No deja de ser curioso saber lo que de nosotros se piensa en las demás naciones, y como corresponsal concienzudo no podía yo pasar por alto este tema interesante; pero conste que mi propósito, si es que a un corresponsal le está permitido tener propósitos, no es dar gusto al curioso lector, sino completar el cuadro de la psicología finlandesa, porque diciendo lo que estas gentes de por acá piensan sobre nosotros, se descubre más aún lo que ellos piensan y son. Preguntemos a la generalidad de los españoles qué idea tienen sobre Finlandia y los finlandeses, y notaremos que no tienen ninguna idea, y al notarlo descubriremos un rasgo de nuestra idiosincrasia: el desdén con que miramos todo lo que ocurre fuera de España, y casi todo lo que ocurre dentro también. Vivimos en estado de«distracción permanente». En cambio, aquí se nos conoce, aunque por desgracia sea por el lado peor, y he encontrado ya varias señoritas que me han dicho de memoria las cuarenta y nueve provincias de España.
En el asunto sobre que versa esta carta mi información no es ni con mucho completa. Son contadas las ideas de procedencia masculina, porque yo confío mis amistades al azar, no las busco nunca, y el azar ha querido que en Finlandia mis amigos no sean amigos, sino amigas, en lo cual creo haber salido ganancioso, puesto que la mujer es aquí superior al hombre, y aquí y en todas partes es utilísima como medio de información. Y lo más notable del caso es que en este país se puede tener amistad sin mezcla de otro sentimiento más peligroso, y que yo me he adaptado tan hábilmente, perdóneseme la inmodestia, que podría dar lecciones de calma y flema a los mismos finlandeses. Una señorita estudiante se ofrece a enseñarme el sueco; otra, que es pintora, me propuso«horas» de sueco a cambio de francés; otra, empleada de Banco, alemán por francés, y así por el estilo. Yo, que soy tan amante de la ciencia como el que más, acepté todas las proposiciones, aunque comprendía que estas señoritas me tomaban también como sujeto de observación psicológica; y no sólo he enseñado a varias a hablar en francés, sino que he dado a conocer algo de nuestra literatura, en particular de nuestros novelistas, empezando por Alarcón, cuyo Sombrero de tres picos-Der Dreispitz- está traducido al alemán, y Valera, cuya Pepita Jiménez lo está al sueco. Yo, en cambio, tengo un retrato al óleo, muy parecido en opinión de cuantos lo ven; hablo en sueco con relativa facilidad, y he adquirido algunas noticias no del todo inútiles.
En España esto no sería posible, y menos en la forma en que aquí ocurre. Por ejemplo, esta tarde me encontré a una de las que aprenden francés: una joven guapa, pintora de afición y empleada de Banco, y me preguntó si saldría por la noche. -No salgo; puede usted venir, si gusta, a las seis-. Y en efecto, a las seis vino con sus labores, pues aquí las mujeres trabajan cuando van de visita que no sea de cumplido, y estuvo dos o tres horas bordando y haciéndome una porción de preguntas en francés sobre las principales óperas italianas. No estará de más decir, para que no se sonrían los maliciosos, que esta joven tiene su novio formal para casarse en breve, y que al novio no le importa que venga a tomar lecciones, porque tiene confianza en que su prometida no va a decir una cosa por otra. El finlandés cree en la veracidad de la finlandesa, y la finlandesa considera injurioso que se dude de su proceder.
En este comercio inocente y casi científico, he recogido algunas impresiones sobre la opinión en que se nos tiene. La idea más general sobre el español es la de que es un hombre orgulloso; acaso la palabra española más conocida y usada sea «grandeza», para indicar la elevación un tanto ampulosa. Después de los franceses, que son más y mejor conocidos, venimos los italianos y españoles como tipos análogos, bien que los italianos sean más dados al arte y nosotros a la guerra. Cuando se habla de viajes, se da siempre la preferencia a Italia, y he oído decir a algunas señoras que a España es peligroso ir, sobre todo señoras solas, porque es «un país sin ley». Aunque no lo digan por lo claro, nos tienen por muy valientes; pero al mismo tiempo por muy duros de corazón y semibárbaros o semiprimitivos. A las primeras palabras, en una conversación, sale a relucir nuestro catolicismo como signo de atraso intelectual y las corridas de toros como signo de barbarie. Creo que en materia tauromáquica se podría llegar a una avenencia, pues mis argumentos en pro de las corridas han hecho alguna mella en mis discípulas y amigas, las cuales creían, como tantos otros detractores de la fiesta española, que ésta no era artística, sino una especie de espectáculo de matadero; pero en la cuestión religiosa todo cuanto se hable es inútil, porque las ideas contrarias al catolicismo son inculcadas desde la primera enseñanza. Yo he repasado por curiosidad los libros de texto de una de mis discípulas, y en el de Historia he visto que la parte dedicada a España era exactísima hasta llegar a la Reforma; desde este punto se nos mira ya con ojos más que turbios: Felipe II es considerado seriamente como un «asesino».
