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I
Debo a la conjunción de un espejo y de
una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar. El espejo inquietaba el fondo de
un corredor en una quinta de la calle Gaona, en Ramos Mejía; la enciclopedia
falazmente se llama The Anglo-American Cyclopaedía (New York, 1917) y es una
reimpresión literal, pero también morosa, de la Encyclopaedia Britannica de
1902. El hecho se produjo hará unos cinco años. Bioy Casares había cenado
conmigo esa noche y nos demoró una vasta polémica sobre la ejecución de una
novela en primera persona, cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e
incurriera en diversas contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores
-a muy pocos lectores- la adivinación de una realidad atroz o banal. Desde el
fondo remoto del corredor, el espejo nos acechaba. Descubrimos (en la alta
noche ese descubrimiento es inevitable) que los espejos tienen algo monstruoso.
Entonces Bioy Casares recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había
declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el
número de los hombres. Le pregunté el origen de esa memorable sentencia y me
contestó que The Anglo-American Cyclopaedia la registraba, en su artículo sobre
Uqbar. La quinta (que habíamos alquilado amueblada) poseía un ejemplar de esa
obra. En las últimas páginas del volumen XLVI dimos con un artículo sobre
Upsala; en las primeras del XLVII, con uno sobre Ural-Altaic Languages, pero ni
una palabra sobre Uqbar. Bioy, un poco azorado, interrogó los tomos del índice.
Agotó en vano todas las lecciones imaginables: Ukbar, Ucbar, Ookbar, Oukbahr...
Antes de irse, me dijo que era una región del Irak o del Asia Menor. Confieso
que asentí con alguna incomodidad. Conjeturé que ese país indocumentado y ese
heresiarca anónimo eran una ficción improvisada por la modestia de Bioy para
justificar una frase. El examen estéril de uno de los atlas de Justus Perthes
fortaleció mi duda.
Al día siguiente, Bioy me llamó desde
Buenos Aires. Me dijo que tenía a la vista el artículo sobre Uqbar, en el
volumen XXVI de la Enciclopedia. No constaba el nombre del heresiarca, pero sí
la noticia de su doctrina, formulada en palabras casi idénticas a las repetidas
por él, aunque -tal vez- literariamente inferiores. Él había recordado:
Copulation and mirrors are abominable. El texto de la Enciclopedia decía: Para
uno de esos gnósticos, el visible universo era una ilusión o (más precisamente)
un sofisma. Los espejos y la paternidad son abominables (mirrors and fatherhood
are hateful) porque lo multiplican y lo divulgan. Le dije, sin faltar a la
verdad, que me gustaría ver ese artículo. A los pocos días lo trajo. Lo cual me
sorprendió, porque los escrupulosas índices cartográficos de la Erdkunde de
Ritter ignoraban con plenitud el nombre de Uqbar.
El volumen que trajo Bioy era efectivamente
el XXVI de la Anglo-American Cyclopaedia. En la falsa carátula y en el lomo, la
indicación alfabética (Tor-Ups) era la de nuestro ejemplar, pero en vez de 917
páginas constaba de 921. Esas cuatro páginas adicionales comprendían al
artículo sobre Uqbar; no previsto (como habrá advertido el lector) por la
indicación alfabética. Comprobamos después que no hay otra diferencia entre los
volúmenes. Los dos (según creo haber indicado) son reimpresiones de la décima
Encyclopaedia Britannica. Bioy había adquirido su ejemplar en uno de tantos
remates.
