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QUIÉN FUE COSTA (Pedro Martínez Baselga)

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Costa no era un matón, ni un hombre de mal humor, ni siquiera un taciturno. Era un alma dolorida, porque su vida fué un calvario; tenía un corazón muy grande, sufriendo por todos sin dar importancia a sus propias penas; pero en sus conversaciones con los íntimos, era chistoso y socarrón.
Sacaba partido de nuestras corbatas, del bastón, de la forma del sombrero, de cualquier cosa. A los de la familia y a los de Graus nos hablaba siempre en aquel dialecto, o lo que sea, con gran agudeza en sus cuentos inolvidables, porque estaban propiamente aplicados a cada caso.
Era muy amigo de los niños, para quienes siempre llevaba caramelos; gran defensor de las mujeres y sobre todo de las madres, y entre éstas de las que perdieron sus hijos en Cuba y Filipinas; defensor de pobres y de ricos, si éstos eran justos, y el hombre más afectivo y más llorón que he conocido en mi vida. (pág. 70)
...
Comentando aisladamente cada uno de los datos que llevo apuntados, parece que se trata de un hombre que tiene rarezas, y no ha faltado quien lo calificara de desequilibrado; pero estudiando sus hechos y sistematizándolos, creo que podrá llegarse a dibujar una personalidad de líneas correctas, viendo en conclusión que no había tales rarezas o chifladuras.
Cuando vino a Zaragoza para clausurar la Asamblea Municipalista, me dió anticipadamente el encargo de preparar la tribuna donde había de hablar. En la carta donde venían las instrucciones, había un plano donde se marcaba el sitio donde debía colocarse la tribuna, casi en el centro de la sala de butacas del teatro de Pignatelli, y para llegar a la tribuna había que hacer un puente desde la concha del apuntador. Bien. Hablé con el carpintero del teatro, me dijo que no había necesidad de hacer tal cosa, pues desde la tribuna ya hecha, donde habían hablado todos los municipalistas, se oía muy bien, y como a mí me parecía que tenía razón, porque para eso era carpintero, me quedé tan tranquilo y no hice el encargo.
Cuando llegó el día, se anunció el mitin para las once de la mañana y todo estaba dispuesto: las multitudes por las calles, el teatro casi lleno, y Costa ya preparado para salir.
Supongo—me dijo—que la tribuna estará en las condiciones que indiqué.
—No—contesté yo—que está mejor todavía. Se oye muy bien, está a la izquierda del  escenario adornada con los colores nacionales, tiene tornavoz y está pero que muy bonita.
—Pues ya no hablo, ni voy al mitin, dijo sentándose con desconsuelo...
Me quedé perplejo, salí inmediatamente para dar cuenta de lo ocurrido a la comisión organizadora, y cualquiera determinación se podía tomar menos la de ir a convencer a Costa de que la tribuna estaba bien para que hablase. Decidimos poner carteles en las esquinas diciendo que por una indisposición repentina de D. Joaquín se suspendía el mitin hasta el día siguiente, pero las multitudes creyeron que se suspendía por orden gubernativa, y aquello se ponía muy mal. Gracias que el gobernador civil, D. Santos Ruiz Zorrilla, tuvo el buen acuerdo desde el primer momento, de encargar del orden de la ciudad a los republicanos, y habíamos formado una policía de orden compuesta de hombres. Estos hombres eran los más conocidos entre las juntas de distritos, se hallaban distribuídos estratégicamente entre los grupos, llevaban una escarapela en la solapa para distinguirse y tenían orden de pegarle un tozolón al primero que metiera la pata, tanto si era amigo como enemigo.
Esta policía nos servía también a manera de hilos telefónicos para comunicar órdenes, y por esto pudimos convencer a las gentes de que la indisposición de D. Joaquín era cierta y que hablaría al día siguiente.
Pues no era tal rareza. Costa tenía razón. Quería que la tribuna se pusiera casi en el centro del patio para estar rodeado de los suyos, del respetable pueblo, de los de calzón y blusa, de los obreros, que eran sus compañeros, de los que sufrían como él, de los que pagan con su sudor y con su sangre los desaciertos de los otros. Y estos otros— según él—éramos nosotros, los que nos sentábamos en el escenario, los que ya lo habíamos oído y leído mil veces y no lo entendíamos o lo entendíamos demasiado, los que habíamos fracasado ante el Apóstol.
En el patio de butacas, sin butacas, miles de hombres estaban de pie, apretados como una piña; el gallinero amenazaba desplomarse por el peso de las multitudes, y todos estaban descubiertos escuchando aquel discurso memorable. Hasta en los aplausos se notaba el respeto, porque eran de veneración.
No eran rarezas, no. En la situación de la tribuna había algo simbólico; no debía estar a la izquierda, ni a la derecha, sino en el centro. (págs. 80-84)
Pedro M. Baselga
Quién fue Costa, 1918
(en palabras de su autor:
un pequeño libro con datos verídicos,
que contribuyan más adelante
a la formación de la biografía
y psicología de don Joaquín



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