Existe una rara mezcla de ideas exactas y erróneas sobre nosotros, según que unas u otras provienen de los libros formales o de las fábulas que en Europa, y particularmente en Francia, forjan a nuestras expensas los escritores del género pintoresco. Una señorita me preguntó de qué región de España era. -Soy de Andalucía -le contesté. -¿De la alta o de la baja? -me volvió a preguntar. Y al saber que era de Granada, me dio cuantas noticias tenía sobre nuestra ciudad para comprobar si eran exactas. Todo esto sacando un promontorio de libros y mapas, que mi interlocutora manejaba con extraordinaria desenvoltura. Porque uno de los libros decía que los catalanes son industriosos, los castellanos arrogantes y los andaluces vivos, familiares y muy dados a la broma, me he visto y me he deseado para inspirar confianza; y hoy mismo, a pesar de repetidos ejemplos de cordura y seriedad, «mi procedencia andaluza» me perjudica notablemente. Sin necesidad de ser andaluz, sólo con ser español, le miran a uno con prevención en las relaciones familiares, a causa del malísimo concepto en que, como sujetos sentimentales, se nos tiene. Nos consideran capaces de pasión, pero no de verdadero amor, es decir, de un sentimiento apacible y durable que se traduzca en «soluciones prácticas»: de aquí, piensan, la facilidad con que, creyendo decir verdad, mentimos al hablar de nuestros sentimientos, y la poca conciencia con que nos burlamos de las mujeres que no saben resistir.
Les parecerá a algunos que estas opiniones no tienen gran trascendencia, que son conceptos superficiales de esos que sirven de tema socorrido en cualquier conversación; sin embargo, esos rasgos que se atribuyen a nuestro carácter: la dureza, la tiranía con la mujer, el desprecio de las leyes y otros de este tenor, son el estribillo siempre que se habla de España sobre asuntos más serios. Con motivo de las guerras que ahora tenemos pendientes, la prensa de aquí escribe enormidades contra España: no hay absurdo de los que se fabrican a destajo por los enemigos de nuestra nación que no tenga segura acogida; se nos cree capaces de todo género de horrores. Sin duda, nuestro papel histórico nos enajena las simpatías de un país como este, adepto de la religión luterana; pero no se llegaría hasta la animadversión si no fuera porque la idea absurda que corre como válida acerca de nuestro carácter sirve de plataforma para fundar fábulas odiosas que exciten la compasión en muchas almas sensibles e incautas.
Con ser tan poco favorable la opinión respecto del español, merece aplauso si se la compara con la que se tiene sobre la española. Algunas señoras creen de buena fe que el mayor mal que puede ocurrir a una mujer es nacer en nuestro país: la consideran como una esclava, casi como una mujer de harén. Reconocen que es bella, y acaso de este reconocimiento arranque la severidad con que la juzgan; pero piensan que esa belleza habla sólo a los sentidos, que no es la belleza de un ser inteligente. Con decir que aquí se habla con desprecio de la mujer alemana, por creerla excesivamente casera, se comprenderá lo malparada que ha de salir la española, sobre la que se cuentan los más desaforados desatinos. -¿Es cierto que las andaluzas son tan bellas como se dice? (A esta pregunta he contestado yo siempre entonando un himno o poco menos en loor de mis paisanas.) -Pero ¿es verdad también -agregan- que son tan ignorantes que no saben siquiera escribir con ortografía? -Eso ocurría antes -respondo yo-; pero ahora se ha progresado mucho en esa materia. Las españolas tienen gran talento natural y aprenden todo lo que quieren. El detalle ese que aquí choca de las faltas de ortografía, no tiene importancia en nuestro país, porque nosotros sabemos que procede del exceso de pasión, que turba a las mujeres hasta el punto de hacerles cambiar unas letras por otras. La española posee la ortografía del lenguaje espiritual, mucho más necesaria que la de la escritura. Yo, por mi parte, opino que la ortografía, como otras muchas cosas, debiera constituir un oficio, el de ortografista o corrector, y que la generalidad de las gentes debía prescindir de ese y otros estudios, que ocupan en el cerebro un espacio que hace gran falta para albergar ideas de más trascendencia. Aquí he encontrado ya varias personas que hablan y escriben correctamente media docena de lenguas y que no saben decir nada en ninguna: de ellas se puede decir lo de aquel que poseía una gran colección de instrumentos musicales, pero que no sabía tocarlos.