Leímos con algún cuidado el artículo. El
pasaje recordado por Bioy era tal vez el único sorprendente. El resto parecía
muy verosímil, muy ajustado al tono general de la obra y (como es natural) un
poco aburrido. Releyéndolo, descubrimos bajo su rigurosa escritura una
fundamental vaguedad. De los catorce nombres que figuraban en la parte
geográfica, sólo reconocimos tres -Jorasán, Armenia, Erzerum-, interpolados en
el texto de un modo ambiguo. De los nombres históricos, uno solo: el impostor
Esmerdis el mago, invocado más bien como una metáfora. La nota parecía precisar
las fronteras de Uqbar, pero sus nebulosos puntos de referencias eran ríos y
cráteres y cadenas de esa misma región. Leímos, verbigracia, que las tierras
bajas de Tsai Jaldún y el delta del Axa definen la frontera del sur y que en
las islas de ese delta procrean los caballos salvajes. Eso, al principio de la
página 918. En la sección histórica (página 920) supimos que a raíz de las
persecuciones religiosas del siglo trece, los ortodoxos buscaron amparo en las
islas, donde perduran todavía sus obeliscos y donde no es raro exhumar sus
espejos de piedra. La sección idioma y literatura era breve. Un solo rasgo
memorable: anotaba que la literatura de Uqbar era de carácter fantástico y que
sus epopeyas y sus leyendas no se referían jamás a la realidad, sino a las dos
regiones imaginarias de Mlejnas y de Tlön... La bibliografía enumeraba cuatro
volúmenes que no hemos encontrado hasta ahora, aunque el tercero -Silas Haslam:
History of the Land Called Uqbar, 1874-figura en los catálogos de librería de
Bernard Quaritch.1 El primero, Lesbare und lesenswerthe Bemerkungen über das
Land Ukkbar in Klein-Asien, data de 1641 y es obra de Johannes Valentinus
Andreä. El hecho es significativo; un par de años después, di con ese nombre en
las inesperadas páginas de De Quincey (Writings, decimotercero volumen) y supe
que era el de un teólogo alemán que a principios del siglo XVII describió la
imaginaria comunidad de la Rosa-Cruz -que otros luego fundaron, a imitación de
lo prefigurado por él.
Esa noche visitamos la Biblioteca
Nacional. En vano fatigamos atlas, catálogos, anuarios de sociedades
geográficas, memorias de viajeros e historiadores: nadie había estado nunca en Uqbar.
El índice general de la enciclopedia de Bioy tampoco registraba ese nombre. Al
día siguiente, Carlos Mastronardi (a quien yo había referido el asunto)
advirtió en una librería de Corrientes y Talcahuano los negros y dorados lomos
de la Anglo-American Cyclopaedía... Entró e interrogó el volumen XXVI.
Naturalmente, no dio con el menor indicio de Uqbar.
II
Algún recuerdo limitado y menguante de
Herbert Ashe, ingeniero de los ferrocarriles del Sur, persiste en el hotel de
Adrogué, entre las efusivas madreselvas y en el fondo ilusorio de los espejos.
En vida padeció de irrealidad, como tantos ingleses; muerto, no es siquiera el
fantasma que ya era entonces. Era alto y desganado y su cansada barba
rectangular había sido roja. Entiendo que era viudo, sin hijos. Cada tantos
años iba a Inglaterra: a visitar (juzgo por unas fotografías que nos mostró) un
reloj de sol y unos robles. Mi padre había estrechado con él (el verbo es
excesivo) una de esas amistades inglesas que empiezan por excluir la
confidencia y que muy pronto omiten el diálogo. Solían ejercer un intercambio
de libros y de periódicos; solían batirse al ajedrez, taciturnamente... Lo
recuerdo en el corredor del hotel, con un libro de matemáticas en la mano,
mirando a veces los colores irrecuperables del cielo. Una tarde, hablamos del
sistema duodecimal de numeración (en el que doce se escribe 10). Ashe dijo que
precisamente estaba trasladando no sé qué tablas duodecimales a sexagesimales
(en las que sesenta se escribe 10). Agregó que ese trabajo le había sido
encargado por un noruego: en Rio Grande do Sul. Ocho años que lo conocíamos y
no había mencionado nunca su estadía en esa región... Hablamos de vida
pastoril, de capangas, de la etimología brasilera de la palabra gaucho (que
algunos viejos orientales todavía pronuncian gaúcho) y nada más se dijo -Dios
me perdone- de funciones duodecimales. En setiembre de 1937 (no estábamos
nosotros en el hotel) Herbert Ashe murió de la rotura de un aneurisma. Días
antes, había recibido del Brasil un paquete sellado y certificado. Era un libro
en octavo mayor. Ashe lo dejó en el bar, donde -meses después- lo encontré. Me puse
a hojearlo y sentí un vértigo asombrado y ligero que no describiré, porque ésta
no es la historia de mis emociones sino de Uqbar y Tlön y Orbis Tertius. En una
noche del Islam que se llama la Noche de las Noches se abren de par en par las
secretas puertas del cielo y es más dulce el agua en los cántaros; si esas
puertas se abrieran, no sentiría lo que en esa tarde sentí. El libro estaba
redactado en inglés y lo integraban 1001 páginas. En el amarillo lomo de cuero
leí estas curiosas palabras que la falsa carátula repetía: A First
Encyclopaedia of Tlön. vol. XI. Hlaer to Jangr. No había indicación de fecha ni
de lugar. En la primera página y en una hoja de papel de seda que cubría una de
las láminas en colores había estampado un óvalo azul con esta inscripción:
Orbis Tertius. Hacía dos años que yo había descubierto en un tomo de cierta
enciclopedia práctica una somera descripción de un falso país; ahora me
deparaba el azar algo más precioso y más arduo. Ahora tenía en las manos un
vasto fragmento metódico de la historia total de un planeta desconocido, con
sus arquitecturas y sus barajas, con el pavor de sus mitologías y el rumor de
sus lenguas, con sus emperadores y sus mares, con sus minerales y sus pájaros y
sus peces, con su álgebra y su fuego, con su controversia teológica y
metafísica. Todo ello articulado, coherente, sin visible propósito doctrinal o
tono paródico.
