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INDUSTRIAS Y ANDANZAS DE ALFANHUÍ


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Donde se cuenta lo que había en el desván y cómo Alfanhuí se quedó dormido

Al desván se subía por una breve escalera de caracol. Había allí una luz laminada que entraba por el cristal empolvado del tragaluz. Era una racha diagonal, estrellada de motitas de polvo que vagaban por el espacio. La zona de sombra estaba muy caliente y se oía el desperezarse de las tejas achicharradas.  El desván olía a cerrado y estaba lleno de sueño. Alfanhuí sentía caer sobre sus pestañas una lluvia de polvo que bajaba como una nevada invisible.  sobre la madera del suelo se veía el charco seco de una gotera.  Era como el valle de un lago en el verano y tenía un limo rojizo de polvo de tejas que la gotera había ido erosionando del tejado y había acumulado allí como un aluvión finísimo y diminuto. El charquito se había secado bajo la racha de tragaluz y en sus orillas ondulantes se veían las rayas escalonadas que el borde del agua había ido dejando en años de poca o mucha lluvia.  En medio del charco había una silla, que tenía sus cuatro patas levemente hundidas en el limo.  Era una silla de madera de cerezo barnizada a la muñeca, con su color rojo líquido, como el vino de Burdeos.  Sus cuatro patas habían echado raíces en la tierra aluvial de las tejas, y las raíces se extendían por todo el fondo de la laguna, entrecruzándose las unas con las otras como  una telaraña, avariciosas de sorber la poca agua que allí caía. Avariciosas, también, de la racha del tragaluz, estaba la silla de cara a la ventana, y el sol temblaba en las vetas como si corrieran hilos vivos de sangre, a lo largo de los travesaños.  Tenía toda la silla un aire soñoliento y abandonado, como de no oír más voz que el piar externo y amortiguado de algún pájaro que se posaba por detrás de los polvorientos critales.  Desde el desván podía verse su silueta, difuminada por los salpicones de lluvia que estaban escritos en los vidrios; pero nadie veía nunca desde el tejado lo que había en el desván.  Tan sólo, nacían de los dos remates del respaldo de la silla, unas ramitas verdes con hojas y cerezas.  Las ceerezas estaban maduras y cubiertas de polvo, pero espejaban en pequeño todo el desván sobre su superficie convexa.  Eran cuatro parejas de cerezas pequeñas y oscuras que se apoyaban alegremente sobre las verdes hojas.

Alfanhuí se sentó en la silla y vino a poner la cabeza entre las dos ramas de cerezo que le cercaban las sienes como una corona y las cerezas parecían colgar de sus orejas como pendientes de rubíes oscuros junto a su pelo castaño.  Alfanhuí veía por el tragaluz el cielo y el sol dorado de la siesta.  Cerraba los ojos, y veía proyectarse sobre la película translúcida de sus párpados juegos de luces con manchas insistentes que el sol había dejado en el fondo de sus pupilas.  Pero la nevada de polvo seguía cayendo y cayendo sobre sus pestañas y Alfanhuí se quedó dormido.






Donde se cuenta la muerte del maestro en el campo de Guadalajara


En el campo de Guadalajara amarillea el espino. Alterna la flor del espino con la grana de los tomillares. Un verde tierno se desvanece entre la tierra negra y los ásperos arbustos. En el campo de Guadalajara amanecen unas alondras oscuras y pequeñas, que tienen el pecho pinto y el pico endeble. Los caminos van por los llanos de las mesas altas y calizas que se cortan en talud hacia los valles declinantes. Una vez al año se verán, a lo lejos, los tricornios de los guardias civiles que cabalgan por estos caminos. Pero son caminos de zorros y ladrones, y los guardias civiles están en el casino de la ciudad, jugando al dominó con un tendero de ultramarinos que tiene los pulgares en las bocamangas del chaleco. Los ladrones duermen en las minas de los castillos que coronan los cerros escarpados, y las viejitas vestidas de negro, hermanas de las llares y de las sartenes, juegan al corro en los verdes prados. Las viejitas tienen los huesos de alambre y mueren después de los hombres y después de los álamos. Se ahogan en los vados del Henares y se las lleva la corriente, flotando como trapos negros. A veces se enganchan en los mimbres o en los tamujos que crecen junto a los tajamares de los puentes, y enredan los anzuelos de los pescadores. Las viejitas de Guadalajara van siempre juntas y huyen cuando alguna se ahoga, y no se lo cuentan a nadie.


