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LA SEMANA TRÁGICA EN "LA CIUDAD DE LOS PRODIGIOS" (Eduardo Mendoza)

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Ahora, cinco años más tarde, las madres de los reclutas que habían de partir para Africa volvían a manifestarse, como lo habían hecho en tiempos de la guerra de Cuba, en la estación ferroviaria, se sentaban en las traviesas y no dejaban salir al tren. Las damas de una asociación católica, que habían acudido a esa misma estación a repartir crucifijos entre la tropa, instaban al maquinista y al fogonero a que pasasen sobre ellas. No sé si a los caloyos les gustará ver cómo descuartizamos a sus madres, replicaron aquéllos. Unos y otros gritaban ¡Maura, sí! o ¡Maura, no! Era un lunes pegajoso del mes de julio de 1909. En vista de que las cosas tomaban mal cariz el marqués de Ut se personó en casa de Onofre Bouvila.

– Estamos perdidos -exclamó; traía el pelo encrespado, sin engominar, y la corbata desanudada-. El gobernador civil se niega a declarar el estado de sitio, la chusma es dueña de las calles, las iglesias arden y Madrid, como de costumbre, nos ha dejado solos.

Onofre Bouvila le ofreció una caja de cuero repujado llena de habanos. El marqués declinó el ofrecimiento graciosamente.

– No pasará nada, pierde cuidado -le dijo-. Lo peor que puede ocurrir es que te quemen el palacio. ¿La familia está en el campo?

– Veraneando -dijo el marqués-, en Sitges.

– Y el palacio, ¿está asegurado?

– Claro.

– Pues ya ves. Hazme caso -le aconsejó-: ve a pasar unos días con la mujer y los niños.

– Ya lo había pensado, pero no puedo: mañana tengo consejo de administración -dijo el marqués. Luego recapacitó-. Ahora pienso que he cometido una locura quedándome -dijo.

Onofre Bouvila sirvió dos copas de vino amontillado.

Excelente para calmar los nervios, dijo. A tu salud. De la calle llegó el estampido de un cañonazo. ¿Será posible que esto sea la revolución?, pensó. Recordó los días lejanos en que anunciaba este advenimiento entre los obreros de la Exposición Universal. Entonces era joven y paupérrimo y deseaba que todo lo que predecía no se cumpliera jamás; ahora era rico y se sentía viejo, pero no pudo evitar que un fogonazo de esperanza le iluminara el alma. ¡Por fin!, pensó.

Ahora veremos qué pasa realmente.

– A la tuya -dijo el marqués levantando su copa. Bebió de un sorbo todo el vino, eructó y se restañó los labios con el dorso de la mano. Onofre Bouvila admiraba estos modales desenfadados. Él no tiene que demostrar nada, pensó-. ¿Tú qué opinas? -dijo el marqués.

– ¿A ti qué te parece? -respondió encendiendo un habano y aspirando el humo con aparente delectación-. Yo no tengo consejo y, sin embargo, no me he ido. No pienso salir de Barcelona. ¿Qué quieres que pase? -añadió viendo las facciones contraídas del marqués-. Son cuatro desgraciados, no tienen armas ni jefes. Déjales que jueguen; no disponen de otra baza que nuestro miedo -ahora recordaba aquella manifestación en la que había participado hacía más de veinte años; recordaba a la Guardia Civil, los caballos y los sables, los cañones cargados de metralla hasta la boca. De estos recuerdos no hizo partícipe al marqués-. Supón por un momento que llegasen a triunfar -siguió diciendo mientras miraba por la ventana: en el cielo azul intenso de aquella tarde de verano se levantaba una columna de humo negro. Mentalmente situó el incendio en el Raval: quizá San Pedro de las Puellas, quizá San Pablo del Campo (era esta última iglesia la que ardía)-, ¿sabes lo que pasaría? Que tendrían que venir a implorar nuestra ayuda; al cabo de unas horas el caos sería absoluto, nos necesitarían más aún de lo que hoy en día nos necesitan. Acuérdate de Napoleón -el marqués hubo de reírse a su pesar y él se retiró de la ventana por prudencia: había visto pasar a la carrera una compañía de soldados con los mosquetones en bandolera; unos llevaban una pala en la mano, otros, un pico: eran del cuerpo de zapadores. Se preguntó a dónde irían así: eran los obreros los que estaban levantando barricadas-. El tiempo todavía no ha llegado -agregó sentándose de nuevo en la butaca-. Pero un día llegará, Ambrosi, y no tan tarde que tú y yo no lo veamos. Ese día estallará la revolución universal y el actual orden de cosas basado en la propiedad, la explotación, la dominación y el principio de autoridad burguesa y doctrinaria desaparecerá; no quedará piedra sobre piedra, primero en Europa y luego en el resto del mundo. Al grito de "paz para los trabajadores, libertad para todos los oprimidos y muerte a los gobernantes, los explotadores y los capataces de todo tipo" destruirán todos los Estados y todas las Iglesias, junto con todas las instituciones y todas las leyes religiosas, jurídicas, financieras, policiales y universitarias, económicas y sociales para que todos estos millones de seres humanos que hoy viven amordazados, esclavizados, atormentados y explotados se vean libres de sus guías y benefactores oficiales y oficiosos y puedan respirar al fin en plena libertad, como asociaciones y como individuos.