En el "onceno tomo" de que
hablo hay alusiones a tomos ulteriores y precedentes. Néstor Ibarra, en un
artículo ya clásico de la N. R. F., ha negado que existen esos aláteres;
Ezequiel Martínez Estrada y Drieu La Rochelle han refutado, quizá
victoriosamente, esa duda. El hecho es que hasta ahora las pesquisas más
diligentes han sido estériles. En vano hemos desordenado las bibliotecas de las
dos Américas y de Europa. Alfonso Reyes, harto de esas fatigas subalternas de
índole policial, propone que entre todos acometamos la obra de reconstruir los
muchos y macizos tomos que faltan: ex ungue leonem. Calcula, entre veras y
burlas, que una generación de tlönistas puede bastar. Ese arriesgado cómputo
nos retrae al problema fundamental: ¿Quiénes inventaron a Tlön? El plural es
inevitable, porque la hipótesis de un solo inventor -de un infinito Leibniz
obrando en la tiniebla y en la modestia- ha sido descartada unánimemente. Se
conjetura que este brave new world es obra de una sociedad secreta de
astrónomos, de biólogos, de ingenieros, de metafísicos, de poetas, de químicos,
de algebristas, de moralistas, de pintores, de geómetras... dirigidos por un
oscuro hombre de genio. Abundan individuos que dominan esas disciplinas
diversas, pero no los capaces de invención y menos los capaces de subordinar la
invención a un riguroso plan sistemático. Ese plan es tan vasto que la
contribución de cada escritor es infinitesimal. Al principio se creyó que Tlön
era un mero caos, una irresponsable licencia de la imaginación; ahora se sabe
que es un cosmos y las íntimas leyes que lo rigen han sido formuladas, siquiera
en modo provisional. Básteme recordar que las contradicciones aparentes del
Onceno Tomo son la piedra fundamental de la prueba de que existen los otros:
tan lúcido y tan justo es el orden que se ha observado en él. Las revistas
populares han divulgado, con perdonable exceso, la zoología y la topografía de Tlön;
yo pienso que sus tigres transparentes y sus torres de sangre no merecen, tal
vez, la continua atención de todos los hombres. Yo me atrevo a pedir unos
minutos para su concepto del universo.
Hume notó para siempre que los argumentos
de Berkeley no admiten la menor réplica y no causan la menor convicción. Ese
dictamen es del todo verídico en su aplicación a la tierra; del todo falso en
Tlön. Las naciones de ese planeta son -congénitamente- idealistas. Su lenguaje
y las derivaciones de su lenguaje -la religión, las letras, la metafísica-
presuponen el idealismo. El mundo para ellos no es un concurso de objetos en el
espacio; es una serie heterogénea de actos independientes. Es sucesivo,
temporal, no espacial. No hay sustantivos en la conjetural Ursprache de Tlön,
de la que proceden los idiomas "actuales" y los dialectos: hay verbos
impersonales, calificados por sufijos (o prefijos) monosilábicos de valor
adverbial. Por ejemplo: no hay palabra que corresponda a la palabra luna, pero
hay un verbo que sería en español lunecer o lunar. Surgió la luna sobre el río
se dice hlör u fang axaxaxas mlö o sea en su orden: hacia arriba (upward)
detrás duradero-fluir luneció. (Xul Solar traduce con brevedad: upa tras perfluyue
lunó. Upward, behind the onstreaming it mooned.
