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EL CRISTO DE VELÁZQUEZ (Miguel de Unamuno)





Primera Parte (XVII - XXXIX)


XVII

HOSTIA

Hostia blanca del trigo de los surcos
del desierto, molido por la muela
del dolor que tritura; pan divino
de flor de harina, como leche blanco,
Hijo eres, Hostia, de la tierra negra;
Hijo eres de la tierra, Hijo del Hombre,
Hijo de Dios y de la Virgen Madre,
nuestra madre la tierra. Por el mundo
cual espigas ondean los mortales,
hasta que la hoz los siegue de la muerte,
que arrastra el trillo convirtiendo en era
lo que fue ayer ejido de deportes,
y a la tolva van luego, y de esa harina
su pan amasa Dios, que vive de hombres,
del sólo pan que somos tus discípulos.
Vive de Ti, Hostia blanca como leche,
nacida de la Virgen Tierra Madre;
por Ti comulga Dios con sus mortales;
tierra y agua de Dios son pan y vino
del hombre, y Dios con ellos hombre se hace.
Tu cruz, cual una artesa en que tu Padre
hiñera con sus manos nuestro pan.

 
XVIII

VINO

La viga maestra del dolor macizo
a que la piedra del remordimiento,
por el rodezno de la culpa obrando,
sobre tu corazón su pesadumbre
cargó, y enderezaron como vírgenes
las tristes manos pecadoras de Eva,
sobre el lagar divino de tu pecho
pisó el licor que nuestras penas lava.
Triste es el vino en el desierto, en donde
no hay agua, madre de verdor riente;
triste el vino cual sangre y triste tu alma,
Jesús, hasta la muerte. Mas tu jugo,
mientras no entremos al divino océano
sin haz ni fondo y sin orillas, abra
de nuestros ríos todos peregrinos,
sostén de esta jornada dolorosa
por el desierto de la vida humana,
es tu vino, Señor, tu propia sangre,
tu vino triste del dolor, el vino
de la vid de que somos los sarmientos.
Triste es el vino, sí; mas nos embriaga
y nos trae la ilusión con el olvido.
¡Oh embriaguez de la sangre redentora,
del vino del desierto falto de agua;
locura de la cruz, dolor sabroso,
despego de la vida, tú nos borras
el dejo de vinagre que en la esponja
de su vano consuelo nos da el mundo!
Y hay en el vino de tu sangre, ¡oh Cristo!,
agua también, de cumbre y sin mancilla,
licor de vida que la sed apaga
para siempre jamás a quien lo bebe
y vuélvese en su dentro manadero
que le da un sempiterno reviver.

 

XIX

LINO

Blanco lino tu cuerpo, frágil tela
que de la parda tierra Dios hilando
tejió y tiñó y ciñó a su Pensamiento
—por desnudo, invisible—, vestidura
dándole así con que alumbrase al mundo
la luz de la Palabra, eterna capa
recamada de innúmeras estrellas.
Y el lino se tiñó de regia púrpura
sonsacada del mar de los abismos
—del mar donde descansan los que fueron
junto a los que serán—, de la Muerte
fue sudario de amor al inmolarla.
Con mano airada el pueblo a desgarrones
desnudó a la Palabra creadora,
mas Ella recogiendo su vestido
volvióselo a ceñir y como un manto
lo tendió por dosel en nuestro cielo.
El Hacedor de la visión sin lindes
de rebaños de soles peregrinos
que a nueustro orbe—apagada chispa—arrastran,
de la ceniza de éste fue tejiendo,
con incorpóreas manos tenebrosas
—herramientas de todopoderío—,
durante nueve meses en el vientre
de una doncella tenebroso, tunica
con que al vestir su desnudez Le vieran
las almas que brotaron de su sien.