El marqués lo contemplaba con ojos desorbitados. ¿Qué estás diciendo?, preguntó. Onofre Bouvila se echó a reír.

– Nada -dijo-. Lo leí en un folleto que cayó en mis manos hace tiempo. Tengo una memoria rara: recuerdo textualmente todo lo que leo. Mi mujer y las niñas están en la Budallera -añadió en el mismo tono-, en casa de mis suegros. Quédate a cenar; de todos modos hoy no podrías ir al club.

Estaban cenando cuando les sorprendió un estruendo que iba en aumento: temblaba el suelo, oscilaban las arañas, tintineaban las lágrimas de cristal y bailaba la vajilla en la mesa. El mayordomo, a quien enviaron a que averiguase qué pasaba, volvió diciendo que venía por la calle un regimiento de coraceros con sus corazas blancas y sus penachos negros y los sables desenvainados apoyados en las charreteras.

– Han sacado a la calle la caballería pesada -murmuró el mayordomo-. Quizá la cosa sea más grave de. lo que pensaba el señor.

– Tendrás que quedarte a dormir -le dijo al marqués. Éste asintió-. Puedo dejarte una de mis camisas; espero que te venga bien.

– No te molestes -dijo el marqués mirando de reojo a la camarera que retiraba el servicio-; yo me abrigo a mi manera.

Durante toda la noche fueron sonando a lo lejos los cañonazos, el tableteo de las ametralladoras, los disparos aislados de los francotiradores. A la mañana siguiente, cuando se reunieron en el comedor para desayunar, círculos oscuros rodeaban los ojos abotargados del marqués de Ut. No había llegado la prensa diaria. El mayordomo les informó de que los comercios no habían abierto sus puertas: la ciudad estaba paralizada y todas las comunicaciones con el mundo exterior, interrumpidas.

– No durará -dijo-. ¿Tenemos la despensa bien surtida?

– Sí, señor -dijo el mayordomo.

– ¡Qué barbaridad! -exclamó el marqués-. Sitiados por las turbas y yo con lo puesto… -clavó los ojos en la doncella que le servía el café; ella enrojeció y desvió la mirada-.¿Puedes prestarme algo de dinero? -preguntó a Bouvila.

– Todo el que necesites -dijo ésta-. ¿Para qué lo quieres?

– Para gratificar a esta deliciosa criatura -dijo el marqués señalando a la doncella con el pulgar-. Otrosí: te sugiero que la despidas hoy mismo.

– ¿Porqué?

– Sosa en la cama -dijo el marqués.

Onofre Bouvila leyó la angustia más intensa en el rostro de la doncella. No debía tener más de quince años; acababa de llegar del pueblo, pero era fina de rasgos y de modales y por ello había sido destinada a servir la mesa y no a faenas más toscas. Ahora sabía que si él hacía lo que le sugería el marqués no le cabrían más opciones que el burdel o la indigencia. ¿Cómo te llamas?, le preguntó. Odilia, para servirle, fue la respuesta. ¿Estás a gusto en esta casa, Odilia?, dijo él. Sí, señor, dijo ella, muy a gusto.

– En tal caso, esto es lo que vamos a hacer -dijo dirigiéndose al marqués: tú te ahorras la gratificación, puesto que no has quedado satisfecho; Odilia sigue en la casa y yo le doblo el sueldo, ¿qué te parece?

No lo hacía por generosidad; tampoco por cálculo, porque no creía en la gratitud humana: sólo pretendía demostrar a su huésped que en su casa hacía lo que le daba la gana. El marqués y él se miraron fijamente a los ojos durante un rato.

Al final el marqués estalló en una carcajada. Así transcurrió aquella semana que luego habría de recibir el calificativo de "trágica". Jugaban a las cartas y charlaban largamente; el marqués era un conversador ameno y para Onofre Bouvila además una fuente valiosísima de datos: no había familia de alcurnia con la que el marqués de Ut no estuviera emparentado y cuyas intimidades no conociera. No era difícil sonsacarle: nada le gustaba tanto como referir sucesos triviales con todo lujo de detalles. En este anecdotario banal Onofre veía ranuras por las que atisbar aquel mundo hermético, polvoriento y algo triste cuyas puertas siempre habría de encontrar cerradas.

Luego, por las noches, después de cenar, enviaban al mayordomo a la azotea; si regresaba diciendo que no había peligro subían a fumar los cigarros y beber el coñac acodados en la balaustrada, contemplando el resplandor de los incendios. Al final, cansados de esta monotonía, enviaron una nota humorística al gobernador civil: Pon fin a esta situación, que se nos están acabando los puros, le decían. Fue una semana muy grata; en ella Onofre creyó haber recuperado los lazos incomparables de la amistad masculina. Ahora veía al marqués sentado a la mesa presidencial, junto a la zarina, y comprendía que todo había sido un sueño breve.


Eduardo Mendoza
La ciudad de los prodigios, 1986




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La ciudad de los prodigios
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