Lo anterior se refiere a los idiomas del
hemisferio austral. En los del hemisferio boreal (de cuya Ursprache hay muy
pocos datos en el Onceno Tomo) la célula primordial no es el verbo, sino el
adjetivo monosilábico. El sustantivo se forma por acumulación de adjetivos. No
se dice luna: se dice aéreo-claro sobre oscuro-redondo o anaranjado-tenue-de1
cielo o cualquier otra agregación. En el caso elegido la masa de adjetivos
corresponde a un objeto real; el hecho es puramente fortuito. En la literatura
de este hemisferio (como en el mundo subsistente de Meinong) abundan los
objetos ideales, convocados y disueltos en un momento, según las necesidades
poéticas. Los determina, a veces, la mera simultaneidad. Hay objetos compuestos
de dos términos, uno de carácter visual y otro auditivo: el color del naciente
y el remoto grito de un pájaro. Los hay de muchos: el sol y el agua contra el
pecho del nadador, el vago rosa trémulo que se ve con los ojos cerrados, la
sensación de quien se deja llevar por un río y también por el sueño. Esos
objetos de segundo grado pueden combinarse con otros; el proceso, mediante
ciertas abreviaturas, es prácticamente infinito. Hay poemas famosos compuestos
de una sola enorme palabra. Esta palabra integra un objeto poético creado por
el autor. El hecho de que nadie crea en la realidad de los sustantivos hace,
paradójicamente, que sea interminable su número. Los idiomas del hemisferio
boreal de Tlön poseen todos los nombres de las lenguas indoeuropeas y otros
muchos más.
No es exagerado afirmar que la cultura
clásica de Tlön comprende una sola disciplina: la psicología. Las otras están
subordinadas a ella. He dicho que los hombres de ese planeta conciben el
universo como una serie de procesos mentales, que no se desenvuelven en el espacio
sino de modo sucesivo en el tiempo. Spinoza atribuye a su inagotable divinidad
los atributos de la extensión y del pensamiento; nadie comprendería en Tlön la
yuxtaposición del primero (que sólo es típico de ciertos estados) y del segundo
-que es un sinónimo perfecto del cosmos-. Dicho sea con otras palabras: no
conciben que lo espacial perdure en el tiempo. La percepción de una humareda en
el horizonte y después del campo incendiado y después del cigarro a medio
apagar que produjo la quemazón es considerada un ejemplo de asociación de
ideas.
Este monismo o idealismo total invalida
la ciencia. Explicar (o juzgar) un hecho es unirlo a otro; esa vinculación, en
Tlön, es un estado posterior del sujeto, que no puede afectar o iluminar el
estado anterior. Todo estado mental es irreductible: el mero hecho de nombrarlo
-id est, de clasificarlo- importa un falseo. De ello cabría deducir que no hay
ciencias en Tlön -ni siquiera razonamientos. La paradójica verdad es que
existen, en casi innumerable número. Con las filosofías acontece lo que
acontece con los sustantivos en el hemisferio boreal. El hecho de que toda
filosofía sea de antemano un juego dialéctico, una Philosophie des Als Ob, ha
contribuido a multiplicarlas. Abundan los sistemas increíbles, pero de arquitectura
agradable o de tipo sensacional. Los metafísicos de Tlön no buscan la verdad ni
siquiera la verosimilitud: buscan el asombro. Juzgan que la metafísica es una
rama de la literatura fantástica. Saben que un sistema no es otra cosa que la
subordinación de todos los aspectos del universo a uno cualquiera de ellos.
Hasta la frase "todos los aspectos" es rechazable, porque supone la
imposible adición del instante presente y de los pretéritos. Tampoco es lícito
el plural "los pretéritos", porque supone otra operación imposible...
Una de las escuelas de Tlön llega a negar el tiempo: razona que el presente es
indefinido, que el futuro no tiene realidad sino como esperanza presente, que
el pasado no tiene realidad sino como recuerdo presente.2 Otra escuela declara
que ha transcurrido ya todo el tiempo y que nuestra vida es apenas el recuerdo
o reflejo crepuscular, y sin duda falseado y mutilado, de un proceso
irrecuperable. Otra, que la historia del universo -y en ellas nuestras vidas y
el más tenue detalle de nuestras vidas- es la escritura que produce un dios
subalterno para entenderse con un demonio. Otra, que el universo es comparable
a esas criptografías en las que no valen todos los símbolos y que sólo es
verdad lo que sucede cada trescientas noches. Otra, que mientras dormimos aquí,
estamos despiertos en otro lado y que así cada hombre es dos hombres.
Entre las doctrinas de Tlön, ninguna ha
merecido tanto escándalo como el materialismo. Algunos pensadores lo han
formulado, con menos claridad que fervor, como quien adelanta una paradoja.
