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Al fin llegamos, llamó la
priora quedamente y con el "Ave María" pasaron ambos. Vimos a mi
hermana incorporarse, saludar al médico y luego tras una indicación mostrarle
las manos. El doctor las tomó, miró y palpó en silencio muy atentamente,
dándoles vuelta, cerrándolas a fin de comprobar si le dolían. Ella negaba una y
otra vez y el médico dudaba mirando de cuando en cuando a la superiora. Todas
guardábamos silencio, en tanto seguíamos la escena a través de los resquicios
de la puerta, informando a las que a nuestras espaldas aguardaban, intentando
entender las palabras que muy de cuando en cuando conseguían llegar hasta
nosotras.
—En mi opinión, más parecen heridas que llagas —murmuró.
—¿Y en qué está la diferencia?
—La herida viene a ser una rotura de la carne. Cualquier
cuerpo cortante puede hacerla. Lo extraño es que suceda en ambas manos. También
puede deberse a un exceso de trabajo: partir leña, cavar, podar, un continuo
desgaste de la piel, una astilla o una espina no extraídas a tiempo, pero aun
así es difícil justificar las dos.
—Como las de Nuestro Señor.
—Y también como las de tantas invenciones. Las llagas en
cambio, nacen de algún vicio local, de alguna causa interna.
Mi hermana callaba. Viéndola allá a lo lejos, entre el
doctor y la priora, parecía abandonada a sus fuerzas, con los ojos cerrados,
como a punto de despedirse de la vida. Yo a veces me olvidaba de la razón y
causa de todas aquellas consideraciones que en la celda sonaban, como si los
estigmas lo fueran de verdad y no manchas de sangre labradas por mis manos. A
cada instante mi malestar crecía, según las preguntas de la priora arreciaban y
el doctor esquivaba la respuesta. Por fin, sintiéndose acosado, accedió a
recetarle un remedio que intentara borrarlas o impedir por lo menos que
crecieran.
—Pero ¿y si fueran ciertas? —preguntaba implacable la
anciana—, querer borrarlas ¿no será ir en contra de los deseos del Señor?
El médico que ya venía hacia la puerta, se detuvo con una
sombra bailándole en los ojos.
—Si se curan, hermana, es que no hay nada en ellas de
sobrenatural. Dejemos que el tiempo decida por su cuenta.
Jesús Fernández Santos
Extramuros, 1978
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