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Capítulo
I
(La
isotopía)
§1.
Algunas veces no hay manera de dar una explicación precisa
de la razón que rige la constitución de una determinada familia
de palabras en nombre de una unidad de
significación —sin precisar todavía lo que se entiende aquí
por «unidad»—, nimenos aún de qué condiciones del significar
son las que obran en semejante agrupación, y, sin
embargo, la familia es reconocida y aceptada en el público consenso
y, al menos en sus términos centrales, sin vacilación
alguna: propongamos, por ejemplo, a diversos sujetos
que nos pongan en un papel las palabras afines de «guapo».
Esa falta de una explicación precisa resulta tanto más
desconcertante cuando se echa de ver que la agrupación no está
solamente fundada en un tan palmario como
indefinible sentimiento de afinidad semántica sino también
ratificada en el experimento lingüístico constructivo, o sea,
cuando se descubre que la presunta unidad de
significación se ve corroborada en consecuencias funcionales: con el
sentimiento de afinidad semántica que reúne
las palabras «guapo», «lindo», «bonito», etcétera, se
corresponde, en el experimento constructivo, la repulsión a
verlas asociadas en una misma predicación o atribución: las
expresiones «el niño es guapo y lindo» y «el niño
lindo y bonito» suenan estridentes. Pero esa estridencia no
parece dejarse remitir ni a una explicación gramatical (no
habría agramaticalidad, puesto que «guapo», «lindo» y
«bonito» son elementos homogéneos, como estámandado que lo
sean los miembros unidos por una conjunción) ni a
una explicación lógico-conceptual precisa (no podríamos decir
que entre esas dos parejas de palabras medie contradicción,
como entre «transparente y opaco», ni redundancia, como
entre «transparente y diáfano»); la estridencia parece,
pues, que se sitúa en tierra de nadie, pasados los
controles de frontera de la jurisdicción gramatical, pero
sin acceder al claro y bien partido territorio de los discernimientos
conceptuales.
No hay
nada que objetar a quien afirme que en aquel sentimiento
de afinidad semántica y en esta repulsión no se
constata sino el mismo hecho (lo más probable es que los
sujetos que han inscrito la familia en el papel se hayan guiado,
aun sin saberlo, por el criterio funcional latente de la
sustituibilidad recíproca, en la medida en que la palabra fuera
de contexto conserva, como un halo virtual, el espectro de sus
determinaciones constructivas, ya sean gramaticales o
semánticas), pero la conveniencia de registrarlo desdoblado
en ambas manifestaciones está justificada por la
necesidad de precisar el aspecto y el nivel en que se habla
aquí de afinidad. Esta noción es extremadamente holgada
y admite el más y el menos: «afines» se puede decir tanto
de «bueno» y «bondadoso» como de «amable» y «bondadoso»,
sin que el examen semántico más fino llegue a fijar
ninguna determinación tajante, capaz de discriminar aquí,
de modo discontinuo, dos grados de afinidad; sólo
haciendo jugar esas palabras en el experimento constructivo saldremos
del continuo: «amable y bondadoso» es
expresión que se oye sin estridencia alguna, «bueno y bondadoso»
hace saltar la repulsión. Ésta aparece de pronto
como un salto que interrumpe la continuidad o, por así
decirlo, como un escalón en que se quiebra, en unpunto preciso,
la rampa de las afinidades; y, por lo mismo, esperaríamos
que aquello que separa fuese algo interiormente bien
configurado; el desconcierto y la sorpresa están en que se
preste a delimitar también y sin ceder un punto en su rigor
afinidades tan indefinibles, familias de parentescos tan inciertos,
como la de «guapo», «lindo», «bonito», etcétera. Nuestra
idea de las condiciones del significar que rigen la formación
de las familias de palabras tiene que ser puesta de
acuerdo con el hecho de que un mismo lazo funcional, tan
definido como el de la incompatibilidad, una entre sí con
igual rigor palabras conceptuales tan bien delimitadas como
«transparente» y «opaco» o «rojo» y «verde» y «transparente»
y «diáfano» o «rojo» y «colorado» y palabras de
fronteras tan escurridizas como «guapo» y «lindo». El
hecho de que al difuminarse la diferenciación no se relaje también
la incompatibilidad, como en principio habríamos esperado,
muestra, a mi modo de ver, que ésta es una constricción ajena
en algún grado a la nitidez o vaguedad de las lindes
semánticas patentes y que los fundamentos de parentesco léxico
que mantienen la unidad de estas familias (definidas,
como las de los hombres, por la prohibición del
incesto, prohibición que aquí llamamos incompatibilidad) no
quedan agotados en el transparente dominio de las
puras relaciones conceptuales, sino que han de ser rastreados igualmente
en las opacidades de la jurisdicción lingüística.