Para facilitar el entendimiento de esa tesis inconcebible, un heresiarca del
undécimo siglo3 ideó el sofisma de las nueve monedas de cobre, cuyo renombre
escandaloso equivale en Tlön al de las aporías eleáticas. De ese
"razonamiento especioso" hay muchas versiones, que varían el número
de monedas y el número de hallazgos; he aquí la más común:
El martes, X atraviesa un camino desierto
y pierde nueve monedas de cobre. El jueves, Y encuentra en el camino cuatro
monedas, algo herrumbradas por la lluvia del miércoles. El viernes, Z descubre
tres monedas en el camino. El viernes de mañana, X encuentra dos monedas en el
corredor de su casa. El heresiarca quería deducir de esa historia la realidad
-id est la continuidad- de las nueve monedas recuperadas. Es absurdo (afirmaba)
imaginar que cuatro de las monedas no han existido entre el martes y el jueves,
tres entre e1 martes y la tarde del viernes, dos entre el martes y la madrugada
del viernes. Es lógico pensar que han existido -siquiera de algún modo secreto,
de comprensión vedada a los hombres- en todos los momentos de esos tres plazos.
El lenguaje de Tlön se resistía a
formular esa paradoja; los más no la entendieron. Los defensores del sentido
común se limitaron, al principio, a negar la veracidad de la anécdota.
Repitieron que era una falacia verbal, basada en el empleo temerario de dos
voces neológicas, no autorizadas por el uso y ajenas a todo pensamiento severo:
los verbos encontrar y perder, que comportan una petición de principio, porque
presuponen la identidad de las nueve primeras monedas y de las últimas.
Recordaron que todo sustantivo (hombre, moneda, jueves, miércoles, lluvia) sólo
tiene un valor metafórico. Denunciaron la pérfida circunstancia algo herrumbradas
por la lluvia del miércoles, que presupone lo que se trata de demostrar: la
persistencia de las cuatro monedas, entre el jueves y el martes. Explicaron que
una cosa es igualdad y otra identidad y formularon una especie de reductio ad
absurdum, o sea el caso hipotético de nueve hombres que en nueve sucesivas
noches padecen un vivo dolor. ¿No sería ridículo -interrogaron- pretender que
ese dolor es el mismo?4 Dijeron que al heresiarca no lo movía sino el
blasfematorio propósito de atribuir la divina categoría de ser a unas simples
monedas y que a veces negaba la pluralidad y otras no. Argumentaron: si la
igualdad comporta la identidad, habría que admitir asimismo que las nueve
monedas son una sola.
Increíblemente, esas refutaciones no
resultaron definitivas. A los cien años de enunciado el problema, un pensador
no menos brillante que el heresiarca pero de tradición ortodoxa, formuló una
hipótesis muy audaz. Esa conjetura feliz afirma que hay un solo sujeto, que ese
sujeto indivisible es cada uno de los seres del universo y que éstos son los
órganos y máscaras de la divinidad. X es Y y es Z. Z descubre tres monedas
porque recuerda que se le perdieron a X; X encuentra dos en el corredor porque
recuerda que han sido recuperadas las otras... El Onceno Tomo deja entender que
tres razones capitales determinaron la victoria total de ese panteísmo
idealista. La primera, el repudio del solipsismo; la segunda, la posibilidad de
conservar la base psicológica de las ciencias; la tercera, la posibilidad de
conservar el culto de los dioses. Schopenhauer (el apasionado y lúcido
Schopenhauer) formula una doctrina muy parecida en el primer volumen de Parerga
und Paralipomena.
La geometría de Tlön comprende dos
disciplinas algo distintas: la visual y la táctil. La última corresponde a la
nuestra y la subordinan a la primera. La base de la geometría visual es la
superficie, no el punto. Esta geometría desconoce las paralelas y declara que
el hombre que se desplaza modifica las formas que lo circundan. La base de su
aritmética es la noción de números indefinidos. Acentúan la importancia de los
conceptos de mayor y menor, que nuestros matemáticos simbolizan por > y por
<, Afirman que la operación de contar modifica las cantidades y las
convierte de indefinidas en definidas. El hecho de que varios individuos que
cuentan una misma cantidad logran un resultado igual, es para los psicólogos un
ejemplo de asociación de ideas o de buen ejercicio de la memoria. Ya sabemos
que en Tlön el sujeto del conocimiento es uno y eterno.
En los hábitos literarios también es
todopoderosa la idea de un sujeto único. Es raro que los libros estén firmados.
