La insistencia sobre el tema del vagabundo en la obra de Baroja es
sospechosa. Todas sus novelas son libros de vagabundaje, de andar y ver. Y es
el caso que, en varias de ellas notamos un propósito muy distinto. Ya hemos
visto que el “Árbol de la ciencia” aspira a mostrarnos no cómo un hombre pasa al
través de medios diversos sino más bien lo contrario, cómo Andrés Hurtado nace
de un medio -«el pragmatismo viejo» de España en 1890- y cómo muere de él. No
obstante, Baroja no consigue sugerirnos esa relación biológica, generadora,
entre el medio y el individuo. En este libro, como en los demás, medio e
individuo se son extrínsecos, pasan rodando el uno sobre el otro en relación
puramente mecánica y tenemos, a la postre, un tomo más de viajes por España
–como “Camino de perfección”, “La dama errante”- que viene a completar los de
viajes por Francia, Inglaterra, Italia- “Los últimos románticos”, “Las
tragedias grotescas”, “La ciudad de la niebla”, “César o nada”.
Apresamos el convencimiento de que las novelas se le convierten al autor
en cuadros de viajes contra toda su voluntad, que –sean los resultados mejores
o peores- la intención suya fracasa. En suma, Baroja no es Baroja, el resultado
contradice el proyecto, el novelista no hace novelas. Por otra parte, hallamos
en sus páginas muchedumbre de gérmenes estéticos, dispersos, a veces
triturados, como si la intención de hacer una novela les impidiera
desenvolverse.
Hay en toda obra de arte, como flotando sobre lo que ella es, una
aspiración, una intención de lo que hubiera querido ser. En ocasiones, la
coincidencia es casi perfecta: la aspiración apenas si se distingue de la
realización y en lugar de una neblina que se cierne encontramos la intención
solidificada, cumplida, granada. Son éstas las obras clásicas, que no reciben
su dignidad de coincidir con un valor distinto de ellas, dogmáticamente fijado,
sino de coincidir consigo mismas, de ser lo que pretendían ser, por decirlo
así, de ser clásicas en sí mismas.
Yo creo que la crítica estética tiene otras muchas cosas que hacer más
importantes que tasar las obras, distribuyéndolas en buenas y malas. Mas si
algún sentido posee esta función judicial de la crítica ha de ser entendiendo
por bueno y malo en arte, lo que cumple su intención y lo que no la cumple.
Resulta absurdo opinar que un autor debía ser de otra manera de cómo es.
Ninguna cualidad es mala en arte: séase lo que se es, mas con plenitud y
abundancia. Lo malo es la poca cantidad de una cualidad. Lo malo es lo poco. La
crítica ha de hacerse buscando en la voluntad estética interna a la obra el
principio de su valoración. Una producción es mala cuando no estamos conformes
con ella porque ella no está conforme consigo.
Así se salva el contrasentido que hay en decir de una obra artística que
es mala, es decir, inartístico. Lo no estético no es bueno ni malo
estéticamente. La maldad estética es la insuficiencia.
Las ruinas nos presentan figuras arquitectónicas apenas iniciadas. Sin
embargo, nosotros descubrimos a lo mejor en dos piedras preformado un arco, una
bóveda, un frontón e idealmente completamos en el aire vacío el germen lineal
que late dentro de ellas. Algo así ha de hacer la crítica: integrar, potenciar
la intención del poeta.
Pues bien, yo no creo que exista hoy en España una intención estética
superior a la de Baroja. De cada página suya parece querer levantarse un arte
novísimo que la volver la hoja vemos caer en tierra como un gran pajarraco de
alas muy cortas. De ningún libro de Baroja puede decirse que esté bien.
Atráenos a la lectura la sugestión de cierta cosa vaga, donde columbramos los
atributos de fuerza, originalidad, ardor, luz áspera –todo eso que
indecisamente creemos significado en la palabra “Baroja”- y salimos de la
lectura insatisfechos: las vagas formas de la promesa no han llegado a hacerse
tangibles.
El caso es extremadamente sugestivo para quien tiene amor a las cosas, y
no pasa de largo sino que gusta de detenerse –como Dante piadoso- a oír la
historia de su buena o mala ventura. Ello es que estimamos en alto grado a
Baroja, y no sólo al hombre sino al autor de sus obras y, sin embargo, no
estimamos éstas.
