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SONATA DE OTOÑO (Ramón María del Valle-Inclán)


 

Dejé abierta la ventana, y andando sin ruido, como si temiese que mis pisadas despertasen pálidos espectros, me acerqué a la puerta que momentos antes habían cerrado trémulas de pasión aquellas manos ahora yertas. Receloso tendí la vista por el negro corredor y me aventuré en las tinieblas. Todo parecía dormido en el Palacio. Anduve a tientas palpando el muro con las manos. Era tan leve el rumor de mis pisadas que casi no se oía, pero mi mente fingía medrosas resonancias. Allá lejos, en el fondo de la antesala temblaba con agonizante resplandor la lámpara que día y noche alumbraba ante la imagen de Jesús Nazareno, y la santa faz, desmelenada y lívida, me infundió miedo, más miedo que la faz mortal de Concha. Llegué temblando hasta el umbral de su alcoba y me detuve allí, mirando en el testero del corredor una raya de luz, que marcaba sobre la negra oscuridad del suelo la puerta de la alcoba donde dormía mi prima Isabel. Temí verla aparecer despavorida, sobresaltarla por el rumor de mis pasos, y temí que sus gritos pusiesen en alarma todo el Palacio. Entonces resolví entrar adonde ella estaba y contárselo todo. Llegué sin ruido, y desde el umbral, apagando la voz, llamé:
—¡Isabel!... ¡Isabel!...
Me había detenido y esperé. Nada turbó el silencio.
Di algunos pasos y llamé nuevamente:
—¡Isabel!... ¡Isabel!...
Tampoco respondió. Mi voz desvanecíase por la vasta estancia como amedrentada de sonar. Isabel dormía. Al escaso reflejo de la luz que parpadeaba en un vaso de cristal, mis ojos distinguieron hacia el fondo nebuloso de la estancia un lecho de madera. En medio del silencio, levantábase y decrecía con ritmo acompasado y lento la respiración de mi prima Isabel. Bajo la colcha de damasco, aparecía el cuerpo en una indecisión suave, y su cabellera deshecha era sobre las almohadas blancas un velo de sombra. Volví a llamar:
—¡Isabel!... ¡Isabel!...
Había llegado hasta su cabecera y mis manos se posaron al azar sobre los hombros tibios y desnudos de mi prima. Sentí un estremecimiento. Con la voz embarcada grité:
—¡Isabel!... ¡Isabel!...
Isabel se incorporó con sobresalto:
—¡No grites, que puede oír Concha!...
Mis ojos se llenaron de lágrimas, y murmuré inclinándome:
—¡La pobre Concha ya no puede oírnos!
Un rizo de mi prima Isabel me rozaba los labios, suave y tentador. Creo que lo besé. Yo soy un santo que ama siempre al que está triste. La pobre Concha me lo habrá perdonado allá en el Cielo. Ella, aquí en la tierra, ya sabía mi flaqueza. Isabel murmuró sofocada:
—¡Sí sospecho esto echo el cerrojo!
—¿Adónde?
—¡A la puerta, bandolero! ¡A la puerta!
No quise contrariar las sospechas de mi prima Isabel. ¡Hubiera sido tan doloroso y tan poco galante desmentirla! Era Isabel muy piadosa, y el saber que me había calumniado la hubiera hecho sufrir inmensamente. ¡Ay!... ¡Todos los Santos Patriarcas, todos los Santos Padres, todos los Santos Monjes pudieron triunfar del pecado más fácilmente que yo! Aquellas hermosas mujeres que iban a tentarles no eran sus primas. ¡El destino tiene burlas crueles! Cuando a mí me sonríe, lo hace siempre como entonces, con la mueca macabra de esos enanos patizambos que a la luz de la luna hacen cabriolas sobre las chimeneas de los viejos castillos... Isabel murmuró, sofocada por los besos:
—¡Temo que se aparezca Concha!
Al nombre de la pobre muerta, un estremecimiento de espanto recorrió mi cuerpo, pero Isabel debió pensar que era de amor. ¡Ella no supo jamás por qué yo había ido allí!


Ramón M. del Valle-Inclán
Sonata de otoño, 1902





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Sonata de otoño

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