XX

ÁGUILA

Águila blanca que bebiendo lumbre
del Sol de siempre con pupilas fulgidas
nos la entregas, pelícano, en la sangre
de tus propias entrañas convertida;
Águila blanca, ¿por qué así tus ojos
vela esa negra nube, esa cimera
de nazareno? Luz nos das; antorcha
tu corazón que ardiendo nos alumbra
y nos aveza a hacer de nuestra sangre
luz de tu luz. Eres la luz, Tú, el Hombre,
que esclarece en el mundo a los mortales.
¡Luz, luz, Cristo Señor, luz que es la vida!
Cuando muramos, en tus blancos brazos,
las alas de la Muerte Emperadora,
llévanos hasta Sol, allí a perderse
nuestros ojos en él, a que veamos
la cara a la Verdad que al hombre mata
para resucitarle, Águila blanca
que a raudales bebiendo viva lumbre
del Sol eterno con divinos ojos
nos la das en tu sangre derretida,
llévanos a abrevar del Sol eterno
con nuestros ojos luz, a que veamos
la cara a la Verdad. Que las lechuzas
de Minerva, que no ven más que a oscuras,
pues las deslumbra el mediodía, busquen
en la noche su presa. No lechuzas,
águilas nuestras almas, que muriendo
vivan por ver la cara a Dios. ¡Mirada
danos de pura fe, que la Mirada
resista en los ojos deslumbrantes
de la Verdad, del Sol que no se extingue,
de la cara de Dios que nos da vida
cuando con su mirar muerte nos da!

  

XXI

NUBE NEGRA

¿O es que una nube negra de los cielos
ese negror le dio a tu cabellera
de nazareno, cual de mustio sauce
de una noche sin la luna sobre el río?
¿Es la sombra del ala sin perfiles
del ángel de la nada negadora,
de Luzbel, que en su caída macabable
—fondo no puede dar—su eternal cuita
clava en tu frente, en tu razón? ¿Se vela
el claro Verbo en Ti con esa nube,
negra cual de Luzbel las negras alas
mientras brilla el Amor, todo desnudo,
con tu desnudo pecho por cendal?


XXII

LEÓN

Blanco león de los desiertos, mecen
vientos de fuego tu melena negra,
te envuelve el sol, tu padre, y tu mirada
nos ve en la arena. Y con amor furioso
persigues a quien amas, y si te huye
le acosas con ahinco y acorralas
sin dejarle vivir; de sed se muere,
y tiembla detenerse en los arroyos
ante tus fieros ojos en acecho
de víctimas. Temblando a lo que anhela,
cree sentir tras las rocas resoplidos
de tu resuello, y cuando, al fin, rindiéndose,
de ojos cerrados, tu zarpazo espera,
parado el corazón, de hielo el rostro,
siente tu sangre que la sed le apaga,
siente el abrazo de la dulce muerte
que le lleva a la vida a que escapaba,
y que es comerte ser por ti comido,
¡Rey del desierto, León de Judá!
 

XXIII

TORO

Tú, blanco toro de lunada frente,
toro entero y sin mancha, que tan sólo
te doblegaste de la cruz al yugo,
regando con tu sangre nuestra tierra,
que es el ara del templo de tu Padre;
becerro expiatorio, del rebaño
cabeza, y a la vez que sacerdote
victima que te ofreces a Ti mismo;
de Ti, que rumias nuestras tristes penas
y con hendidos pies surcas los valles
cuyo verdor abonan nuestras lágrimas,
comer podemos, que tu carne es pura.
¡Tú, becerro de carne mantenida
con la mies del trabajo que los hijos
de Adán sudaron, al becerro de oro
quemándolo en tu fuego lo reduces
polvo, que en las aguas esparcido
nos lo das a beber y así consigues
de tu padre a nosotros el perdón!


XXIV

QUERUBÍN-LIBRO

Águila el Hombre, Tú, León y Toro;
la Esfinge, el Querubín de nuestro sino.
Y nosotros, mortales miserables,
tan sólo descifrando tus parabolas
vivir podemos el amor. Porque eres
el libro eterno de los cinco sellos
arrollado a la cruz, que como tórculo
imprime en él letras de sangre, de hojas
de pergamino nítido arrancado
de los redaños de tu entraña, y donde
no lee más que el amor. Es tu blancura,
con enigmas sangrientos salpicada,
para la vana ciencia de este mundo
fuente tan sólo de ceguera incrédula,
y tropiezo tu cruz, leño de escándalo.
Nadie en el cielo ni en la tierra pudo
ni bajo ella abrir el libro: sólo
puede el amor con roja sangre abrirlo.
Sólo el amor las cinco llaves puede
manejar, que descifran su blancura.
Como un libro arrollado abrióse el cielo
al morir Tú en la cruz, libro de carne,
y la Palabra que creó nos dijo:
“Toma ese libro y cómelo; si acerbo
para tu vientre, te será en la boca
miel y dulzura”. Y eres Tú ese libro.
¡El libre es vivo, es Maestro, y con su muerte
da la lección que ha impreso con su sangre,
no lección de palabras que hincha el viento,
sino de vida eterna alta lección!