§2. Me
ha parecido apropiada, recordando la tabla de los
elementos, la palabra «isótopos» (o sea, «del mismo lugar ») para
predicar el parentesco general por el que dos o más
palabras se encuentran sometidas a esa relación de incompatibilidad
que se nos manifiesta en el experimento constructivo
como una repulsión a oírlas asociadas en lamisma
predicación o atribución. La isotopía se concibe aquí,
pues, como un vínculo de las palabras en el seno del acervo,
y, por lo tanto, como una relación lingüística, y su nombre
responde a la siguiente representación imaginaria de la
situación que da lugar a las incompatibilidades: hay un solo
lugar para un predicado que diga, por ejemplo, el comportamiento
de un cuerpo frente al paso de la luz; ese lugar
puede ser ocupado por dos implementos diferentes: «transparente»
y «opaco»; si en una predicación o atribución aparece
«transparente» se considera que el lugar está ya
explícitamente saturado y no podremos añadir a continuación «y
opaco», porque ello equivaldría a abrirlo por dos
veces en la misma predicación o atribución. La isotopía sería
el presunto vínculo que se crea entre dos o más palabras
por el hecho de ser tenidas por respuestas a una misma
cuestión, como lo son el rojo y el verde del semáforo, que no
pueden estar encendidos a la vez, ya para los peatones,
ya para los coches; «son isótopos» quiere decir «son
implementos del mismo lugar semántico y son, por consiguiente,
incompatibles en la misma predicación o atribución».
(Cuando imaginariamente propusimos a diversos sujetos
que nos escribiesen las palabras afines de «guapo»
no tuvieron que hacer otra cosa que asomarse al lugar
del léxico en que tal palabra habita y enunciar, simplemente, las que
hallaron compartiendo su morada.)
§3. Sin
embargo, una incompatibilidad como la que une
«transparente» y «opaco» admite la siguiente explicación lógico-conceptual,
plenamente satisfactoria: «transparente»
significa «que deja pasar la luz y la imagen», «opaco»
significa «que no deja pasar la luz ni la imagen»; ambas definiciones
se diferencian solamente por la negación, luego «transparente»
y «opaco» son contrarios y no pueden predicarse
de un mismo sujeto. La posibilidad de explicaciones como
ésta, unida al hecho de que en la predicación que
contraviene la presunta relación de isotopía no se haya
podido reconocer ninguna clase de agramaticalidad, puede
muy bien convertirse en argumento contra la plausibilidad de
postular la isotopía como un hecho lingüístico: ¿no es
suficiente la antinomia lógico-conceptual para explicar
la incompatibilidad y la repulsión?, ¿no es una sutileza innecesaria
la de introducir subrepticiamente entre la
gramaticalidad y los conceptos un nivel de relaciones fantasma
ya no gramatical pero todavía lingüístico y todavía no
conceptual, en el que se produciría el fenómeno de la
isotopía? En efecto, desde el punto de vista ideal del significar, ese
nivel fantasma resulta un aditamento no sólo innecesario
sino también perturbador: la antinomia conceptual entre
«transparente» y «opaco» tendría que bastarse a sí
misma, sin necesidad de tener un doblete lingüístico en la
isotopía, o, dicho con otras palabras, no parece que exista
una razón plausible para suponer que haya, además del
freno diáfano y consciente en los conceptos, otro freno automático
y ciego en las palabras. El que se ciña a los casos conceptualmente
bien delimitados, como el de este ejemplo,
estará demasiado deslumbrado por la luz de la evidencia conceptual
para llegar a sentir en la manifiesta incompatibilidad otra
presión que la de la estricta repugnancia lógica:
