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JOSÉ HIERRO. CUANTO SÉ DE MÍ (Francisco Umbral)

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En la primera posguerra española, cuando no había nada, había ya José Hierro. Eran el grupo santanderino de Proel: Carlos Salomón, José Luis Hidalgo -de muerte delgada y anticipada-, José Hierro, Julio Maruri, todo eso. José Hierro es la continuidad perfecta entre Juan Ramón Jiménez, el 27, el realismo del momento, el romance lírico castellano y una suerte de surrealismo imaginativo y venidero.

Hierro, que tiene una biografía política estremecedora, no quiere ser un poeta político. No soporta que la dictadura, que ha enlodazado su vida, vaya a enlodazar también su poesía. De modo que el socialrealismo tiene en él matices más finos y salvaciones líricas que no tiene en los otros. No había más que oírle decir sus versos -y yo le oí muchas veces- para comprender que aquel hombre, aquella víctima de la guerra, tenía, entre su voz de mártir, una voz lírica no abolida.

¿Y qué es lo que diferenciaba a Hierro de los demás? La música. La música termina con Rubén y Juan Ramón. En el 27 prima la imagen, el 27 es una orgía de imágenes, pero la música ha desaparecido, se ha volado. Los realistas de posguerra van a la palabra cruda, prescinden del ritmo, se simplifican en un prosaísmo sordo, como si el tener buen oído fuese una concesión a Franco.

José Hierro, en tanto, vuelve al romance eneasílabo y dice tanto como los demás, y más, porque la guerra ha prendido en él más que en nadie, pero hace sonar el arpa tardía entre las ruinas del tiempo, por las traseras de la Historia.

A mí me cazó por la música.

- El maestro, hoy, es Blas de Otero.
- Bueno, a mí me parece que José Hierro...
- Trabaja para Pérez Embid.

Así de miserable puede llegar a ser una izquierda lírica con más oído político que poético. José Hierro era la continuidad, el ideal juanramoniano reducido a ideal doméstico, el afán afásico de gozar de la vida, de aprovechar la rebanada de vida que había podido robar a sus enemigos.

“¿Qué haces mirando a las nubes, José Hierro?”.

Trae en sus brazos la herencia más noble del siglo y aún le queda tiempo para contar su autobiografía, que es la de España, la guerra y las cárceles al amanecer, los grifos del alba, la quinta del 42, alegría -¿qué alegría?-, “somos mala gente que pasa cantando por los campos”. Los rojos, los rojos. Hierro era un rojo que trabajaba para Pérez Embid, y eso no podía perdonarse. Tenía que seguir siendo el adolescente torturado en una cárcel madrileña, para que le perdonasen esa cosa imperdonable que es haber nacido el gran poeta de una generación, el mejor, el único, el que levanta una voz nueva. Porque esa voz nueva de los clásicos hace más verídica la protesta. La poesía social pasó, pero Hierro sigue ahí, cada vez con el alma más visible y nicotinada, porque su poesía no iba al paso alegre de la paz (izquierda y derecha), sino ajustada a una verdad histórica y personal, y como sonando en un piano vertical y pobre de clase media baja. José Hierro, el alegre dramatismo de su vida urgente y amenazada:

“Subía entonces a tu casa/ la juventud, para qué apuras/ el vino, entraban por las puertas/ luminosas las criaturas/ del paraíso del instante,/ las enigmáticas volutas/ del azul, las bocas candentes/ del trigo, el germen de la música/ lo eternamente luminoso entre la tierra y las espumas”.

¿Encabalgamientos? Ningunos tan naturales y narrativos como los suyos. Una vida en alpargatas y una frente infinita que los pensamientos doran al atardecer. Divide su poesía en “alucinaciones” y “reportajes”. Para él, alucinación es un poema de libre creación lírica, más dominada por la imagen que por la música. Reportaje, un poema donde parece que se va a contar algo y no se cuenta. Es lo que dijo Dalí del Romance sonámbulo de Lorca:

- Parece que tiene argumento, pero no lo tiene.

Los andaluces es un gran poema/reportaje. Pero se queda en esto, sabiamente: “Ozú qué frío, los andaluces”.

Seguramente, andaluces rehenes, defendidos del frío de la cárcel por los linos blancos y leves de su ropa sureña.

Académicamente, la poesía de JH es el resumen de toda la poesía del siglo pasada por una voz muy personal y muy sabia, más esa musa del septentrión, la melancolía, que Pepe le robó a Amós de Escalante. Poéticamente, las obras completas de Hierro son una novela, una autobiografía, pues que el poeta de todos va contando su vida en clave de soneto, y el que quiera entender que entienda.

Su último libro, Cuaderno de Nueva York, le deja abandonadamente en manos de la música grande, de la gran música, y en el corazón de todo eso se oye la música pequeña del poeta, el milagro del verso, que es como un pájaro saltando por las ramas del gran bosque de la sinfonía.

“Tuve amor y tengo honor, esto es cuanto sé de mí”. Sonoros versos de Calderón que le han servido de lema a Hierro. Tuvo amor, pero también tuvo odio, odios, y ahora tiene honores, todos, mientras se mete en una clínica para fumar a gusto, cualquier monja es más esposa que una esposa.

Tarde, como siempre, España se entera de que tiene un gran poeta, al margen de los ruborosos lanzamientos comerciales, un hombre que ha dicho la verdad de nuestro tiempo con palabras sencillas, siempre bajo el beneficio de la música, la rima, el fino oído gramatical de Rubén y Juan Ramón, su padre y su madre. Ha vendido miles de ejemplares de su último libro. Pero es que lleva en las librerías, invendido, desde los años cuarenta. O aquellos tomitos de los cincuenta, Afrodisio Aguado, Poesía del momento, donde yo descubrí a Hierro como se descubre un amigo en una trastienda. O una página dominical de ABC, con un poema suyo mal ilustrado.

Con aguardiente, tabaco, verso y paciencia, está hecha su poesía de hombre despojado. Una entrevistadora de ojos bellos fue a verle hace poco:

- Señorita ¿tiene usted unas gafas de sol? Pues póngaselas, mejor así para hablar.

Fino y rudo madrigal a unos ojos de mujer.

Hay en Hierro una entereza moral, algo que nos permite decir, con perdón, que Hierro es férreo. Luego está la entereza artística, estética, la fe en la obra bien hecha, el no escribir nunca por escribir, sino sólo el poema necesario. Esto le ha costado seguir de pobre toda la vida, tiene cabeza de húsar con casco y todo, y manos de obrero. Los poemas le bajan de esa cabeza aristocrática a esas manos trabajadoras y ambas cosas se confunden en su escritura, de modo que siempre es un trabajador que escribiera como un príncipe, y a veces a la inversa.

Estuvo muchos años sin escribir, hacia los años 60, pero ahora le ha vuelto esa última fecundidad que algún cursi llamaría “rosas de otoño”. No son rosas de otoño. Son poemas donde la razón trabaja ya tanto como la inspiración, donde la estructura no impide la luz de la mañana, donde el planteamiento encontrará siempre un desenlace lírico.

Pepe no se cuida, Pepe fuma y bebe, Pepe es académico, Pepe tiene alma de pobre y biografía de príncipe, o a la inversa. Ha hecho la obra poética más vasta, coherente y personal de medio siglo. Pero la crítica sigue consagrando a otros, generalmente periféricos. Madrid no se lleva. José Hierro no es ninguna de esas cosas complicadas que dicen los críticos. Es sencillamente un poeta. Un pobre poeta
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Francisco Umbral
“El Cultural”, Los alucinados (1 julio 1999)
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