Desde el comienzo venimos repitiendo el ensayo de mantenernos en la obra
de Baroja, analizándola, potenciándola –tal debe hacer la crítica literaria- e
indefectiblemente la obra vacila y nos despide hacia su autor. Esto pasa
siempre con toda creación insuficiente que no bastándose a sí misma vive
apoyada en el poeta, incapaz de desprenderse y señera caminar como una cosa
entre las cosas. ¿Quién estudiando la mecánica se acuerda de Newton? ¿Quién que
no sea un erudito, leyendo el Quijote se acuerda del hombre Cervantes? ¿Quién,
en cambio, al mirar un cuadro del Greco no se siente lanzado primero de un lado
de él al otro –como si el lienzo fuera convulso- y luego sobre el autor, sobre
el pequeño y misterioso griego heteróclito? Lo que en sí mismo no tiene
realidad suficiente trata de salvarse en la realidad de su autor. Así el palo
quebrado dentro del agua sólo es real en la retina del que lo mira.
La iniciación de un carácter, el comienzo de una descripción, un trozo
de diálogo, el acierto con que un hombre fue puesto, tal opinión súbita sobre
un asunto estético o psicológico, numerosos detalles, en fin, que tropezamos
con alguna frecuencia en los libros de Baroja, nos invitan a cobrar fe en sus
capacidades literarias. Mas la obra en conjunto no nos impresiona, a menudo nos
fatiga, en ocasiones nos irrita por su injustificable caprichosidad e
inconexión. Aquellos detalles se desintegran del conjunto y se nos presentan
como “echantillons sans valeur” bastantes a dar prestigio a la fábrica; son los
representantes del autor, son lo que por sí mismo ha labrado éste. El resto, y
sobre todo el conjunto, no lo ha hecho él. ¿Quién pues?
Aquí hay un problema de estética en que conviene detenerse un poco. He
observado cuán difícil se hace caer en la cuenta de que el autor de la obra no
es el hombre que un día se eleva hasta producir la obra sólo un remoto
parentesco tiene con ese mismo hombre ocupado en vivir la vida ordinaria. ¿Qué
tiene que ver el alcabalero Cervantes con el Quijote? Podría ocurrir que en
unos casos la distancia parezca menor que en otros, mas siempre lo vivido por
el autor ha de dar un brinco en el vacío, transubstaciarse, para entrar dentro
de la obra como uno de sus elementos. Hay un abismo siempre entre el arte y la
vida: este abismo será más ancho o más angosto, siempre tendrá la misma
profundidad insondable.
No hay motivo para que sufran en este punto destino diverso la belleza
artística y la verdad científica. Con respecto a ésta parece más fácil
percatarse de que es inconmensurable con su inventor.
En el teorema de Pitágoras no queda nada de la persona pitagórica y el
Pitágoras que en un instante lo descubrió, por decirlo así, le dio caza en el
ámbito ideal donde las verdades pastan, es tan distinto del Pitágoras,
ciudadano de Samos, como de los bueyes que en acción de gracias por haber
hallado el teorema sacrificó a los dioses benéficos.
Sería bueno y en el fondo exacto que nos acostumbráramos a ver en las
obras de arte realidades igualmente independientes de los hombres. Hamlet y Don
Quijote hallábanse desde el comienzo de los tiempos en un lugar ideal en
compañía de otras innumerables obras de arte aún desconocidas, algunas de las
cuales tal vez nunca desciendan a la tierra. Shakespeare y Cervantes fueron dos
órganos de visión, nada más, como dos pupilas capaces de perforar la atmósfera
densa, inerte de lo consuetudinario e intuir aquellos objetos divinos yacentes
“ab aeterno” en su ideal aspecto. Sin duda alguna, que éstos órganos
maravillosos –los poetas- deben a su genial constitución la potencia de ver.,
Non cio che il volgo viola
con gli occhi
Ma delle cose l’ombra
vaga, inmensa
Pero el arte tiene más de hallazgo que de construcción y lo hallado era y
es y será inconmensurable con el inventor. ¿Qué conservan las cosas del espejo
en que un momento se reflejaron?
Los poetas son solo el medio al través del cual vemos las obras de arte.
