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VOCACIÓN DE AMÉRICA (Eugenio d'Ors)

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En un estudio, no muy reciente, de José Luis Aranguren, se nos habla de América y de la poesía. ¿Qué ha sido América, desde el mismo día de descubrirse («descubrir», aún en su forma reflexiva, es tanto un verbo activo como pasivo), para la ilusión del hombre europeo? Lo que Aranguren contesta a tal pregunta puede resumirse en una sola palabra: «libertad»… «¡Libertad primitiva, al fin vuelvo a encontrarte!», parece haber gritado Chateaubriand, al pisar tierra americana. Lo de «primitiva» reproduce para nosotros el consabido suspirar por el Paraíso Perdido. Pero, lo de «libertad», no es ya sólo un suspiro, sino un reniego. El viajero —o, ya, el previo soñador— abomina y abrenuncia de los ligámenes de la convención, que son, en suma, los de la sociedad; de la esclavitud de la sociedad, que es, en suma, la de la civilización. El viajero se suelta, gravita hacia lo inédito. Lo mismo, el mísero «lazzarone» del puerto de Nápoles, que emigra, sin más recuerdo a cuenta del pasado que unas palabrotas y una mandolina, que el Rey de Inglaterra, que del viejo mundo se lleva tan sólo al nuevo el título de duque de Windsor y el gobierno vago de unas Bermudas.


En su esencia, el americanismo corresponde a una actitud ante la vida, de ruptura y originalidad respecto del pasado personal y familiar, respecto del pasado histórico. Cuando esta esencia se traduce a palabra política, trae acentos de áspera independencia; si a palabra social, comparecen los «descamisados»— y no es un vano capricho de propaganda partidista el santo y seña adoptado en algún lugar—, así como los deschaquetados de la comodidad deportiva; si a palabra poética —Aranguren lo dice—, a fundación, a comienzo; a creacionismo, a inmersión telúrica, que viene a dar un complemento a la liberación cultural. El «indigenismo» es sólo un aspecto de tal voluntario extravío en lo elemental y lo pánico. Paso adelante hacia una orfandad, el día en que, por milagro, todo ese cosmos sin ley se convirtiese en patricial, el americanismo puro tendría que volar («s'envoler») hacia el misterio de lo alado y de lo informe.

¿Agota este esquema del filósofo, la realidad del impulso europeo hacia América? Sólo explica, a mi parecer, una parte. Un juego de ambivalencias se nos ofrece aquí, según hubiéramos previsto. Demos lo suyo al alma del «evasivo», del que, sólo porque huye, escapa. Pero reconozcamos también la existencia de otro estribo a la ensoñación para el alma del «expansivo», del que lejos se lanza con propósito de incorporar. Movimiento centrífugo, movimiento centrípeto. Cuando Chateaubriand descubría América era con románticas ansias de primitivismo. Pero, antes, ya Cristóbal Colón la había descubierto, con empuje de civilización. Y, más limpiamente aún, el misionero: si transigente con la naturalidad, servidor de Roma. Y el conquistador, órgano del Imperio, y el buscador de oro, constante barredor hacia dentro. Y hasta el burgués «Indiano», aventurero del Potosí, pero dotador tal vez de niñas casaderas en Castro Urdiales. Para todos ellos, el Nuevo Mundo no significaba la tierra de la libertad, sino el logro del poder. Querían allí «ganar», no «perderse». No querían ser golondrina ni mariposa, sino propietarios en su pueblo y grandes cruces de Isabel la Católica… Y, ¿no ocurre que el mismo afán «centrípeto» sea el que, en Hispanoamérica, le ha salido al paso al proceso de descomposición del lenguaje, proliferando en provinciales puristas y en Academias filiales y limpiándose la boca de los lunfardos de la Boca?




Eugenio d’Ors
(El Norte de Castilla, 29-IX-1954, p. 6;
Diario de Burgos, jueves 31-X-1954, p. 6)


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