XXV

PUERTA

Eres la blanca puerta del empíreo,
siempre abierta al que llama, y donde se abre
de las tinieblas—divinas entrañas—
el resplandor. De par en par sus hojas
—a la diestra justicia y a la izquierda
misericordia—ábrensenos propicias,
sobre los goznes del rosario al leno
de la cruz—rodrigón—envencijado.
¡El umbral de tu cruz de Adán la tumba,
y en su dintel se apoya cejijunto
Luzbel, a las tinieblas acechando!
¡Pobre Luzbel, estrella de la tarde,
en sombra de tinieblas convertido,
caído desde el cielo como un rayo!
¡Dale, Señor, tu mano, y se derrita
su sombra en las tinieblas de tu Padre,
y vuelva a ser lucero matutino!
¡Desgarrón de los cielos, abertura
Tú eres de Dios, y quien por Ti le mira
muere de verle, al fin, de amor se muere,
y muriendo de amor vida recobra,
vida que nunca muere. Y es el puente,
cimentado con lágrimas y sangre,
tu cruz que a Ti, que eres la blanca puerta
de la mansión de Dios, nos encamina
por sobre el foso de este bajo mundo
¡ceñidor del Castillo celestial!


XXVI

LIRIO

Lirio del valle del dolor, regado
de Adán con el sudor y con las lágrimas;
blanco lirio entre cardos, como copa
Tú el rocío del cielo nos recoges
y en vino nos lo escancias. De la tierra
brotar la humanidad te hizo, en anhelo
Génesis de ser madre con Dios, a quien pedía,
como a Jacob Raquel, clamando a gritos:
“¡Dame un hijo de Ti, si no, me muero!”
 Y al ser madre Raquel murió dichosa,
Benjamín, que era el hijo de la diestra,
dando con su postrer aliento al cielo.
Y en el camino de Belén, tu cuna,
fue sepultada, para que sus huesos
maternales del sacro, que llevaron
a Benjamín, de amor se estremecieran
en el polvo al sentir de tus vagidos
el eco a que la tierra retembló.


XXVII

ESPADA

Tu cuerpo como espada al sol relumbra;
como una espada al sol luce tu cuerpo,
espada del Señor, llena de sangre,
como el cuchillo aquel con que desgarra
del Leviatán el escamoso cuero;
como una espada de vencer combates
—¡espada de dos filos tu palabra!—,
con la que hay que cortar de nuestra vida
el cordón terrenal. Pues Tú viniste
en tu diestra a traer paz con la guerra:
por Ti riñen los hijos con los padres
entre sí; los hermanos, los esposos:
eres la espada de la paz, que hiere
para acabar la guerra con la guerra;
eres acero que divide y junta,
pues sólo junta aquello que divide;
y eres la espada que arde, brasa pura,
cual aquella querúbica que veda
el camino del árbol de la vida
del paraíso. Y eres la blanca llama
de la hoguera, crisol de nuestras almas,
que liquida el dolor y lo trasmuda
en río que va al sol, que es mar de fuego.
Blanca llama, relámpago que es sangre
de las tinieblas, cual aquel que hiriera
en el sendero de Damasco a Saulo
diciéndole: “¿Por qué me persigues?
¡Yo soy Jesús, a quien persigues, Saulo!”
¡Blanca llama de fuego que devora,
hoguera del amor: como a la enjuta
yesca mi corazón entero abrasa;
mi carne de pecado se consuma,
y hágale pavesas su restregón!



XXVIII

ÁNFORA

Ánfora blanca del licor divino
por siglos de los siglos decantado,
el eterno Alfarero te torneara
con el brazo de que hizo a Adán, y el torno
sigue tornando. ¡De la misma arcilla
vasijas nuevas de dolor y amores,
contra la tierra viénense a quebrar!



XXIX

PALOMA

Cual la paloma de plateadas plumas
que al salir por tercera vez del arca
no volvió con el ramo de la oliva,
sino perdióse bajo el arco iris
de las nubes, señal de la promesa;
¡Tú, así, paloma blanca de los cielos,
nos vienes a anunciar que hay tierra firme
donde arrigar allende nuestro espíritu
y que florezca por la eternidad!
 


XXX

LECHE

Como la leche de María blanco,
nata de Humanidad, puro alimento
que al cuerpo le da paz. Porque es la leche
candida flor de amor de las entrañas
de la madre, de amor que se da en pábulo.
Dios te engendró de la Sabiduría
que es humana y es virgen, en el vientre,
y con su leche te nutria, y creciste
en la fortaleza y en saber y en gracia,
morando en los desiertos hasta el día
cuando a la obra maduro ya, surgiste
de las aguas corrientes del Jordán.
 