Cuando este medio es diáfano veámosla tal y como son. Cuando es turbio nos
llega el objeto deformado, confundidas sus líneas con lo que hay dentro del
alma del poeta, interrumpidas las formas por las pasiones, los gestos, los
caprichos del autor. Por eso, aun cuando la crítica aspira a no hablar de éste
tiene que hacerlo si la obra es defectuosa y en la medida que lo es. En los
defectos de la obra bella está el hombre de carne y hueso, el individuo
histórico y trivial que llamamos su autor.
Pero nos hemos encontrado con una duplicidad en éste. Por una parte es
el autor de lo bello en la obra, y esta autoridad se asemeja más que a nada a
una pasiva vivencia, a un ser penetrado por el objeto estético. Por otra parte
es el autor de los defectos de la obra y éstos si que son operación y labor
suya. Dicho de otro modo: lo que el artista tiene de artista es sólo una
porción de sí mismo: la musa, el yo-artista es un demonio interior que flota en
la personalidad total del hombre, muchas veces en contradicción con ella,
náufrago en ella. La musa íntima descubre la obra bella y el hombre circundante
ha de transcribirla. Si este hombre no es también superior defrauda a su musa,
la inutiliza.
No basta con haber tenido la visión de un objeto estético: es menester
construirlo, interpretarlo en mármol, en lienzo, en palabras. La inspiración,
es decir, la voluntad específicamente estética del artista da solo la
posibilidad de la obra de arte. Contra ella opera la periferia del espíritu del
artista; su yo no-artista, su yo vulgar, sus ideas, sus conocimientos y desconocimientos,
sus prejuicios y pasiones. Negar esta dualidad equivale a confundir la
capacidad poética con la intelectual y la moral. No: el poeta no es el que va y
viene por la vida, el que sufre y padece, el que viaja o se está quedo, pero
tampoco es el que piensa ni el que odia y quiere. El poeta dentro del individuo
es un individuo elemental, ocupado exclusivamente de inventar lo bello. Y puede
ocurrir que el poeta viva dentro de un imbécil o de un canalla. Estas
complicaciones y desequilibrios originan la fauna extravagante, tan a menudo
monstruosa de los artístas.
El yo-artista tiene dentro de la personalidad total una misión bien
clara: superar el resto no-artista. La belleza es siempre, como queda sugerido,
una revelación, una intuición más o menos subitánea de una realidad novísima
que empieza más allá de todo lo que ha sido y que es. Ese carácter de
originalidad que exigimos con extrema imperación al producto artístico y que
nos lleva a nombrar la función estética con el término mismo con que calificamos
la función genuina de la divinidad -«creación»-, traduce simplemente la nota de
novación, de ultranza, de superación inherente a lo bello. Cuando el
pensamiento se ocupa en repensar lo ya pensado sigue siendo pensamiento: mas la
inspiración que recreara lo ya creado dejaría de ser inspiración.
La génesis de la obra en el alma del autor ofrece los caracteres de una
lucha cuerpo a cuerpo: pretende el yo artista desenvolver plenamente su ímpetu
de futurición, de creación original mientras el yo no-artista que lo circunda
procura estorbar su ascensión y aspira a retenerlo dentro de lo ya conocido, de
lo que ya fue hecho. Este yo no-artista es lo que el poeta recibe de su época,
de su condicionalidad histórica. En él se reúne cuanto el poeta ha recibido de
la tradición y del ambiente: el artista comienza justamente donde concluye lo
recibido y se inicia la invención. ¿Quién triunfará? Ahora ya podemos dar
nombres más concretos a los combatientes: son el poeta y su época.
Esta imagen de la génesis artística como una batalla incruenta entre el
poeta y su época parece, a primera vista, controvertir con la idea capital de
Cohete que consideraba toda producción bella como una obra de circunstancias.
Época es lo que nos rodea y envuelve: la circuí-stantia. ¿Querré yo decir que
el poeta haya de desentenderse de las circunstancias?
