En España no se debe plantear nada en el terreno de los principios, porque el
arte oratorio está muy desarrollado, y no se acaba nunca de hablar. Hay que irse
al bulto. Si se plantea la cuestión de los derechos de la mujer, pasaremos un
siglo discutiendo
Para terminar esta conversación excesivamente larga que he sostenido con mis lectores, y considerando que hasta aquí todo ha sido retazos y cabos sueltos, y que no estará de más defender alguna tesis substanciosa, voy a sentar una que formularé al modo escolástico en los términos siguientes: «Supuesto que somos pobres y que no podemos adornar nuestra ciudad con monumentos de gran valor artístico, y supuesto que tenemos unas mujeres que son monumentos vivos, cuya construcción nos sale casi de balde, ¿no habría medio de dar suelta a estas mujeres, de desparramarlas por toda la población, para que ellas, con su presencia, nos la engalanaran y embellecieran?»
Caminando hacia el Norte se nota un fenómeno curioso: las ciudades cada vez van siendo más tristes y cada vez van pareciendo más alegres. ¿Cómo se explica que aquí en el extremo Norte, entre nieves y nieblas, con vegetación casi moribunda, la ciudad parezca más animada que ahí en Andalucía, donde la luz entra a raudales, los árboles alegran y los pájaros cantan? Es que aquí hay mujeres, es decir, están en todas partes las mujeres; no ya en el café o el restaurant, o en el comercio de poca importancia, haciendo asomadas y sin atreverse a tomar posesión definitiva de su puesto en la sociedad, sino en todas partes, por derecho propio, como los hombres. A cualquier hora del día o de la noche entran y salen, van y vienen solas o con compañía. En la Universidad hay matriculadas más alumnas que alumnos, y por calles y paseos se ven bandadas de muchachas con sus libros bajo el brazo, que en unión de sus compañeros van a sus clases o vienen de ellas; hay licenciadas y doctoras en todas las profesiones; todo el comercio de mostrador está en poder de las mujeres; están en Correos, Aduanas, Bancos y escritorios; hay barberías femeninas. En suma, el sexo es un accidente que no influye más que en el vestir y en la elección de algunos oficios que por su naturaleza exigen, ya la delicadeza de la mujer, ya la fuerza del hombre. Hasta tal punto llega la despreocupación en esta materia, que existen tipos sociales para nosotros inconcebibles. En España un hombre soltero que quiere establecerse en casa propia, tiene que casarse; aquí puede encontrar fácilmente una mujer joven, entre los quince y veinte años, si así lo desea, de educación esmerada, que le dirija la casa, y viva en ella bajo el mismo pie que una vieja ama de llaves, sin escándalo de la moral ni mucho menos. -Cuando yo llegué a Helsingfors después de un largo viaje, lo primero que se me ocurrió fue tomar un baño. Fuí a un establecimiento, que resultó estar servido por muchachas muy puestas de uniforme. Una de ellas me cogió por su cuenta: me desnudó, me llevó a una pila de mármol, y como si fuera un niño recién nacido, en el estado más natural que puedan concebir mis lectores, me enjabonó, lavó y fregó de pies la cabeza, sin omitir detalle; luego me hizo pasar por una serie de duchas frías y calientes; me frotó y me hizo entrar en reacción, y me ayudó a vestir. No se podía pedir más. ¿Que esto es inmoral y hasta indecoroso? Yo digo que no me lo parece, visto de cerca. Estas jóvenes lavan a un hombre como las de ahí lavan unos calzoncillos, sólo con un poco de más tiento. Es un oficio como otro cualquiera, que por ser propio de mujeres, por exigir más minuciosidad y delicadeza, se ha reservado al sexo femenino. En substancia, que muchas mujeres ganan en él el pan de cada día, y que la gente anda muy aseada. Desde luego me hago cargo de la diferencia de climas; de que aquí nieva durante ocho meses, y se suele disfrutar hasta de 30 grados bajo cero. No he de proponer que se adopte tan interesante sistema. También las amas de llaves o «hushällerskas» demasiado jóvenes, me parecen peligrosas para nuestras costumbres, en las que el respeto a la mujer está aún en mantillas. Aquí la misma libertad, la facilidad de la seducción, impide que haya seductores; y si los hay, la sociedad se ceba en ellos con furia, no los aplaude ni «les ríe la gracia». Donde no hay cerrojos que quebrantar, ni balcones que escalar, ni terceras personas que sobornar, ni vigilancia que burlar, no puede vivir Don Juan Tenorio.
