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HASTÍO DE LOS PECES (Álvaro Mutis)

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Hastío de los peces

Desde dónde iniciar nuevamente la historia es cosa que no debe preocuparnos. Partamos, por ejemplo, de cuando era celador de trasatlánticos en un perdido y mísero puerto del Caribe. Qué más da si esto sucedió antes de haber domesticado el rebaño de alces de que os hablaba el otro día, o si fue posterior a mi invención de la máquina para fabricar gardenias absolutas?  El caso es que mi nueva profesión, nada insólita y muy aburrida por épocas, me dejaba pingües ganancias en ciertos frutos de cuya nuez salía por las tardes un perfume muy parecido al del poleo. Lo que sí puedo asegurar es que la miel de este re-lato mana de ciertos rincones adonde no puedo llevaros, pese a mi buena voluntad, y donde, de todas maneras, no sería mucho lo que podría verse. Los buques han necesitado siempre de un celador. Cuando se quedan solos. Cuando los abandona desde el capitán hasta el último fogonero y los turistas desembarcan para dar una vuelta por el puerto y desentumecer las piernas; en tales ocasiones, necesitan de una persona que permanezca en ellos y cuide de que el aguadulce no se enturbie o el alcohol de los termómetros se tiña de ese color violeta que embriaga al segundo de abordo e ilumina suavemente la gravidez de las mujeres. Con plena conciencia de mis responsabilidades, re-corría todos los sitios en donde pudiera esconderse el albatros vaticinador del hambre y la pelagra, o la mari-posa de oscuras alas lanosas, propiciadora de la más vasta miseria. Los capitanes me confiaban los planos de blancos paquebotes o de esbeltos yates, fáciles a la orgía de ancianos desdentados, y yo interpretaba los signos que en tales cartas indicaban sitios sospechosos o canciones de moda. Con la savia de los cocoteros, la arena recogida en la playa a la madrugada, la camisa de un viejo minero muerto de lepra en el Malecón del Sur y otros elementos de igual eficacia y mágico poder, realizaba la limpieza de los ojos de buey, turbios de sal y sacrificio, y de las torres del radio que ostentaban pornográficas banderolas indicadoras de deseos indescifrables. Mi jornada nunca sobrepasó las cinco horas y jamás me dejé ver la cara de los turistas que regresaban con hondas ojeras de desgano y empapados de un sudor con acre tufo de trópico. Sólo una vez me vi obligado a presenciar la muerte de un coleccionista de caderas, a manos de una anciana vendedora de tabaco. La cabeza le quedó colgando de unas tiras pálidas y le bailaba sobre el pecho como una calabaza iluminada por resplandores de cumbia. Una última sombra le cubrió los ojos y tuve que encargarme de enterrar el cadáver. Lo cubrí con unas algas gigantes y nunca percibí fetidez alguna.

Para quienes tachen mi relato de inverosímil, tengo una oración que me enseñó el gaviero de la ballenera Garvel, de matrícula holandesa, que dice así: Señor, persigue a los adoradores de la blanda serpiente. Haz que mis semejantes conciban mi cuerpo como una fuente inagotable de tu infamia. ¡Oh, Señor!, recibe las preces de este avizor suplicante y concédele la gracia de morir entre las fauces de un cachalote virgen que no conozca las leyes de la manada. No puedo garantizar la eficacia de esta oración, pero su práctica me ha servido de mucho en ocasiones difíciles como la presente. Muchos años serví en el puerto a que me vengo refiriendo. Tantos que olvidé los rasgos sobresalientes de las bestias que me acompañaron en mi peregrinaje por las tierras altas donde moran los Conciliadores de Cuarenta Elementos. Entre los buques que cuidé con más esmero se cuenta uno con matrícula de Dublín, de sucio aspecto y forma poco esbelta, pero lleno de plantas salutíferas y huellas de hermosísimas mujeres. Varias de ellas me acompañaron en sueños. Jamás pude verificar algunas de sus rotundas formas, pero me consolé pensando en su potente virginidad. Mis noches transcurrían en ese ambiente pesado que dejan los fardos de lana o el exceso de alimento en los mineros. Uno que otro sol me halló tendido en la playa. Las estrellas nunca aparecieron por esas latitudes. Siempre me han repugnado los planetas. El arribo de un barco era anunciado al alba por la llegada de enormes cacatúas de párpados soñolientos que gemían desoladas su estéril concupiscencia. Jamás faltaron a su cita estos pájaros portentosos. Mi criado me advertía que el buque acaba de tocar el muelle y yo partía soñoliento, arreglándome las ropas presuroso. Esto lo digo para mi descargo, pues hubo quienes pretendieron acusarme de incumplido, con la manifiesta intención de perjudicar mis labores tan ricas en el conocimiento de criaturas superiores, de seres iluminados por el resplandor submarino que fecunda a las ostras en el Mar de Mármara. En otra ocasión relataré mi vergonzosa huída y el subsecuente castigo.


Álvaro Mutis
Hastío de los peces
(de Los elementos del desastre,  1953)

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Ver Los elmentos del desastre
pinchando aquí
Ver estudio de
Ariel Castillo Mier
sobre Hastío de los peces
pinchando aquí


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