Hablaba antes de las obras de arte como existentes en un prado
imaginario y trascendente, remotas de las influencias pasajeras a que viven
sometidos los sujetos artistas. Esta representación, antigua y venerable por
cierto, puede conservarse en todo rigor. Pero adviértase que ese lugar
imaginario y trascendente, ese ámbito virtual donde vive lo estético no necesita
hallarse fuera de lo real y pasajero. Donde hay una cosa real no puede hallarse
otra cosa real: son incompenetrables. Pero donde está lo real, compenetrado con
lo real se halla lo ideal. Sólo donde está La Mancha puede encontrarse el hidalgo Don Alonso
Quijano; sólo donde hay mujeres, hembras humanas, levanta su cuerpo blanco y
yergue su alma argentina Ifigenia. La belleza no está lejos de las cosas sino
en ellas, dentro de ellas: es su última potencia. En las cosas, pues, sorprende
el artista lo estético. Toda poesía es poesía de circunstancias –como Goethe
dice. Lo que Goethe no dice es que la poesía sea la circunstancia, que el arte
sea la vida. Dice todo lo contrario. Arte y poesía son más que vida, más que
circunstancia. No, la belleza no es fruto de la espontaneidad, la poesía no es
una confidencia. ¡Cuán lejos estas convicciones de los tópicos a la moda! Pero
ahí está el maestro Flaubert, tan profundo conocedor en estética, que dice: «El
artista ha de arreglarse para hacer creer a la posteridad que no ha vivido… Yo
no puedo figurarme nada sobre la persona de Homero, de Rabeláis y cuando pienso
en Miguel Ángel veo sólo un viejo de estatura colosal que vuelto de espaldas
esculpe en la noche a la luz de las antorchas». Su perpetua incompatibilidad
con Musset nace de que «éste no ha separado jamás la poesía de las sensaciones
que ella completa». ¡Hondo, penetrante juicio!
El artista tiene que trascender de su época. La obra genial se
caracteriza porque nacida de unas circunstancias las anula, las rebosa. Como
Júpiter en figura de águila sorprende en la tierra a Ganímedes y lo asume a l
vida celeste donde fluye un reír inextinguible, la poesía arranca de entre lo
circunstancial una circunstancia y la dota de eterna actualidad.
Ante una obra de arte plenario no nos falta nunca la impresión de que lo
que a nosotros nos satisface de ella no pudo hallarse claramente en la
conciencia del autor. Sorprendemos ante el dilema de interesarnos sólo por
aquello que el artista no quiso hacer o desinteresarnos completamente de la
obra. Lo que en ella creemos ver es inverosímil –pensamos- en el grado de
conciencia de su época. Olvidamos que arte es esto precisamente: superación de
la época, no ser relativo a ella, no fenecer con ella.
Sin duda, sin duda: esa conciencia que hoy tenemos de la obra y que
faltó a su autor es una conciencia ideológica, intelectual. Ahora bien, salvo
prodigiosas excepciones, el poeta es un genio poético pero no un genio
intelectual. Supera a su época emocionalmente pero vive la ideología común a la
minoría más culta de su época. Carece, pues, de sentido que busquemos en él
otra conciencia de su obra que no sea la estética.
Cuando antes hablaba del yo-no-artista que circunda al yo-artista, me
refería a este yo-época, compuesto de las ideas recibidas, ambientes, me
refería al yo ideológico. La lucha se verifica entre el yo-poeta y el
yo-ideológico. ¿Quién triunfará? Si el yo-poeta es de una violencia genial
llevará la vistoria aunque el yo-ideológico sea mísero, vulgar, inexperto. Pero
éste es un caso excepcional y problemático. Es menester que la época reflejada
en el yo-ideológico posea ya el máximum de pureza, se halle finamente
estructurada, represente la flor de la época misma, sea casi un anuncio de una
nueva edad. De este modo será más fácil e íntegramente vencida por el yo-poeta,
ávido de futurición y nueva existencia.
Véase cómo, cuanto mayor sea la distinción que se haga entre el estro
poético y el poder intelectual, más clara aparece la conveniencia de que el
artista sea a la vez un pensador fuerte y un hombre sabio.
Cuando el yo ideológico no auxilia con una relativa superación
intelectual de la época a la superación estética, ésta queda manca, se resuelve
en breves chispazos, aparece acá y allá esporádicamente. La obra es entonces
obra de dos autores –como arriba decíamos-: el artista y el hombre de su época.
Los valores recibidos, vulgarizados, ambientes, oprimen a la musa e impiden el
desenvolvimiento de la intención estética.