Si he de ser franco, como me gusta serlo, he de confesar que ninguna faena de las que corren a cargo de las mujeres me entusiasman en cuanto a la ejecución, hasta el punto de pedir la supresión absoluta del hombre: poco más o menos, las cosas resultan hechas igual. Lo que a mí me gusta y me interesa es que las mujeres se muestren, bullan por las tiendas y por toda la ciudad, sirvan de contrapeso al hombre y contribuyan a formar la vida íntegramente humana, tan diferente de la vida de cuartel, para hombres solos, que nosotros sin percibirlo arrastramos. Porque no basta que la mujer salga a paseo, y se mueva como quien no va a hacer nada, como quien no tiene el hábito de andar siquiera; la mujer debe también andar por algo e ir a alguna parte, como los hombres. Los andares de una sola mujer son bellos, aunque parezcan de sentido utilitario; en particular los andares de nuestras mujeres, que tienen fama universal. Aparte los términos taurinos, las dos palabras españolas que yo he encontrado sin traducir en diversas lenguas son «pronunciamiento» y «meneo», que no tienen equivalente, y que quizás en el fondo sean una sola. Pero el movimiento de una ciudad en conjunto no es bello, sino a condición de que vaya encaminado en direcciones finales. Por esto un desfile de «paseantes que pasean» es aburridísimo.
Al llegar a este punto, algún estadista serio me interrumpirá exclamando: «¡Pero usted se ha propuesto divertirse a costa de los problemas sociales! ¿Conque un asunto tan grave y transcendental como el de los derechos de la mujer, a su juicio se reduce a que haya movimiento, y a que éste sea más o menos animado? ¿No le ha interesado que los derechos civiles de la mujer sean iguales a los del hombre, hallarla dignificada por el saber y emancipada por un régimen liberal y justo? Estas cuestiones hay que «plantearlas en el terreno de los principios», y no tomarlas a chacota.»
Sin duda parecerá que mi serio interruptor, que por la traza es «hombre de conocimientos generales», está en lo firme. Pero no olvidemos que ese estadista y otros de su calaña, discutiendo todo lo discutible, han mantenido a España lo que va de siglo en período constituyente, y aún no han constituido nada que inspire un saludable y definitivo respeto. En España no se debe plantear nada en el terreno de los principios, porque el arte oratorio está muy desarrollado, y no se acaba nunca de hablar. Hay que irse al bulto. Si se plantea la cuestión de los derechos de la mujer, pasaremos un siglo discutiendo; se meterá la cizaña en la familia, y no se sacará nada en limpio. Y las pobres muchachas, que seducidas por el ruido sonoro de las palabras «emancipación», «dignificación», «igualdad de derechos», se declaren oradoras y propagandistas, no conseguirán más que ponerse en ridículo e incapacitarse para contraer matrimonio.
Con mi sistema no hay discusión posible. Existe un hecho evidente para todo el que tenga ojos en la cara: que la vida de las ciudades es más bella cuando la mujer acompaña al hombre en todos sus quehaceres, que cuando las mujeres están encerradas en casa y los hombres solos en las oficinas o comercios o industrias o en la calle. Falta sólo buscar el medio de que las mujeres se muestren, entren y salgan, vayan y vengan, puesto que no basta hacer las cosas por capricho, sino que hay que hacerlas por alguna razón que justifique este cambio en las costumbres y arranque poco a poco al hombre la llave con que aprisiona a la mujer y a la sociedad la ligereza con que le mancha la reputación, por apariencias engañosas o por hacerle pagar cara su libertad.