XXXI

ÁRBOL

De Ti, Luna, al claror, aqueste valle
de amarguras remeda blanco lago
de lágrimas, de noche; su verdura
como el haz de las aguas, y sus rocas
islotes en que aguardan desterradas
su libertad las almas. Arrecidas
tiemblan—¡las pobres!—cual las hojas secas
de noviembre en el chopo de la orilla
del río que no posa, y recogiéndolas
cuando caen en su seno, al mar las lleva.
Así del leño de la cruz prendidas
tiemblan, pobres, las almas al hostigo
del cierzo de la sima tenebrosa,
que lleva en vilo su temblor sonoro,
cual miserere de las secas hojas,
sollozos de pasion que en sí no cabe.
Forman las almas el follaje prieto
del árbol de la cruz, por él unidas
en hermandad de amor, y se estremecen
en corro a la cabeza coronada
por la melena, negra cual la noche,
del blanco Nazareno; y cuando, al cabo,
el cierzo del abismo las arranca
de la copa del árbol misterioso,
van a caer rodando por el pecho
blanco del Cristo, y a su pie se pierden
en el río de sangre que las lleva
de la vida eternal al mar sin fondo.
Río de sangre que al fulgor de luna,
del corazón del Cristo, por el lecho
de este valle de lágrimas se lleva,
crujiendo en remolino congojoso,
rebaños de almas, ahornagadas hojas.
Y esa tu sangre zapa los cimientos
del baluarte de aquella archienemiga
de la humana familia, y que es la madre
del hastío y la desesperación.

 

XXXII

EUCARISTÍA

Amor de Ti nos quema, blanco cuerpo;
amor que es hambre, amor de las entrañas;
hambre de la Palabra creadora
que se hizo carne; fiero amor de vida
que no se sacia con abrazos, besos,
ni con enlace conyugal alguno.
Sólo comerte nos apaga el ansia,
pan de inmortalidad, carne divina.
Nuestro amor entrañado, amor hecho hambre,
¡oh, Cordero de Dios!, manjar Te quiere;
quiere saber sabor de tus redaños,
comer tu corazón, y que se derrita
sobre el ardor de nuestra seca lengua:
que no es gozar en Ti: es hacerte nuestro,
carne de nuestra carne, y tus dolores
pasar para vivir muerte de vida.
Y tus brazos abriendo como un muestra
de entregarte amoroso, nos repites:
“¡Venid, tomad, comed: éste es mi cuerpo!”
¡Carne de Dios, verbo encarnado, encarna
nuestra divina hambre carnal en Ti!


XXXIII

BARCO

Sólo la cruz respaldo, el tronco errante
donde sujeto vas, el árbol muerto,
sin raíces, sin hojas y sin fruto,
armadía al azar de los abismos
de la tierra y del cielo inacabables,
santo madero en que navega el alma
tendida entre las dos eternidades.
Al mar dormido de la luz—tinieblas—
su recia cabecera sacudiendo
como la cuña de una proa, espuma
de rastro esplendoroso—estrellas—alza,
y rómpense las olas en sus brazos
donde las almas sollozando penas
van a abrigarse. Y se despliega enorme
sobre ella el otro mar, el mar del cielo,
negro y también sin fondo y sin orillas,
y allá donde se besan ambos mares,
donde descansa cuanto vive: ¡el Sol!
 


XXXIV

ENJULLO

Tu cruz es el enjullo a que se arrolla
la tela humana del dolor, tejida
en la urdimbre divina con la trama
de nuestras tristes razas que las lizas
y premedoras del destino rigen.
Y esa tela vestido es de la idea
de las ideas, del divino Verbo,
revelación de Dios que se conoce
dándose a conocer. El pensamiento
de Dios es nuestra historia, que se arolla
sobre el enjullo de tu cruz, ¡oh Cristo!,
y según ésta gira, lanzaderas
al vaivén de la vida, los estambres
de la canilla—el alma—entretejemos
de tu manto en el paño sin confín.



XXXV

ESCALA

La escala de Jacob, cuando dormido
en Harán—una piedra cabecera—
soñó, donde subían y bajaban
los ángeles, era tu cruz; sobre ella
voz de tu Dios nos dice: “¡Soy contigo!
¡Te guardaré y te llevaré a tu patria!”
Que es tu cruz gradería de la Gloria
y es la firme palanca con que el hombre
si tiene fe traslada el universo
de las montañas todos, y es el punto
de apoyo el corazón, si diamantino
del amor en el horno cristaliza.
Y es un bieldo tu cruz; con ello aventas
tu cosecha y el trigo va a la troje
y la paja se lleva el viento al fuego
que depura la broza sin cesar.
 

