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El tigre medirá un
metro. Su jaula tendrá algo más de un metro cuadrado. La fiera no se da punto
de reposo. Judío errante sobre sí mismo, describe el signo del infinito con tan
maquinal fatalidad, que su cola, a fuerza de golpear contra los barrotes,
sangra de un sólo sitio.
Con un hijo, yo perdería
la paz para siempre. No es que yo quiera dirimir esta cuestión con orgullos o
necias pretensiones. ¿Quién enmendará la plana de la fecundidad? Al tomar el
lápiz me ha hecho temblar el riesgo del sacrilegio, por más que mis
conclusiones se derivan, precisamente, de lo que en mí pueda haber de
clemencia, de justicia, de vocación al ideal y hasta de cobardía.
Espero que mi humildad
no sea ficticia, como no lo es mi miedo al dar a la vida un sólo calificativo:
el de formidable.
En acatamiento a la
bondad que lucha con el mal, quisiera ponerme de rodillas para seguir trazando
estos renglones temerarios. Dentro de mi temperamento, echar a rodar nuevos
corazones, sólo se concibe por una fe continua y sin sombras o por un amor
extremo.
Somos reyes, porque con
las tijeras previas de la noble sinceridad podemos salvar de la pesadilla
terrestre a los millones de hombres que cuelgan de un beso. La ley de la vida
diaria parece ley de mendicidad y de asfixia; pero el albedrío de negar la vida
es casi divino.
Quizá mientras me recreo
con tamaña potestad, reflexiona en mí la mujer destinada a darme el hijo que
valga más que yo. A las señoritas les es concedido de lo Alto repetir, sin
irreverencia, las palabras de la Señora Única: «He aquí la esclava»... Y mi
voluntad, en definitiva, capitula a un golpe de pestaña.
Pero mi hijo negativo
lleva tiempo de existir. Existe en la gloria trascendental de que ni sus
hombros ni su frente se agobien con las pesas del horror, de la santidad, de la
belleza y del asco. Aunque es inferior a los vertebrados en
cuanto que carece de la dignidad del sufrimiento, vive dentro del mío como el
ángel absoluto, prójimo de la especie humana. Hecho de rectitud, de angustia,
de intransigencia, de furor de gozar y de abnegación, el hijo que no he tenido
es mi verdadera obra maestra.
Ramón López Velarde
El Minutero, 1923
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