Baroja es un caso lamentable de una inspiración novecentista que ha
naufragado dentro de un hombre del siglo XIX. Una clara impetuosidad de arte
palpita en el subsuelo de todos sus libros: cada volumen es una mazmorra de
tópicos ideológicos y estéticos dentro de la cual viene el poeta prisionero. El
estro se compone de una sutilísima materia irradiante, de una ingrávida
corporeidad luminosa: ¿Cómo podrá libertarse si le envuelve una costra ruda de
pensamientos inertes traídos por el aluvión de la época donde vive inmerso el
escritor? El prurito de sinceridad que hemos notado en Baroja es, por lo
pronto, el síntoma de haber triunfado, dentro de él, el hombre –circunstancia
sobre el hombre que supera las circunstancias. No advertimos en su producción
ese esfuerzo por ascender a la región superior de lo estético, esfuerzo
ascensional que se manifiesta en una retención de lo espontáneo. A ese esfuerzo
se llama hoy, con intento despectivo, «literatura». Se cree que el arte está
más cerca de la vida. Yo creo todo lo contrario: el sincerismo es la
literatura, el tópico, la convención de la época, contra el cuál tenemos que combatir.
Esa vida estética que se contrapone a lo «literario» no ha de buscarse más acá
de esto, en lo sincero, en lo vívido sino mucho más allá: en una
archiliteratura.
Cuando flexionamos sobre nosotros mismos la atención encontramos un
primer haz de opiniones y de afectos: si insistimos y oprimiendo la atención
como una aguja penetramos más adentro, un segundo haz de opiniones y afectos
aparece extendido sobre toda el área de nuestra personalidad. Más allá de éste
laten nuevas capas internas del espíritu donde el mundo da una imagen cada vez
más delicada e intensa. Pues bien ¿cuál de estos estratos representa la
sinceridad? ¿Por qué han de ser menos sinceras las opiniones más atentas y
profundas que aquellas más a mano, flotantes sobre el haz del ánimo, prontas a
ofrecerse como mozas de partido?
El arte –e igualmente la verdad y la virtud- tienen que ser sinceros, no
hay duda. Pero en modo alguno se hallan constituidos por la sinceridad. Es esta
ley de la acción –estética o moral- en el mismo sentido en que es el principio
de contradicción lay del pensamiento. Sin evitar la contradicción no es posible
la ciencia pero con evitarla no averiguamos ninguna verdad. Se trata de una
condición puramente negativa que regula la postura íntima del sujeto, pero no
expresa la consistencia misma de la belleza, la verdad de la justicia.
Tanto es así que en lógica ejerce el principio de contradicción sólo un
papel defensivo: no es un principio de creación, de invención sino una espada
contra el error. Vive de la polémica con la falsedad, y nada polémico es un
poder sustancial.
Del mismo modo la sinceridad tiene, como he dicho ya, una justificación
transitoria en cuanto mueve guerra a un ambiente imperado por convencionalismos
inertes. Sólo en gracia a que el enemigo es la muerte y la negación, adquiere
la sinceridad un caríz positivo y creador. Limpia el ámbito social de los
cadáveres de ideas que lo infeccionan y deja el espacio libre para los fuertes
principios renovadores. Es, pues, como la higiene y la policía que no
constituyendo la vida del cuerpo ni la vida de la ciudad proporcionan a éstas
un cauce donde fluir puedan sin estorbos.
Se comprende muy bien el origen de esta apoteosis del sincerismo que
padecemos. La ideología positivista del siglo XIX, en su segunda mitad,
sostenía que los objetos no son más que complejos de sensaciones, de estados
subjetivos. Una obra bella no era más que una proyección hacia fuera de las
intimidades, un espiritual vómito. Por esto uno de los pontífices de la
platitude positivista. Hipólito Taine, se propuso convertir la historia del
arte en historia de los artistas y su precursor, Sainte Beuve, entendía la
crítica como una descomposición de la obra de arte en anécdotas biográficas.
