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A la misma hora, Roberto Hasting marchaba a casa de Bernardo Santín envuelto en su abrigo. La noche estaba fría; apenas transitaba nadie por la calle; los tranvías pasaban de prisa, resbalando por los raíles con un zumbido suave.
Roberto entró en la casa, subió al último piso y llamó. Abrió la puerta Esther y pasó adentro.
-¿Y Bernardo? -preguntó Roberto.
-No ha venido en todo el día —contestó la ex institutriz.
-¿No?
-No.
Esther, envuelta en un chal, se sentó ante la mesa. El cuarto, la antigua galería fotográfica, estaba iluminado por un quinqué de petróleo.
Todo denunciaba allí la mayor miseria.
-¿Se han llevado la máquina? -preguntó Roberto.
-Sí, esta mañana. Tengo el dinero guardado en este cajón. ¿Qué me aconseja usted que haga, Roberto?
Roberto paseó de un lado a otro del cuarto, mirando al suelo; de repente se detuvo ante Esther.
-¿Usted quiere que le hable con entera franqueza?
-Sí, con entera franqueza; como hablaría usted con un camarada.
-Pues bien; entonces yo creo que lo que debe usted hacer es, no sé si el consejo le parecerá a usted brutal...
-Diga usted.
-Lo que creo que debe usted hacer es separarse de su marido.
Esther calló.
-Ha caído usted en manos, no de un infame, ni de un canalla, pero sí en manos de un desgraciado, de un pobre imbécil, sin talento, sin energía, incapaz de vivir e incapaz de comprender a usted.
-¿Y qué voy a hacer?
-¿Qué? Volver a su vida pasada, a sus lecciones de piano y de inglés. ¿Es que le sería a usted dolorosa la separación?
-No, al revés; puede usted creerlo, no siento el menor cariño por Bernardo; me inspira lástima y repulsión. Es más, no le he querido nunca.
-Entonces, ¿por qué se casó usted con él?
-Qué sé yo. La fatalidad, el consejo pérfido de una amiga, el no conocerle; fue una de esas cosas que se hacen sin saber por qué. Al día siguiente estaba arrepentida.
-Lo creo. Yo, cuando supe que Bernardo se casaba, pensé: Será alguna aventurera que quiere legitimar su situación con un hombre; luego, cuando la fui conociendo a usted, me pregunté: ¿Cómo ha podido esta mujer engañarse con un hombre tan insignificante como Bernardo? No hay explicación. Ni dinero, ni talento, ni energía. ¿Qué le ha impulsado a una mujer ilustrada, de corazón, a casarse con un tipo así? Nunca me lo he podido explicar. ¿Es que creyó usted ver en él un artista, un hombre, aunque pobre, dispuesto a trabajar y a luchar?
-No; me hicieron ver todo esto. Para que comprenda usted mi decisión tendría que contarle mi vida, desde que llegué a Madrid con mi madre.
Pío
Baroja
Mala hierba
(de la trilogía La
lucha por la vida)
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