No existe el concepto del plagio: se ha establecido que todas las obras son
obra de un solo autor, que es intemporal y es anónimo. La crítica suele inventar
autores: elige dos obras disímiles -el Tao Te King y las 1001 Noches, digamos-,
las atribuye a un mismo escritor y luego determina con probidad la psicología
de ese interesante homme de lettres...
También son distintos los libros. Los de
ficción abarcan un solo argumento, con todas las permutaciones imaginables. Los
de naturaleza filosófica invariablemente contienen la tesis y la antítesis, el
riguroso pro y el contra de una doctrina. Un libro que no encierra su
contralibro es considerado incompleto.
Siglos y siglos de idealismo no han
dejado de influir en la realidad. No es infrecuente, en las regiones más
antiguas de Tlön, la duplicación de objetos perdidos. Dos personas buscan un
lápiz; la primera lo encuentra y no dice nada; la segunda encuentra un segundo
lápiz no menos real, pero más ajustado a su expectativa. Esos objetos
secundarios se llaman hrönir y son, aunque de forma desairada, un poco más
largos. Hasta hace poco los hrönir fueron hijos casuales de la distracción y el
olvido. Parece mentira que su metódica producción cuente apenas cien años, pero
así lo declara el Onceno Tomo. Los primeros intentos fueron estériles. El modus
operandí, sin embargo, merece recordación. El director de una de las cárceles
del estado comunicó a los presos que en el antiguo lecho de un río había
ciertos sepulcros y prometió la libertad a quienes trajeran un hallazgo
importante. Durante los meses que precedieron a la excavación les mostraron
láminas fotográficas de lo que iban a hallar. Ese primer intento probó que la
esperanza y la avidez pueden inhibir; una semana de trabajo con la pala y el
pico no logró exhumar otro hrön que una rueda herrumbrada, de fecha posterior
al experimento. Éste se mantuvo secreto y se repitió después en cuatro
colegios. En tres fue casi total el fracaso; en el cuarto (cuyo director murió
casualmente durante las primeras excavaciones) los discípulos exhumaron -o
produjeron- una máscara de oro, una espada arcaica, dos o tres ánforas de barro
y el verdinoso y mutilado torso de un rey con una inscripción en el pecho que
no se ha logrado aún descifrar. Así se descubrió la improcedencia de testigos
que conocieran la naturaleza experimental de la busca... Las investigaciones en
masa producen objetos contradictorios; ahora se prefiere los trabajos
individuales y casi improvisados. La metódica elaboración de hrönir (dice el
Onceno Tomo) ha prestado servicios prodigiosos a los arqueólogos. Ha permitido
interrogar y hasta modificar el pasado, que ahora no es menos plástico y menos
dócil que el porvenir. Hecho curioso: los hrönir de segundo y de tercer grado
-los hrönir derivados de otro hrön, los hrönir derivados del hrön de un hrön-
exageran las aberraciones del inicial; los de quinto son casi uniformes; los de
noveno se confunden con los de segundo; en los de undécimo hay una pureza de
líneas que los originales no tienen. El proceso es periódico: el hrön de
duodécimo grado ya empieza a decaer. Más extraño y más puro que todo hrön es a
veces el ur: la cosa producida por sugestión, el objeto educido por la
esperanza. La gran máscara de oro que he mencionado es un ilustre ejemplo.
Las cosas se duplican en Tlön; propenden
asimismo a borrarse y a perder los detalles cuando los olvida la gente. Es
clásico el ejemplo de un umbral que perduró mientras lo visitaba un mendigo y
que se perdió de vista a su muerte. A veces unos pájaros, un caballo, han
salvado las ruinas de un anfiteatro.
Salto Oriental, 1940.
Posdata de 1947. Reproduzco el artículo
anterior tal como apareció en la Antología de la literatura fantástica, 1940,
sin otra escisión que algunas metáforas y que una especie de resumen burlón que
ahora resulta frívolo. Han ocurrido tantas cosas desde esa fecha... Me limitaré
a recordarlas.
En marzo de 1941 se descubrió una carta
manuscrita de Gunnar Erfjord en un libro de Hinton que había sido de Herbert
Ashe. El sobre tenía el sello postal de Ouro Preto, la carta elucidaba
enteramente el misterio de Tlön. Su texto corrobora las hipótesis de Martínez
Estrada. A principios del siglo XVII, en una noche de Lucerna o de Londres,
empezó la espléndida historia. Una sociedad secreta y benévola (que entre sus
afilados tuvo a Dalgarno y después a George Berkeley) surgió para inventar un
país. En el vago programa inicial figuraban los "estudios
herméticos", la filantropía y la cábala. De esa primera época data el
curioso libro de Andreä. Al cabo de unos años de conciliábulos y de síntesis
prematuras comprendieron que una generación no bastaba para articular un país.