cuando se tiene el pez prendido en el anzuelo
el pulso ya no percibe a través de la caña el tirar de la
corriente; e incluso puede ser que la antinomia, al actualizarse con
sentido, al despertar a las palabras dormidas en el
seno del acervo, disuelva en ellas, efectivamente, todo
lastre de sedimentos léxicos. Si nos atuviésemos exclusivamente a estos
casos de transparencia conceptual, la isotopía
podría quedar reducida a un puro epifenómeno inactivo,
puesto que sus fuerzas podrían ser concebidas como la
simple inercia del concepto en la palabra. Así sería, en
efecto, si todo el territorio estuviese igualmente iluminado; toda
palabra en juego se vería entonces incondicionalmente absuelta
de cualesquiera vínculos opacos, deslastrada
de adherencias léxicas de hecho; pero el caso es que
la isotopía no sólo no se deja siempre reducir a un mero
doblete de las relaciones conceptuales, como una impronta inercial
de la reiterada actualización verbal de tales relaciones,
sino que parece, además,manifestar una vigencia y una
actividad autóctonas en las entrañas de la lengua. Sería,
por ejemplo, una grave imprudencia epistemológica querer
ver sólo un proceso conceptual en la constitución de un
verbo polirrizo, creer agotada con una interpretación de las
significaciones la explicación del singular movimiento de
convergencia por el que «est» y «fuit» llegan a ser sentidos como
flexiones de un mismo verbo, sin ver en ello un
hecho positivo de reorganización lingüística, que excede activamente,
es decir, no como una inercia, sino como otro
movimiento autóctono, la historia específicamente conceptual.
§4. Mi
deseo, sin embargo, no es, en modo alguno, el de
refutar las objeciones, pues considero que el problema general
que detrás de ellas se esconde no requiere ni admite despachar
el pleito, sino todo lo contrario: ponerlo al rojo
vivo. Para ello voy a contar mi historia personal en relación con el
asunto. Cuando mi amigo Carlos Otero, que ha
tenido la suerte de estudiar con Chomsky, me expuso ciertas
doctrinas según las cuales este lingüista parecía extender los
conceptos de gramaticalidad y agramaticalidad a un
campo de relaciones tenido hasta hoy por estrictamente semántico,
como aquel en que tienen lugar ciertos contrasentidos,
yo me opuse del modo más rotundo a aceptar
la idea de una extensión semejante, más o menos con el
argumento de que si se admitía esa extensión faltaba cualquier
criterio riguroso para frenarla a tiempo de evitar
la consecuencia extrema de que la afirmación y la negación
de un mismo postulado tuviesen distinto grado de
gramaticalidad; «y es absolutamente necesario—le decía yo—que
la frase “el caballo vuela” (es un ejemplo exagerado, que
Otero no habría aceptado como ejemplo de agramaticalidad)
sea exactamente tan significante, y por lo
tanto tan gramatical, como la frase “el caballo no vuela”, porque
la opción que se pronuncia por una de esas dos frases
como la verdadera es un acto disyuntivo que exige que las
dos cosas entre las que decide tengan idéntica vigencia al
nivel y en el momento en que se produce semejante opción».
En las Investigaciones lógicas de Husserl (Investigación
primera, párrafo 15) he podido encontrar, con
argumentos casi idénticos, este mismo sentir: «Marty objeta
a los investigadores citados (Sigwart y Erdmann): Si las
palabras (“cuadrado redondo”, “círculo cuadrado”) no tuviesen
sentido, ¿cómo íbamos a comprender la pregunta de si
existe tal o cual y negarla? Incluso para rechazarla necesitamos representar
de uno u otro modo esa materia contradictoria...».