Esto es inadmisible. El “Pensieroso” no está compuesto con el detritus
humano, harto humano del corazón de Miguel Ángel. Al contrario, el sentido
ideal y trascendente del penoso Duca proyecta como un misterio sagrado y eleva
a un valor que por sí no tendría aquel corazón convulsonario. Y la curiosidad
que hacia éste sentimos no es, en el fondo, distinta de la que nos fuerza a
mirar la puerta de la casa Buonarroti. Por ella pasó Miguel Ángel como por éste
pasó el Pensieroso. El artista es el umbral por donde nos llega la belleza, la
brecha que abre la superior realidad a través del protoplasma humano.
Cierto que hay un instante en que la poesía, el cuadro, la estructura
melódica formaron parte del alma del artista. Este es el instante de la
sinceridad, el instante en que el artista ha de ser fiel a sí mismo para ser
fiel al arte. Tiene que abrirse de par en par para dejar paso al torbellino
esencial, tiene que ser sincero a la manera del profeta cuando Dios soplaba a
su través.
¿Ser fiel a sí mismo? ¿Qué amigo de la sinceridad no aceptaría esto como
norma? Y sin embargo, según antes hemos sugerido tal imperativo significa
justamente la superación de la sinceridad. ¿Cuándo es uno «uno mismo»? ¿Cuál es
la hora en que nuestro yo plenario acude a la cita?
Esta gente que cree tan próximo a su yo no ha hecho nunca la
peregrinación de sí mismo, no se ha perdido ninguna tarde por los inmensos
campos interiores. Sabemos dónde comienza; allí donde sentimos la resistencia
de lo extraño, de las cosas, de los otros. En este punto de roce, como en todo
lindero, nos es tan inmediato el comienzo de nuestra persona como el del cuerpo
ajeno que la limita. Tan cerca estamos de nosotros como de los demás. Pero
también estamos igualmente lejos de lo uno como de lo otro. Los objetos
sensibles dan sólo una cara cuando los vemos: el resto, la integridad del
objeto es una construcción nuestra, un pequeño edificio ideal que instauramos
tomando como materiales los trozos de él que hemos visto. Con el yo acontece
literalmente lo mismo: el volumen de nuestra personalidad nos ofrece en cada
instante sólo una mínima porción de sí mismo. El yo, el «mi mismo», íntegro,
plenario tenemos que reconstruirlo para conocerlo.
No hay, pues, mayor infidelidad consigo mismo que dar como nuestro yo lo
que es sólo una porción externa y periférica de él.
La sinceridad no es cosa tan fácil como quiere hacerla el cinismo. La
ostentación incontinente de nuestro yo momentáneo es una infidelidad contra
nuestro yo integral.
Tenemos que encontrar nuestra persona, más aún, tenemos que organizarla
constantemente como un ejército en perpetua dispersión. Y para esto es
necesario algo más que la pasiva sinceridad, que esa virtud arisca del yo del
momento. Hace falta una fuerza unitiva y conductora que brinque de momento a
momento, como ese hombre que guía los maderos Turia abajo.
Algo dentro de nosotros nos pide que reobremos contra la atmósfera
fatalista de la centuria pasada, especie de humedad destructora y
desintegradota que penetraba los ánimos. Nos proponemos dar la batalla a la
sinceridad si ésta quiere decir el abandono, el dejarse ir, el reducir la vida
a una serie de actos reflejos, de reacciones inarticuladas. No sentimos
fruición alguna en decir lo que en cada instante se nos ocurre: no va nuestra
sinceridad de la piel hacia fuera sino al contrario. Es una sinceridad
constructora, organizadora. No vemos en la sensación, que es una respuesta
balbuciente a la excitación externa, la acción típica del yo. Nuestra
sinceridad corrige nuestras sensaciones y va a lo largo de ellas en busca de lo
personal que es una estructura, una forma, un ejército, como he dicho, un
ejército en línea de combate que está sostenido por una táctica.
La fidelidad consigo mismo no consiste en un decir sino en un hacer. No
venimos al mundo para confesar nuestros caprichos y humores ni para ser
testigos de lo que pasa. Personalidad no significa reacción al medio sino
acción sobre. Y la palabra yo que antes sugería algo quieto como el haz de un
espejo comienza a (…)
Yo, es decir, un ensayo de aumentar la realidad.
José Ortega y Gasset
Pío Baroja, anatomía de un alma dispersa, 1964
Tomo IX de las Obras completas
de Revista de Occidente.
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