Resolvieron que cada uno de los maestros que la integraban eligiera un
discípulo para la continuación de la obra. Esa disposición hereditaria
prevaleció; después de un hiato de dos siglos la perseguida fraternidad resurge
en América. Hacia 1824, en Memphis (Tennessee) uno de los afiliados conversa
con el ascético millonario Ezra Buckley. Éste lo deja hablar con algún desdén
-y se ríe de la modestia del proyecto. Le dice que en América es absurdo
inventar un país y le propone la invención de un planeta. A esa gigantesca idea
añade otra, hija de su nihilismo:5 la de guardar en el silencio la empresa
enorme. Circulaban entonces los veinte tomos de la Encyclopaedia Britannica;
Buckley sugiere una enciclopedia metódica del planeta ilusorio. Les dejará sus
cordilleras auríferas, sus ríos navegables, sus praderas holladas por el toro y
por el bisonte, sus negros, sus prostíbulos y sus dólares, bajo una condición:
"La obra no pactará con el impostor Jesucristo." Buckley descree de
Dios, pero quiere demostrar al Dios no existente que los hombres mortales son
capaces de concebir un mundo. Buckley es envenenado en Baton Rouge en 1828; en
1914 la sociedad remite a sus colaboradores, que son trescientos, el volumen
final de la Primera Enciclopedia de Tlön. La edición es secreta: los cuarenta
volúmenes que comprende (la obra más vasta que han acometido los hombres)
serían la base de otra más minuciosa, redactada no ya en inglés, sino en alguna
de las lenguas de Tlön. Esa revisión de un mundo ilusorio se llama
provisoriamente Orbis Tertius y uno de sus modestos demiurgos fue Herbert Ashe,
no sé si como agente de Gunnar Erfjord o como afiliado. Su recepción de un
ejemplar del Onceno Tomo parece favorecer lo segundo. Pero ¿y los otros? Hacia
1942 arreciaron los hechos. Recuerdo con singular nitidez uno de los primeros y
me parece que algo sentí de su carácter premonitorio. Ocurrió en un
departamento de la calle Laprida, frente a un claro y alto balcón que miraba el
ocaso. La princesa de Faucigny Lucinge había recibido de Poitiers su vajilla de
plata. Del vasto fondo de un cajón rubricado de sellos internacionales iban
saliendo finas cosas inmóviles: platería de Utrecht y de París con dura fauna
heráldica, un samovar. Entre ellas -con un perceptible y tenue temblor de
pájaro dormido- latía misteriosamente una brújula. La princesa no la reconoció.
La aguja azul anhelaba el norte magnético; la caja de metal era cóncava; las
letras de la esfera correspondían a uno de los alfabetos de Tlön. Tal fue la
primera intrusión del mundo fantástico en el mundo real. Un azar que me
inquieta hizo que yo también fuera testigo de la segunda. Ocurrió unos meses
después, en la pulpería de un brasilero, en la Cuchilla Negra. Amorim y yo
regresábamos de Sant'Anna. Una creciente del río Tacuarembó nos obligó a probar
(y a sobrellevar) esa rudimentaria hospitalidad. El pulpero nos acomodó unos
catres crujientes en una pieza grande, entorpecida de barriles y cueros. Nos
acostamos, pero no nos dejó dormir hasta el alba la borrachera de un vecino
invisible, que alternaba denuestos inextricables con rachas de milongas -más
bien con rachas de una sola milonga. Como es de suponer, atribuimos a la fogosa
caña del patrón ese griterío insistente... A la madrugada, el hombre estaba
muerto en el corredor. La aspereza de la voz nos había engañado: era un
muchacho joven. En el delirio se le habían caído del tirador unas cuantas
monedas y un cono de metal reluciente, del diámetro de un dado. En vano un
chico trató de recoger ese cono. Un hombre apenas acertó a levantarlo. Yo lo
tuve en la palma de la mano algunos minutos: recuerdo que su peso era
intolerable y que después de retirado el cono, la opresión perduró. También
recuerdo el círculo preciso que me grabó en la carne. Esa evidencia de un
objeto muy chico y a la vez pesadísimo dejaba una impresión desagradable de
asco y de miedo. Un paisano propuso que lo tiraran al río correntoso. Amorim lo
adquirió mediante unos pesos. Nadie sabía nada del muerto, salvo "que
venía de la frontera". Esos conos pequeños y muy pesados (hechos de un
metal que no es de este mundo) son imagen de la divinidad, en ciertas
religiones de Tlön.
