Déjenme que haga un nuevo excurso, que me desvíe del sendero en otra digresión antes de ir a la búsqueda del principio, es decir, del tiempo perdido. No estaría de más recordar que El laberinto mágico de Max Aub, así lo reconoció una encuesta en la que participaron críticos literarios y escritores del suplemento literario del diario El Mundo, “La Esfera”, publicada el sábado 13 de julio de 1996, justo cuando faltaban unos días para que se cumpliera el sexagésimo aniversario del inicio de la Guerra Civil Española, fue considerado como el mejor ciclo de novelas sobre nuestra guerra incivil. El laberinto mágico, al correr de los años, ha sido comparado por algunos críticos y estudiosos con los Episodios Nacionales, de Pérez Galdós, Las memorias de un hombre de acción, de Pío Baroja, o el inconcluso El ruedo Ibérico, de Ramón del Valle-Inclán, y ha salido airoso de tan difícil envite.
El origen mítico del laberinto es incuestionable. Aparece ya en civilizaciones tan antiguas como la micénica. Desde bien antiguo se asocia el símbolo del laberinto con la existencia. Sánchez Dragó dice en su libro Gárgoris y Habidis que se atribuye a los indígenas de Cantabria la costumbre de arrojar hachas a los lagos, costumbre que se puede poner en relación con otros temas mitológicos; estas hachas eran de doble filo y Dragó las compara con los dioses de dos frentes: como los cuernos del toro y también con el Minotauro: “Y por encima de todo –escribe Dragó-, el punto en el círculo, la defensa del espacio mágico: el laberinto. Este expresa el mundo existencial, el peregrinaje en busca del centro.” El hombre, al perder el favor divino con la expulsión del Paraíso terrenal, se ve obligado a enfrentarse a sus propias limitaciones, al vacío, a la nada, al propio laberinto en el que se le convierte la existencia; un personaje de Campo de los almendros, última novela del ciclo, lo dice con toda claridad: “Nos metieron en un laberinto, al salir del Paraíso. Y se me perdió el hilo: estoy perdido. Estamos perdidos. No saldremos, ni con los pies por delante.”
Pero el laberinto aubiano tiene, además de la existencial, otra vertiente histórica y social, también política, que tiene que ver con un país en un espacio y un tiempo determinados: la España de los años de esperanza de la Segunda República y de los ensangrentados días de la guerra incivil, los días de llamas, como los llamó en su estupenda novela Juan Iturralde. Dos de los personajes más significativos del Laberinto mágico, Paulino Cuartero y Julián Templado, dialogan así en Campo de los almendros: “Templado- ¿Saldremos de este laberinto? Cuartero- ¿Qué laberinto? Templado- este en el que estamos metidos. Cuartero- Nunca. Porque España es el laberinto.” Cuando dicen esto estos dos personajes, están encerrados en el Puerto de Alicante, último reducto de la derrotada República, el día 30 o el 31 de marzo de 1939.
En cualquier caso, el concepto y la imagen del laberinto, que tanta fortuna tuvo durante el barroco, está siempre presente en la literatura aubiana; valgan estos aforismos: “[5] Nuestra limitación es que estamos metidos en un laberinto, un laberinto mágico. [15] Un laberinto lo es porque, al fin y al cabo, alguien sale de él, por lo que sea, de la manera que sea. Si no saliese nadie, ¿quién iba a saber de su existencia? ¿Quién volvió de la muerte? ¿Lázaro? ¿Qué contó? Eso sí fue cuento. Lo del laberinto de Minos, no. De ahí salió alguien. (Tal vez habría que recordar que quien salió fue Teseo guiado por el hilo de Ariadna y que, por consiguiente, la única posible salida del laberinto nos la facilita, o proporciona, el amor.) [76] Vivimos en un laberinto mágico, limitados por nuestros cinco sentidos.”
Vuelvo al hilo del discurso: ¿Cómo y de qué forma entré en el laberinto aubiano? Mi primer encuentro con la obra de Max Aub se produjo de modo casual, azaroso, lo que no deja de ser maxaubiano en cierta manera. Han pasado tantos años que me cuesta reconocerme en aquel joven, entonces estudiante de primero de carrera, curso académico en que fui alumno de esta universidad, precisamente aquel en que una huelga de penenes, -¡Ay, las huelgas, siempre las huelgas, ahora les toca a ustedes, aunque sea por otras razones!- esto es, de profesores no numerarios, nos dejó sin clase durante el segundo y el tercer trimestre y que se resolvió con un aprobado general y con una insatisfacción también general; fíjense, sólo alcancé a leer El censor, aquella antología de textos periodísticos de finales del XVIII prologada por Montesinos, en aquella memorable colección llamada “Textos hispánicos modernos” de la editorial Labor, y La comedia nueva o el café y eso que nos esperaban Larra, Galdós y Clarín en el programa, pero no pudo ser. Ahora cuando explico y leo algunos de los artículos de Larra con mis alumnos –les gusta mucho “La Nochebuena de 1836”-, desde luego en la enseñanza secundaria no tienen cabida ni El censor ni el bueno de Moratín y Fígaro la tiene a duras penas, (alguien alguna vez debería hablar del arrinconamiento, del postergamiento que ha sufrido la enseñanza de la literatura en lo que ahora se llama enseñanza secundaria, quizá eso iluminase muchas de las causas del mal llamado “fracaso escolar”, pero no es ahora el momento de ello salvo que los árboles acaben por no dejarnos ver el bosque, esto es, que con tanto inciso nos apartemos de modo irremediable del tema de nuestra charla); decía que siempre que leo a Larra me acuerdo de aquel año frustrado del inicio de mis estudios universitarios. ¡No tengo remedio, ya me he perdido otra vez por los recovecos del pasado!
