres tú que ahora llegas
cuando todo parece terminar.
Cabellera del tiempo arrastra noches
como ríos sin término
hacia el adiós.
Amiga, vuelve
a la vida, tú que puedes aún.
En la otra orilla tu figura blanca,
erguida, guarda el solo testimonio
cierto de mí.
(Figura)
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***
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Este tiempo vacío, blanco, extenso, su lenta
progresión hacia la sombra.
No se oye la voz.
No canta.
Ni engendra una figura otra figura.
Ni vuela un pájaro.
Se esconde
en los oscuros pliegues de la noche.
No viene a mí la luz como solía.
No me despierta a más ventura el aire
para solo seguir su largo vuelo.
No hay antes ni después.
Andamos para nunca llegar,
oh nunca, adónde.
Me detengo.
Efímera
construyo mi morada.
Trazo un gran círculo en la arena
de este desierto o tiempo donde espero
y todo se detiene y yo soy sólo
el punto o centro no visible o tenue
que un leve viento arrastraría.
(Tiempo)
No se oye la voz.
No canta.
Ni engendra una figura otra figura.
Ni vuela un pájaro.
Se esconde
en los oscuros pliegues de la noche.
No viene a mí la luz como solía.
No me despierta a más ventura el aire
para solo seguir su largo vuelo.
No hay antes ni después.
Andamos para nunca llegar,
oh nunca, adónde.
Me detengo.
Efímera
construyo mi morada.
Trazo un gran círculo en la arena
de este desierto o tiempo donde espero
y todo se detiene y yo soy sólo
el punto o centro no visible o tenue
que un leve viento arrastraría.
(Tiempo)
Alfonso Alegre Heitzmann*
The Barcelona review, 2001
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Alfonso Alegre
Heitzmann (Barcelona, 1955.), poeta y crítico de arte y literatura, ha
traducido a Charles Tomlinson, Màrius Torres, Joan Brossa y Albert
Ràfols-Casamada. Como poeta ha publicado La luz con el tiempo dentro
(Tenerife, 1993) y Sombra y materia (Barcelona, 1995). Este artículo
–salvo una ligera variación impuesta por la cronología– se publicó en La Vanguardia de Barcelona el 11 de
noviembre 2000.
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