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JOSÉ HIERRO

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Archivo Barricada
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A orillas del East River
(Cuaderno en Nueva York, 1998)

I
En esta encrucijada,
flagelada por vientos de dos ríos
que despeinan la calle y la avenida,
pisoteada su negrura por gaviotas de luz,
descienden las palabras a mi mano,
picotean los granos de rocío,
buscan entre mis dedos las migajas de lágrimas.
Siempre aspiré a que mis palabras,
las que llevo al papel,
continuasen llorando
-de pena, de felicidad, de desesperanza,
al fin, todo es lo mismo-,
porque yo las había llorado antes;
antes de que desembocasen en el papel blanquísimo,
en el papel deshabitado, que es el morir.
Dejarían en él los ecos asordados, empañados,
de lo que tuvo vida.
Alguien advertiría la humedad de las lágrimas,
lloraría por seres que jamás conoció,
que acaso no es posible que existieran
aunque estuvieron vivos
en el recuerdo o en la imaginación.
Lloraríamos todos por los desconocidos,
los -para mí -difuminados
en la magia del tiempo.
Contra las estructuras
de metal y de vidrio nocturno
rebotan las palabras aún sin forma,
consagradas en el torbellino helado,
y no me hacen llorar.
Yo ya no sé llorar. ¡Y mira que he llorado!


II
Yo ya no lloro,
excepto por aquello que algún día
me hizo llorar:
los aviones que proclamaban
que todo había terminado;
la estación amarilla diluida en la noche
en la que coincidían, tan sólo unos instantes,
el tren que partía hacia el norte
y el que partía hacia el oeste
y jamás volverían a encontrarse;
y la voz de Juan Rulfo: «diles que no me maten»;
y la malagueña canaria;
y la niña mendiga de Lisboa
que me pidió un «besiño».

Yo ya no lloro.
Ni siquiera cuando recuerdo
lo que aún me queda por llorar.

* * *


 

Réquiem
(Cuanto sé de mí, 1957)
                       
Manuel del Río, natural
de España, ha fallecido el sábado
11 de mayo, a consecuencia
de un accidente. Su cadáver
está tendido en D’Agostino
Funeral Home. Haskell. New Jersey.
Se dirá una misa cantada
a las 9.30 en St. Francis.


Es una historia que comienza
con sol y piedra, y que termina
sobre una mesa, en D’Agostino,
con flores y cirios eléctricos.
Es una historia que comienza
en una orilla del Atlántico.
Continúa en un camarote
de tercera, sobre las olas
—sobre las nubes— de las tierras
sumergidas ante Platón.
Halla en América su término
con una grúa y una clínica,
con una esquela y una misa
cantada, en la iglesia St. Francis.

Al fin y al cabo, cualquier sitio
da lo mismo para morir:
el que se aroma de romero
el tallado en piedra o en nieve,
el empapado de petróleo.
Da lo mismo que un cuerpo se haga
piedra, petróleo, nieve, aroma.
Lo doloroso no es morir
acá o allá...

Réquiem aetérnam,
Manuel del Río. Sobre el mármol
en D’Agostino, pastan toros
de España, Manuel, y las flores
(funeral de segunda,
caja que huele a abetos del invierno),
cuarenta dólares. Y han puesto
unas flores artificiales
entre las otras que arrancaron
al jardín... Libérame Dómine
de morte aeterna...
Cuando mueran
James o Jacob verán las flores
que pagaron Giulio o Manuel...

Ahora descienden a tus cumbres
garras de águila. Dies irae.
Lo doloroso no es morir
Dies illa acá o allá,
sino sin gloria...

Tus abuelos
fecundaron la tierra toda,
la empapaban de la aventura.
Cuando caía un español
se mutilaba el universo.
Los velaban no en D’Agostino
Funeral Home, sino entre hogueras,
entre caballos y armas. Héroes
para siempre. Estatuas de rostro
borrado. Vestidos aún
sus colores de papagayo,
de poder y de fantasía.

Él no ha caído así. No ha muerto
por ninguna locura hermosa.
(Hace mucho que el español
muere de anónimo y cordura,
o en locuras desgarradoras
entre hermanos: cuando acuchilla
pellejos de vino derrama
sangre fraterna). Vino un día
porque su tierra es pobre. El mundo
Libérame Dómine es patria.
Y ha muerto. No fundó ciudades.
No dio su nombre a un mar. No hizo
más que morir por diecisiete
dólares (él los pensaría
en pesetas) Réquiem aetérnam.
Y en D’Agostino lo visitan
los polacos, los irlandeses,
los españoles, los que mueren
en el week-end.

Réquiem aetérnam.
Definitivamente todo
ha terminado. Su cadáver
está tendido en D’Agostino
Funeral Home. Haskell. New Jersey.
Se dirá una misa cantada
por su alma.

Me he limitado
a reflejar aquí una esquela
de un periódico de New York.
Objetivamente. Sin vuelo
en el verso. Objetivamente.
Un español como millones
de españoles. No he dicho a nadie
que estuve a punto de llorar.

* * *
-
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Mundo de piedra
(Libro de las alucinaciones, 1964)

Se asomó a aquellas aguas
de piedra.
Se vio inmovilizado,
hecho piedra. Se vio
rodeado de aquellos
que fueron carne suya,
que ya eran piedra yerta.
Fue como si las horas,
ya piedra, aún recordaran
un estremecimiento.
La piedra no sonaba.
Nunca más sonaría.
No podía siquiera
recordar los sonidos,
acariciar, guardar,
consolar...
Se asomó al borde mudo
de aquel mundo de piedra.
Movió sus manos y gritó de espanto.
Y aquel sueño de piedra
no palpitó. La voz
no resonó en aquel
relámpago de piedra.
Fue imposible acercarse
a la espuma de piedra,
a los cuerpos de piedra
helada. Fue imposible
darles calor y amor.
Reflejado en la piedra
rozó con sus pestañas
aquellos otros cuerpos.
Con sus pestañas, lo único
vivo entre tanta muerte,
rozó el mundo de piedra.
El prodigio debía
realizarse. La vida
estallaría ahora,
libertaría seres,
aguas, nubes, de piedra.
Esperó, como un árbol
su primavera, como
un corazón su amor.
Allí sigue esperando.

José Hierro

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Para ver el artículo de
Francisco Umbral
José Hierro. Cuanto sé de mí
pinchar aquí


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Selección de poemas





José Hierro del Real, Premio Miguel de Cervantes, vocal nato del Patronato del Instituto Cervantes y miembro de la Real Academia Española, es una de las más destacadas figuras de ese grupo de poetas que comienza a abrirse camino en los difíciles años de la posguerra, y mantiene en la actualidad una indiscutible vigencia.
José Hierro del Real (Madrid, 3 de abril de 1922 - Madrid, 21 de diciembre de 2002), conocido como José Hierro o Pepe Hierro, fue un poeta español. Pertenece a la llamada primera generación de la posguerra dentro de la llamada poesía desarraigada o existencial (publicó en las revistas Espadaña y Garcilaso).
En sus primeros libros, Hierro se mantuvo al margen de las tendencias dominantes y decidió continuar la obra de Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Pedro Salinas, Gerardo Diego e, incluso, Rubén Darío. Posteriormente, cuando la poesía social estaba en boga en España, hizo poesía con numerosos elementos experimentales (collage lingüístico, monólogo dramático, culturalismo...)





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