Dejé abierta
la ventana, y andando sin ruido, como si temiese que mis pisadas despertasen
pálidos espectros, me acerqué a la puerta que momentos antes habían cerrado
trémulas de pasión aquellas manos ahora yertas. Receloso tendí la vista por el
negro corredor y me aventuré en las tinieblas. Todo parecía dormido en el
Palacio. Anduve a tientas palpando el muro con las manos. Era tan leve el rumor
de mis pisadas que casi no se oía, pero mi mente fingía medrosas resonancias.
Allá lejos, en el fondo de la antesala temblaba con agonizante resplandor la
lámpara que día y noche alumbraba ante la imagen de Jesús Nazareno, y la santa
faz, desmelenada y lívida, me infundió miedo, más miedo que la faz mortal de
Concha. Llegué temblando hasta el umbral de su alcoba y me detuve allí, mirando
en el testero del corredor una raya de luz, que marcaba sobre la negra
oscuridad del suelo la puerta de la alcoba donde dormía mi prima Isabel. Temí
verla aparecer despavorida, sobresaltarla por el rumor de mis pasos, y temí que
sus gritos pusiesen en alarma todo el Palacio. Entonces resolví entrar adonde
ella estaba y contárselo todo. Llegué sin ruido, y desde el umbral, apagando la
voz, llamé:
—¡Isabel!...
¡Isabel!...
Me había
detenido y esperé. Nada turbó el silencio.
Di algunos
pasos y llamé nuevamente:
—¡Isabel!...
¡Isabel!...
Tampoco
respondió. Mi voz desvanecíase por la vasta estancia como amedrentada de sonar.
Isabel dormía. Al escaso reflejo de la luz que parpadeaba en un vaso de
cristal, mis ojos distinguieron hacia el fondo nebuloso de la estancia un lecho
de madera. En medio del silencio, levantábase y decrecía con ritmo acompasado y
lento la respiración de mi prima Isabel. Bajo la colcha de damasco, aparecía el
cuerpo en una indecisión suave, y su cabellera deshecha era sobre las almohadas
blancas un velo de sombra. Volví a llamar:
—¡Isabel!...
¡Isabel!...
Había llegado
hasta su cabecera y mis manos se posaron al azar sobre los hombros tibios y
desnudos de mi prima. Sentí un estremecimiento. Con la voz embarcada grité:
—¡Isabel!...
¡Isabel!...
Isabel se
incorporó con sobresalto:
—¡No grites,
que puede oír Concha!...
Mis ojos se
llenaron de lágrimas, y murmuré inclinándome:
—¡La pobre
Concha ya no puede oírnos!
Un rizo de mi
prima Isabel me rozaba los labios, suave y tentador. Creo que lo besé. Yo soy
un santo que ama siempre al que está triste. La pobre Concha me lo habrá
perdonado allá en el Cielo. Ella, aquí en la tierra, ya sabía mi flaqueza.
Isabel murmuró sofocada:
—¡Sí sospecho
esto echo el cerrojo!
—¿Adónde?
—¡A la puerta,
bandolero! ¡A la puerta!
No quise
contrariar las sospechas de mi prima Isabel. ¡Hubiera sido tan doloroso y tan
poco galante desmentirla! Era Isabel muy piadosa, y el saber que me había
calumniado la hubiera hecho sufrir inmensamente. ¡Ay!... ¡Todos los Santos
Patriarcas, todos los Santos Padres, todos los Santos Monjes pudieron triunfar
del pecado más fácilmente que yo! Aquellas hermosas mujeres que iban a
tentarles no eran sus primas. ¡El destino tiene burlas crueles! Cuando a mí me
sonríe, lo hace siempre como entonces, con la mueca macabra de esos enanos
patizambos que a la luz de la luna hacen cabriolas sobre las chimeneas de los
viejos castillos... Isabel murmuró, sofocada por los besos:
—¡Temo que se
aparezca Concha!
Al nombre de
la pobre muerta, un estremecimiento de espanto recorrió mi cuerpo, pero Isabel
debió pensar que era de amor. ¡Ella no supo jamás por qué yo había ido allí!
Ramón M. del Valle-Inclán
Sonata de otoño, 1902
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