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Foto: Archivo Barricada |
Hacia 1938, Paul Valéry escribió: “La Historia de la literatura no
debería ser la historia de los autores y de los accidentes de su carrera o de
la carrera de sus obras sino la Historia del Espíritu como productor o
consumidor de literatura. Esa historia podría llevarse a término sin mencionar
un solo escritor.” No era la primera vez que el Espíritu formulaba esa
observación; en 1844, en el pueblo de Concord, otro de sus amanuenses había
anotado: “Diríase que una sola persona ha redactado cuantos libros hay en el
mundo; tal unidad central hay en ellos que es innegable que son obra de un solo
caballero omnisciente” (Emerson:Essays, 2, VIII). Veinte años antes, Shelley
dictaminó que todos los poemas del pasado, del presente y del porvenir, son
episodios o fragmentos de un solo poema infinito, erigido por todos los poetas
del orbe (A Defence of Poetry, 1821).
Esas consideraciones (implícitas, desde luego, en el panteísmo)
permitirían un inacabable debate; yo, ahora, las invoco para ejecutar un
modesto propósito: la historia de la evolución de una idea, a través de los
textos heterogéneos de tres autores. El primer texto es una nota de Coleridge;
ignoro si éste la escribió a fines del siglo XVIII, o a principios del XIX.
Dice, literalmente:
“Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor
como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en
su mano… ¿entonces, qué?”.
No sé que opinará mi lector de esa imaginación; yo
la juzgo perfecta. Usarla como base de otras invenciones felices, parece
previamente imposible; tiene la integridad y la unidad de un terminus ad quem,
de una meta. Claro está que lo es; en el orden de la literatura, como en los
otros, no hay acto que no sea coronación de una infinita serie de causas y
manantial de una infinita serie de efectos. Detrás de la invención de Coleridge
está la general y antigua invención de las generaciones de amantes que pidieron
como prenda una flor.
El segundo texto que alegaré es una novela que Wells bosquejó en 1887 y
reescribió siete años después, en el verano de 1894. La primera versión se
tituló The Chronic Argonauts (en este título abolido,chronic tiene el valor
etimológico detemporal); la definitiva, The Time Machine. Wells, en esa novela,
continúa y reforma una antiquísima tradición literaria: la previsión de hechos
futuros. Isaíasve la desolación de Babilonia y la restauración de Israel;
Eneas, el destino militar de su posteridad, los romanos; la profetisa de la
Edda Saemundi, la vuelta de los dioses que, después de la cíclica batalla en
que nuestra tierra perecerá, descubrirán, tiradas en el pasto de una nueva
pradera, las piezas de ajedrez con que antes jugaron… El protagonista de Wells,
a diferencia de tales espectadores proféticos, viaja físicamente al porvenir.
Vuelve rendido, polvoriento y maltrecho; vuelve de una remota humanidad que se
ha bifurcado en especies que se odian (los ociososeloi, que habitan en palacios
dilapidados y en ruinosos jardines; los subterráneos y nictálopesmorlocks, que
se alimentan de los primeros); vuelve con las sienes encanecidas y trae del
porvenir una flor marchita. Tal es la segunda versión de la imagen de
Coleridge. Más increíble que una flar celestial o que la flor de un sueño es la
flor futura, la contradictoria flor cuyos átomos ahora ocupan otros lugares y
no se combinaron aún.
La tercera versión que comentaré, la más trabajada, es invención de un
escritor harto más complejo que Wells, si bien menos dotado de esas agradables
virtudes que es usual llamar clásicas. Me refiero al autor deLa humillación de
los Northmore, el triste y laberíntico Henry James. Este, al morir, dejó
inconclusa una novela de carácter fantástico, The Sense of the Past, que es una
variación o elaboración de The Time Machine1. El protagonista de Wells viaja al
porvenir en un inconcebible vehículo que progresa o retrocede en el tiempo como
los otros vehículos en el espacio; el de James regresa al pasado, al siglo
XVIII, a fuerza de compenetrarse con esa época. (Los dos procedimientos son
imposibles, pero es menos arbitrario el de James.) En The Sense of the
Past, el nexo entre lo real y lo imaginativo (entre la actualidad y el
pasado) no es una flor, como en las anteriores ficciones; es un retrato que
data del siglo XVIII y que misteriosamente representa al protagonista. Este,
fascinado por esa tela, consigue trasladarse a la fecha en que la ejecutaron.
Entre las personas que encuentra, figura, necesariamente, el pintor; éste lo
pinta con temor y con aversión, pues intuye algo desacostumbrado y anómalo en
esas facciones futuras… James, crea, así, un incomparable regressus in
infinitum, ya que su héroe, Ralph Pendrel, se traslada al siglo XVIII.
La causa es posterior al efecto, el motivo del viaje es una de las consecuencias
del viaje. 1 No he leído The Sense of the Past, pero conozco el suficiente
análisis de Stephen Spender, en su obra The Destructive Element (páginas
105-110). James fue amigo de Wells; par su relación puede consultarse el vasto
Experiment in Autobiography de éste.
Wells, verosímilmente, desconocía el texto de Coleridge; Henry James
conocía y admiraba el texto de Wells. Claro está que si es válida la doctrina
de que todos los autores son un autor2, tales hechos son insignificantes. En
rigor, no es indispensable ir tan lejos; el panteísta que declara que la
pluralidad de los autores es ilusoria, encuentra inesperado apoyo en el
clasicista, según el cual esa pluralidad importa muy poco. Para las mentes
clásicas, la literatura es lo esencial, no los individuos. George Moore y James
Joyce han incorporado en sus obras, páginas y sentencias ajenas; Oscar Wilde
solía regalar argumentos para que otros los ejecutaran; ambas conductas, aunque
superficialmente contrarias, pueden evidenciar un mismo sentido del arte. Un
sentido ecuménico, impersonal… Otro testigo de la unidad profunda del Verbo,
otro negador de los límites del sujeto, fue el insigne Ben Jonson, que empeñado
en la tarea de formular su testamento literario y los dictámenes propicios o
adversos que sus contemporáneos le merecían, se redujo a ensamblar fragmentos
de Séneca, de Quintiliano, de Justo Lipsio, de Vives, de Erasmo, de Maquiavelo,
de Bacon y de los dos Escalígeros.
Una observación última. Quienes minuciosamente copian a un escritor, lo
hacen impersonalmente, lo hacen porque confunden a ese escritor con la
literatura, lo hacen porque sospechan que apartarse de él en un punto es
apartarse de la razón y de la ortodoxia. Durante muchos años, yo creí que la
casi infinita literatura estaba en un hombre. Ese hombre fue Carlyle, fue
Johannes Becher, fue Whitman, fue Rafael Cansinos-Asséns, fue De Quincey.
Jorge Luis Borges
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