Aquí doy término a la parte personal de
mi narración. Lo demás está en la memoria (cuando no en la esperanza o en el
temor) de todos mis lectores. Básteme recordar o mencionar los hechos
subsiguientes, con una mera brevedad de palabras que el cóncavo recuerdo
general enriquecerá o ampliará. Hacia 1944 un investigador del diario The
American (de Nashville, Tennessee) exhumó en una biblioteca de Memphis los
cuarenta volúmenes de la Primera Enciclopedia de Tlön. Hasta el día de hoy se
discute si ese descubrimiento fue casual o si lo consintieron los directores
del todavía nebuloso Orbís Tertius. Es verosímil lo segundo. Algunos rasgos
increíbles del Onceno Tomo (verbigracia, la multiplicación de los hrönir) han
sido eliminados o atenuados en el ejemplar de Memphis; es razonable imaginar
que esas tachaduras obedecen al plan de exhibir un mundo que no sea demasiado
incompatible con el mundo real. La diseminación de objetos de Tlön en diversos
países complementaría ese plan...6 El hecho es que la prensa internacional
voceó infinitamente el "hallazgo". Manuales, antologías, resúmenes,
versiones literales, reimpresiones autorizadas y reimpresiones piráticas de la
Obra Mayor de los Hombres abarrotaron y siguen abarrotando la tierra. Casi
inmediatamente, la realidad cedió en más de un punto. Lo cierto es que anhelaba
ceder. Hace diez años bastaba cualquier simetría con apariencia de orden -el
materialismo dialéctico, el antisemitismo, el nazismo- para embelesar a los
hombres. ¿Cómo no someterse a Tlön, a la minuciosa y vasta evidencia de un planeta
ordenado? Inútil responder que la realidad también está ordenada. Quizá lo
esté, pero de acuerdo a leyes divinas -traduzco: a leyes inhumanas- que no
acabamos nunca de percibir. Tlön será un laberinto, pero es un laberinto urdido
por hombres, un laberinto destinado a que lo descifren los hombres.
El contacto y el hábito de Tlön han
desintegrado este mundo. Encantada por su rigor, la humanidad olvida y torna a
olvidar que es un rigor de ajedrecistas, no de ángeles. Ya ha penetrado en las
escuelas el (conjetural), "idioma primitivo" de Tlön; ya la enseñanza
de su historia armoniosa (y llena de episodios conmovedores) ha obliterado a la
que presidió mi niñez; ya en las memorias un pasado ficticio ocupa el sitio de
otro, del que nada sabemos con certidumbre -ni siquiera que es falso. Han sido
reformadas la numismática, la farmacología y la arqueología. Entiendo que la
biología y las matemáticas aguardan también su avatar... Una dispersa dinastía
de solitarios ha cambiado la faz del mundo. Su tarea prosigue. Si nuestras
previsiones no erran, de aquí a cien años alguien descubrirá los cien tomos de
la Segunda Enciclopedia de Tlön.
Entonces desaparecerán del planeta el
inglés y el francés y el mero español. El mundo será Tlön. Yo no hago caso, yo
sigo revisando en los quietos días del hotel de Adrogué una indecisa traducción
quevediana (que no pienso dar a la imprenta) del Urn Burial de Browne.
Jorge Luis Borges
____________
1 Haslam ha
publicado también A General History of Labyrinths.
2 Russell. (The Analisis of Mind, 1921, página 159)
supone que el planeta ha sido creado hace pocos minutos, provisto de una
humanidad que "recuerda" un pasado ilusorio.
3 Siglo, de acuerdo con el sistema duodecimal, significa un período de ciento cuarenta y cuatro años.
4 En el día de hoy, una de las iglesias de Tlón sostiene platónicamente que tal dolor, que tal matiz verdoso del amarillo, que tal temperatura, que tal sonido, son la única realidad. Todos los hombres, en el veniginoso instante del coito, son el mismo hombre. Todos los hombres que repiten una línea de Shakespeare, son William Shakespeare.
5 Buckley era librepensador, fatalista y defensor de la esclavitud.
6 Queda, naturalmente, el problema de la matesia de algunos objetos.
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