XXXVI

SERPIENTE

Si a la serpiente de metal erguida,
camino del desierto en la bandera,
los que mordidos por ardientes sierpes
y escorpiones mirándola sanaban;
curas, serpiente blanca, a quien te mire
con ojos de passion, que el duelo humano
recogistes entero. La serpiente
primitiva, el dragón que resistiendo
servir a Dios, rastrero se enroscara
al árbol de la ciencia, a nuestros padres
tentó, trayendo perdición al mundo.
Y Tú, blanco Dragón de nuestra cura,
del Árbol de la Muerte suspendido,
todo el veneno del dolor recoges.
Que es terrible tu amor, Dragón de fuego,
de quien las aguas de la vida manan.
¡Con su destral la muerte leñadora
nuestro árbol de la ciencia descuajando,
talló tu cruz, como quien talla un potro,
y en ella fue a morir estrangulada
entre tus brazos, rigidos de amor!



XXXVII

LOS CLAVOS – EL ARTE

Tus clavos son las llaves que nos abren
de la muerte—vida—los cerrojos.
Son los cuatro colmillos de la Muerte
que forjó Tubalcain el cainita
con el arte inventado en la mazorca
primitiva de hogares estadizos
que alzó en tierra, empastándolo con sangre
—cimiento—el hijo de hombre que primero
cortó a hermano el respiro—¡y fue la guerra!—
de que el arte surgió que con tus manos
santificaste, ¡Maestro carpintero!
Callosas ellas en tus mocedades
de oscuro trance manejaron clavos
cuando sudaste sobre la madera
—de esa tu cruz, cama de boda, agüero—
a diario ganándote el mendrugo
del pan que nos enseñas a ganárnoslo
cada día pidiéndolo a tu Padre.
El arte que del árbol de la ciencia
del bien y el mal, tomándolo entregara
de Caín a la diestra Adán, su padre,
tus manos rescataron. Y esas manos,
abiertas siempre, al fin la industria humana
clavó a la cruz, al trabajado leño
con el sudor del hombre consagrado.
Porque es tu cruz también obra del arte
que sobrepuja a la naturaleza.
Caín, el labrador, a su linaje
legó el ingenio, hermano del arrojo
de criminal envidia—es arte el crimen—
civil, y Tú, Señor, lo sublimaste,
¡Tú, con tus manos levantando al cielo
el fruto desastrado del saber!
 


XXXIII

CIERVO

Herido por nosotros como ciervo
que a morir corre al matorralo nativo,
Te escapaste a la cima del calvario
moribundo de sed por la sangría,
cruzando por las calles de amargura,
de tu amor al celeste abrevadero,
y “¡Tengo sed!” gemías. Y nosotros,
tus hermanos y crueles cazadores,
muertos de sed, también, tras de la fuente
de tu vino marchamos por las huellas
de sangre de esta vida de amargura.
Que si en las bodas de Caná cambiaste
en vino el agua, en el martirio cruento
de tu passion volviste al rojo vino
en agua viva de Sicar, que apaga
para siempre la sed. Diste tu sangre
de amoroso talante, a trueque místico,
a nuestras almas, las samaritanas
de seis maridos, locas concubinas
del saber que nos hincha y no conforta.
¡Y el corazón asendereado a tuertas
por los senderos del mundano siglo,
topa, por fin, con el brocal del pozo
de tus entrañas, su cobijo, y tiéndese
de tu boca al amparo a revivir!




XXXIX

SILENCIO

Luce en la majestad de tu tormento
la luz del abandono sin reserva;
resignación, que es libertá absoluta,
y el “¡Hágase tu voluntad!”, reviste
con velo esplendoroso tu martirio.
Silencio, desnudez, quietud y noche
Te revisten, Jesús, como los ángeles
de tu muerte; se calla Dios desnudo
y quieto en su tiniebla. ¡De tu Padre
dentro el silencio fiel tan sólo se oye;
de tu amor el arrullo que nos llama
con brizador susurro a nuestro nido,
puesto en tus brazos sobre las tinieblas
por las que rompe de la vida el sol!




 Miguel de Unamuno
El Cristo de Velázquez, 1820








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