Los pescadores de Guadalajara van siempre solos y meriendan junto a los negrillos. El Henares es un río terroso que baja por las tierras oscuras y viene de las oscuras montañas. Está hecho con las sobras de las nubes olvidadas por los vericuetos de la serranía. La montaña tiene la nieve a lunares, porque la tierra es muy negra y nunca llega la nieve a cuajar del todo. ¡Qué sombra hace la montaña, sobre todo el campo de Guadalajara! Parece que el sol no alcanza con su luz. Tres días llevaban caminando Alfanhuí y su maestro. El trigo verdeaba en las labranzas y el maestro parecía pegarse cada vez más a los terrones. Junto a una cama de liebre, se tendió. Púsose boca arriba, muy bien colocado, con la cabeza apoyada en un retoño de trigo:

-Me muero, Alfanhuí!

Alfanhuí sintió los lagrimales y el hilo del llanto y de la voz que buscaban la salida.

-¡Me muero, Alfanhuí!

Alfanhuí rompió a llorar por primera vez en su vida, como si estallara:

-No te mueras, maestro; no te mueras! ¡No te mueras, maestro mío! ¡Levántate, levántate del suelo!

Y lo cogió por los brazos para levantarlo, pero no podía con él porque el maestro había perdido toda fuerza.

-¡Levántate!, ¡levántate!

Al ver que no podía con él se le apagaba de nuevo la voz y se escondía la cara para llorar.

-Alfanhuí, hijo mío, me voy al reino de lo blanco.

De nuevo calló el maestro y sólo se oía el llanto desolado de Alfanhuí.

-Me voy al reino de lo blanco, donde se juntan los colores de todas las cosas, Alfanhuí.

-No te vayas, maestro.

-Mira, te había dejado cuanto tenía; si vuelves por allí, el solar y lo poco que queda es tuyo.

-¡Maestro, maestro mío! ¿Ya no te vas a levantar? ¡Siéntate siquiera, siéntate! No me dejes solo. Nunca he visto morir.

-Sé bueno, Alfanhuí, hijo mío; vuelve con tu madre.

-¡No!; yo te quiero a ti. Yo quiero que tú vivas, maestro.
-¡Me muero, Alfanhuí! Ya no hablo más; me voy al reino donde todos los colores se hacen uno.

Esta vez el maestro se quedó rígido y la mirada se le iba apagando. Alfanhuí puso la cara contra su pecho y lloraba. Así pasó un rato largo hasta que Alfanhuí sintió en su cuello la caricia de una mano crispada que se cerraba lentamente. El puño se cerró con muchísima fuerza, pillando un mechón de pelo de Alfanhuí. El maestro dejó de respirar y Alfanhuí no lloró más. Levantó la cara aturdida, y al soltar su pelo de la mano se le arrancaron unos cuantos cabellos, que quedaron prendidos entre los dedos nudosos y amoratados del muerto.

Alfanhuí cubrió a su maestro con un poco de tierra y arrancó plantas de trigo verde, con sus raíces, y lo recubrió todo. Luego se echó a andar, como aturdido, por el campo. A los diez pasos levantó una liebre y la vio correr hasta perderse. Todo el día anduvo Alfanhuí vagando por las tierras. A la noche llegó a un bosque de robles y se echó a dormir al abrigo de la hojarasca.

Salió una hermosa luna que brillaba sobre los palos del robledal. La culebra de plata se desperezó lentamente y se desenredó de la muñeca de Alfanhuí para tomar la luna. Alfanhuí tenía en su bolsillo el lagarto de bronce, y en el otro, la moneda de oro. Durmió con el cuerpo cubierto de hojas secas y la luna en la frente, al abrigo del frío de la noche en el campo de Guadalajara.






Rafael Sánchez Ferlosio
Industrias y ananzas de Alfanhuí (1951)


Alfnahui
en google books

También, en google books
en la antología sobre Guadalajara:
Guadalajara en la literatura: una tierra para las buenas letras
de José Serrano Belinchón,

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