Lo que quería decir es que ya apenas me reconozco en aquel joven que era entonces, con mi cabeza, tan despoblada hoy, llena de rizos y sin sombra de canas. Tenía la costumbre, que no he perdido del todo, de buscar en las librerías de lance a ver qué sorpresas me salían al encuentro. Pues bien, revolviendo en un cesto lleno de libros, entreverados allí sin ton ni son, en una librería de viejo de la calle Llibreteria de Barcelona -hoy desaparecida, Novecientos se llamaba-, me encontré con un libro cuya portada me resultó a un tiempo enigmática y provocadora. En ella se veía, fotografiado en contrapicado, un paseante vestido con americana y pantalón oscuro que llevaba las manos enlazadas a la espalda en actitud meditabunda y la cabeza, tocada con una boina, ligeramente inclinada hacia el suelo. Servían de fondo a la fotografía una historiada tapa de alcantarillado y un suelo de adoquines. Cogí el libro y leí su título: Vida y obra de Luis Álvarez Petreña. El título era seductor, me gustaba el nombre de ese desconocido Luis Álvarez Petreña, si acaso algo menos el segundo apellido, que asocié no sé por qué a “petrina”, defectuosa forma de pronunciar la antigua palabra “pretina” con la cual designábamos, en los años de mi niñez, los botones de la bragueta de los pantalones. El nombre de su autor, Max Aub, nada me decía, si acaso era una vaga referencia de manual de literatura o de listados bibliográficos. Sin embargo, la colección en la que estaba editado, Biblioteca Breve de Seix Barral, era toda una garantía de calidad literaria. Abrí el libro y leí: "Primera edición de la primera parte: Valencia, 1934. Segunda edición, incluyendo la segunda parte: México, 1965." Una nota del autor, fechada en 1970, decía: "Escribí la primera parte de este relato, memorias, novela, miscelánea o lo que sea, a los 28 años. La segunda hacia los 50 y la tercera a los 66. Si estuviese seguro de que se notara no lo diría. Me quedaré con la duda y sin saber si sirvió de algo. Supongo que no, a Dios gracias." Con eso bastaba; compré el libro y lo leí de un tirón. Corría el año de 1974. Me preguntaba entonces cómo un autor con aquel nombre y aquel aspecto de centroeuropeo que se dejaba ver en la fotografía de la contraportada podía ser un escritor español. Con todo, mordí el anzuelo, entré en laberinto, caí en la trampa, me atrapó el talento de Aub de manera al parecer irremediable durante muchos años.
A lo que supe después, ¡por qué será que todo lo sabemos siempre después!, ese libro era una especie de secreta despedida de Aub del mundo de la vanguardia. El fracaso vital y literario de Álvarez Petreña era un poco el fracaso de ciertas fórmulas narrativas, practicadas por Aub en Geografía y Fábula verde, influenciadas por las Ideas sobre la novela de Ortega y Gasset, que hacían imposible el devenir de la novela. Aub se despide así en esa historia, que a mí tanto me fascinó, del propio Aub escritor de vanguardia, que empezaba por entonces, en 1934, a ceder terreno ante el Aub escritor responsable y comprometido con su tiempo, aunque nunca fueran esos cambios bruscos y perviviera en el Aub testimonial buena parte de lo aprendido en los años de aprendizaje literario de la vanguardia, sobre todo en lo que al estilo se refiere.
Llamo ahora su atención ante el hecho de que en la tercera y última parte, o añadido si lo prefieren, Aub, ingresado en un hospital londinense ante un amago de infarto, en 1969, se encuentre con Álvarez Petreña ingresado también en ese hospital. Mantienen allí un diálogo nivolesco, si se me permite emplear el término unamuniano, del máximo interés. Pues bien, enlazando con lo que dije antes, ese “Diario inglés de Max Aub” podría muy bien corresponder al Max Aub real, ya que éste, en los días previos a su primera visita a España después de treinta años de ausencia, tuvo un amago de infarto y tuvo que ser ingresado en un hospital. De nuevo, pues, ficción y realidad entreverándose, confundiendo sus límites. Supongo que me repito, pero todos estos datos los supe después; el joven de apenas veinte años, de hecho creo que aún lo los había cumplido, que leyó el libro por primera vez, nada sabía de todo ello. Así entré en el laberinto, o mejor dicho, así crucé los umbrales del laberinto, lo peor estaba por llegar. Me explico.
Javier Quiñones Pozuelo
De ahora en adelante (blog)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.