En primer término, deben separarse en grupo distinto las mujeres casadas, que no deben disfrutar de las libertades generales sino en cuanto lo consienta la conservación de la familia, de la vieja familia. Esta no debe ser tan mala, cuando todas las mujeres aspiran a formar una; y yo opino que si por ministerio de la ley se asegurara a todas las jóvenes un esposo medianamente trabajador y no excesivamente feo, ninguna hubiera pensado en la emancipación. Donde, como aquí, la mujer tiene, como el hombre, medios públicos y legítimos de vivir independiente, la soltera, cuando llega la hora de casarse, abandona el puesto a otra y se constituye en familia, en iguales condiciones que si hubiera estado encerrada siempre en su casa. Las mujeres que no se han casado todavía y las que no quieren o no pueden ya casarse, son las que necesitan moverse con entera libertad para vivir honestamente de su trabajo. El centro de la vida de la mujer no debe ser la esperanza del matrimonio; no debe pasar su juventud con esa sola idea, y el resto de la vida, si no se casa, en la inacción. El sentimiento cristiano es que tenga su fin en sí misma, y que lo cumpla sola o acompañada. Otras veces el convento era un competidor de los enamorados, y había aquello de quedarse para vestir imágenes; pero hoy creo que no hay ya bastantes imágenes.
Lo difícil es dar el primer paso. En casi todas las naciones latinas se ha comenzado por colocar a las mujeres en lugares equívocos, allí donde la desmoralización es más probable y el descrédito cosa segura. Esto es peor que no hacer nada. La fortaleza inexpugnable de estas mujeres del Norte, es el mostrador: todo comercio, de cualquier artículo de que trate, que exija tienda abierta, está en manos femeninas, y en manos no mucho más hábiles que las de nuestras mujeres. Hay más instrucción, sin duda; pero es más de superficie que de fondo. A primera vista, se creería que una muchacha que por setenta y cinco o cien pesetas al mes dirige la venta de un mostrador y lleva la contabilidad y la correspondencia en varios idiomas, revela dotes poco comunes en las españolas; pero el estudio más penoso, el de las lenguas, es aquí cosa muy al alcance de todo el mundo, por hablarse muchas corrientemente: el sueco, el finlandés y el ruso, tienen carácter oficial; aquí todo es trilingüe, y el alemán y el francés están muy generalizados. Así, pues, separada la cultura que da de sí el medio social, todo se reduce a ciertas nociones técnicas que no exigen grandes desvelos, y a la práctica que da la misma profesión. Sin necesidad de someterse a una instrucción artificial e inútil, inspirándose más en la voluntad que en los libros, nuestras mujeres podrían abrirse ancho campo en el comercio y conseguir su positiva independencia.
Todo esto sonará a prosa en muchos oídos que oyen todavía con agrado las alabanzas del amor caballeresco; pero no se olvide que ese amor ha pasado a la historia, y que ya no hay caballeros andantes y casi podría decirse que ni caballeros parados. El hombre de nuestro tiempo no merece, ni por sus cualidades ni por sus acciones, que la mujer continúe en el encantamiento en que vive, en el cual, a falta de pensamientos altos, se convierte en ridículo muñeco. No se hable de la poesía, del recogimiento y del recato, ni se intente entonar la eterna canción de que nuestra proverbial galantería se opone a que el ídolo se manche en vulgares faenas: en el fondo de esos lugares comunes, lo que se oculta es el desprecio de la mujer, es la desconfianza en su honestidad. Donde la mujer es dueña de su destino, cuando ocurre que es víctima de un engaño, se considera el hecho como un accidente, y se continúa respetándola; mientras que nosotros creeríamos que eso era lo natural, y daríamos una vuelta más a la llave. Prosaico nos parecerá que las jóvenes hagan su aprendizaje en un oficio o en una profesión, y se preparen a vivir por cuenta propia, sin esperarlo todo del hombre; pero hay en ese movimiento una promesa de poesía futura: la de la mujer con voluntad, con experiencia, con iniciativa, con espíritu personal, suyo, formado por su legítimo esfuerzo.
Helsingfors; 14 a 27 de Febrero de 1896.
Ángel Ganivet
de Granada la bella, 1896
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