Pero el punto en que se insiste con verdadera saña es el de la libertad. Estas mujeres tienen la manía de la libertad: pueden hacer lo que quieren, y, sin embargo, acusan al hombre de déspota; y como creen que las españolas viven encarceladas y contentas, las juzgan como seres infelices, sin conciencia de su dignidad personal. Una de mis contertulias pretendía convencerme de que los hombres meridionales tenemos odio instintivo contra las mujeres del Norte, porque tememos que «nuestras esclavas» se nos subleven, siguiendo el ejemplo de las que ya consiguieron sacudir el yugo. -Están ustedes en un gran error si tal piensan -he dicho yo con gran seriedad-: lo que ustedes inspiran es lástima, y las españolas que las imitan lo hacen a disgusto, sólo porque el matrimonio es cada día más difícil y se ven forzadas a vivir solas; pero no porque tomen en serio las ideas de emancipación, pues su buen juicio les permite ver que salen perdiendo mucho en el cambio. Usted es aficionada a la filosofía y quizá haya leído algunas de las geniales paradojas de un filósofo alemán, hoy en boga, Federico Nietzsche: creo que es en su Menschliches, allzumenschliches(Humano, demasiado humano), donde expone su opinión sobre la superioridad intelectual de la mujer respecto del hombre, y la razón principal en que la funda es de sentido común. Prescindiendo de palabras vanas, de hecho resulta que la mujer ha dejado en manos del hombre todos los atributos de la autoridad, y con ellos todas las responsabilidades y malos ratos que proporcionan. A más, la obligación moral de sostener a la familia. A cambio de algunas satisfacciones irrisorias, el hombre se ha resignado a ser el verdadero esclavo: la mujer ha conseguido vivir a costa del hombre, manejarlo a su antojo en todos aquellos asuntos en que le va algún interés, y, por añadidura, representar el papel simpático, el de «víctima». No existe en la creación un ser que supere a la mujer en inteligencia verdadera, es decir, en inteligencia práctica: sólo se le aproxima el gato, que en opinión de un escritor español, Selgas, es el más listo de todos los animales, no sólo por haber resuelto el problema de vivir sin trabajar, sino por haberlo resuelto con achaque de cazar los ratones, diversión o deporte que para él tiene grandes atractivos.
Vistas, pues, las cosas con calma, se pone en evidencia que la mujer española, refractaria a la emancipación a causa de su «atraso intelectual», es mucho más sabia que las que neciamente se declaran autónomas y cargan con el pesado fardo de obligaciones que los hombres hemos llevado solos hasta ahora. A eso le llaman los franceses laisser la proie pour l'ombre, que podríamos traducir así: «perder la tajada por roer el hueso». Una mujer excepcional puede encontrar en la ciencia o en el arte satisfacciones acaso superiores a las de la vida en familia; pero las mujeres vulgares, que han de contentarse con desempeñar una función rutinaria y poco agradable, no deben de aceptar este medio de vida, sólo porque les deja más libertad, como superior al matrimonio. Las que tal hacen, cuando llegan a la vejez y forman el inventario de los goces que les ha proporcionado la libertad, sentirán envidia de la mujer del pueblo, que, guiada sólo por el instinto, ha sabido enamorarse de cualquier ganapán, crear una numerosa prole, y mal que bien salir adelante con ella, experimentar las alegrías y las penas que la vida va dando de sí; en suma, vivir una vida natural e íntegramente humana.
Ángel Ganivet
Cartas finlandesas, 1896
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