«Si a esos absurdos se les llama “sin sentido”, esto no
puede significar sino que no tienen evidentemente ningún
sentido racional» [«racional quiere decir aquí
“lógico-conceptual”, aunque tal vez no sea del todo apropiado;
pero desde luego no quiere decir “lingüístico” »].
«Estas objeciones —sigue Husserl— son totalmente certeras,
en cuanto que la forma de exposición en los citados investigadores
permite suponer que la falta de sentido
auténtica, la que nosotros hemos señalado bajo el número
1, ha sido por ellos confundida con la imposibilidad a
priori de un sentido impletivo.» Y lo
que se delimita en ese número 1 al que remite Husserl está
allí ilustrado con el ejemplo «Verde lo casa»; luego se trata precisamente
de la agramaticalidad en el sentido tradicional. Sigo
considerando de todo punto necesario que el concepto
de agramaticalidad no pase de ese lugar, ni siquiera diferenciado
en grados, o, para no hipnotizarnos con
espejuelos de palabras, que en ese lugar tiene que mantenerse,
al menos para el punto de vista del lingüista, una
cesura de primera magnitud, y no es conveniente, ni suele
ser lo habitual, que una misma palabra se conserve a caballo
de cesuras de ese orden; me he negado, pues, y me seguiré
negando a tachar de agramatical la frase en que se contravenga
la incompatibilidad inherente a una relación de
isotopía. Y, sin embargo, al postular la isotopía como un
hecho de la lengua salgo tal vez al encuentro de una vislumbre
empírica sustancialmente coincidente con lo que
pueda haber llevado al propio Chomsky a extender —tan
abusivamente en cuanto a la palabra y la noción— los
alcances de la agramaticalidad: la vislumbre de que no es todo
puramente conceptual lo que hay más allá de lo que
tradicionalmente se entiende por gramaticalidad; allende
sus fronteras no se abre, imperturbado y autocrático, el
transparente dominio de las solas obligatoriedades conceptuales,
sino que éstas han de compartir la soberanía del
territorio, y a menudo tal vez de manera inestable y conflictiva,
con la opaca propensión de las palabras mismas a
organizarse con arreglo a vínculos de hecho, como el que
presuntamente constituye la relación de isotopía. Tan
sólo el que se encare con isotopías conceptualmente brumosas,
como la de «guapo», «lindo», «bonito», etcétera, donde
la mente no se ve asistida por la visión de netos límites
semánticos, ni deslumbrada por su claridad, percibirá
esa segunda fuerza ciega que, como una especie de adherencia
fáctica, tiene sujetas las palabras mismas. Pero con
dejar de hablar de «gramaticalidad» y «agramaticalidad» a
propósito de tales adherencias no se pretende escamotear, sino
poner más de relieve, la contradicción que implica
el reconocer, por una parte, la relación de isotopía como
una constricción lingüística al costado de las obligatoriedades conceptuales
y asentir, por la otra, a la exigencia postulada
por Husserl y Marty de un carácter significante, y por
lo tanto de una plena franquía lingüística, para el contrasentido;
esa contradicción encarna justamente el pleito que
quería aquí dejar expresamente abierto y planteado, incurriendo
yo mismo, de hoz y coz, en ella.
La cosa
es tan poco novedosa como todas las que tienen algún
encanto; la más maravillosa de todas ellas, la gran reina
indestronada de todas las cuestiones, la cuestión de las
cuestiones, desplazada al lado de sí misma, no resulta sino
impugnada en su planteamiento; y así en esto nuestro tan
próximo a la disputa de los universales, ya dijo Fredegiso de
Tours: «Si enim Diei nomen aliquid significat Noctis nomen non protest aliquid non significare».
Rafael Sánchez Ferlosio
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