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EL JARAMA (Rafael Sánchez Ferlosio)

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El canalillo que venía de la presa atravesaba el camino por debajo de un puente de viejos ladrillos y se metía en unos riegos muy cuidados, a la otra parte. Dos niños y una niña machacaban alguna cosa sobre el pretil. Miraron a Mely con descaro. Luego salían corriendo, bailones, hacia la casa y le zumbaban alguna burla indescifrable.
— Extrañan el que una lleve pantalones.
— Pues ya se acostumbrarán a verlos, de que vengan los yanquis a trabajar a Torrejón — dijo Fernando. Ya regresaban lentamente.
— ¿Qué yanquis?
— Los que traigan para construir el aeropuerto. Lo van a hacer por allí, por aquella parte — señalaba —. ¿No lo sabías?
— Pues, no. La política a mí... Yo sólo leo las carteleras de los cines.
— Pues hay que estar más al corriente, Mely. —¿Más al corriente? ¡Anda éste! ¿Y para qué?
La música se había callado. Una voz clara y alta se disparaba hacia el campo abierto, anunciando el disco siguiente, con la lista de los tres o cuatro nombres de las personas a quienes iba dedicado, como si lo estuviesen escuchando desde allá lejos, escondidos o perdidos en alguna parte del río, agazapados tras de algún matorral de la llanura.
— A ver cuándo tienes un detalle y me dedicas un disco por la radio — dijo Mely.
— En cuanto que me sobren seis duretes; prometido. La música volvió a sonar y luego una voz lenta que cantaba.
— Pues entonces para el año que viene... Alguien chistó detrás de ellos. Se volvieron.
— ¿Es a mí? — preguntaba Fernando señalándose el pecho con el índice.
Eran dos guardias civiles; habían aparecido por detrás del cementerio y venían hacia ellos. El más alto asentía, haciendo un gesto con las manos como si dijese «¿A quién va a ser?». Fernando les fue al encuentro y Mely se quedó atrás, mirando. Pero el alto le hizo una seña con el dedo:
— Y usted también, señorita, tenga la bondad.
— ¿Yo? — dijo ella con reticencia; pero no se movía. Los guardias y Fernando llegaron hasta ella. Fernando preguntaba con una voz cortés: 100
— ¿Qué ocurre?
Pero el guardia se dirigía a Mely:
— ¿No sabe que no se puede andar por aquí de esa manera?
— ¿De qué manera?
— Así como va usted.
Le señalaba el busto, cubierto solamente por el traje de baño.
— Ah, pues lo siento, pero yo no sabía, la verdad.
— ¿No lo sabía? — intervino el otro guardia más viejo, moviendo la cabeza, con la sonrisa de quien se carga de razón—. Pero si les hemos visto a ustedes desde ahí arriba, pegados a la cancela del cementerio. Y eso no me dirán que no lo saben, que ése no es el respeto. No es el decoro que se debe de guardar en los sitios así. ¿Me va a decir que eso no lo sabe? Es de sentido común.
Siguió el guardia más alto:
— Son cosas que las sabe todo el mundo. Un cementerio se debe respetarse, lo mismo que una iglesia, qué más da. Hay que guardar las composturas. Y además, mismo aquí, donde estamos ahora, ya no puede ir usted de la forma esa que va. Terció Fernando, con buenas maneras:
— No, si es que mire usted; lo que ha pasado, sencillamente, es que veníamos dando un paseo, buscando a unos amigos, y nos hemos metido por aquí sin darnos cuenta. Eso es lo que ha pasado.
Contestó el guardia viejo:
— Pues otra vez hay que andarse con más precaución. Hay que estar más atentos de por dónde va uno. Nosotros tenemos la orden de que nadie se nos aparte de la vera del río sin vestirse del todo, como es debido — se dirigió a Mely —. Conque tenga usted la bondad de ponerse algo encima, si lo trae. De lo contrario, vuélvanse adonde estaban. Vaya, que ya no es usted ninguna niña.
Mely asintió secamente:
— Sí; si ya nos volvíamos.
— Dispensen — dijo Fernando —; para otra vez ya lo sabemos.
— Pues hala; pueden retirarse — les decía el más viejo, sacando la barbilla.
— Bueno, pues buenas tardes — dijo Fernando. Mely giró sobre sus talones sin decir nada.
— Con Dios — los despedía el guardia viejo, con una voz aburrida.
Mely y Fernando anduvieron en silencio algunos pasos. Luego, a distancia suficiente, Fernando dijo:
— Vaya un par de golipos. Ya creí que nos echaban el multazo. Pues mira tú los cuartos del disco dedicado en qué me los iba yo a gastar. A punto has estado, hija mía, de quedarte sin disco.
— Pues mira — dijo ella, irritada —; preferiría cien veces sacudirme las pesetas y quedarme sin él, a dirigirme a ellos en la forma en que tú les has hablado.
— ¿Cómo dices? ¿De qué manera les he hablado yo?
— Pues de ésa; acoquinadito, dejándote avasallar...
— Ah, ¿y cómo tenía que hablarles, según tú? ¡Mira que tienes unas cosas! A lo mejor querías que me encarase con ellos.

No es necesario encararse; basta saber estar uno en su sitio, sin rebajarse ni poner esa voz de almíbar, para darles jabón. Además, no tenías por qué preocuparte, porque de todos modos la multa no la ibas a pagar de tu bolsillo. Yo no me dejo pagar ninguna multa de nadie.
Mely volvió la cabeza; los dos guardias civiles estaban parados todavía, mirando 101
algo, más atrás. Les sacó la lengua. Fernando sonrió ásperamente:
— Pues mira, Mely, ¿sabes lo que te digo? Que te frían un churro. Me parece que conoces tú muy poquito de la vida.


Rafael Sánchez Ferlosio
El Jarama, 1955


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2 comentarios:

  1. Qué calor pasé leyendo este libro. Magníficas las descripciones y las sensaciones que deja Sánchez Ferlosio en este libro.

    Azulenca

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  2. Anónimo dijo...
    Es que esta novela (yo no la he leído entera, pero lo que he ojeado)creo que consigue un ambiente de auténtico bochorno.
    Y, en cuanto a las descripciones (muy curioso, por cierto), mira el prólogo que añade Sánchez Ferlosio a la sexta edición:
    "Como quiera que a lo largo de los nueve años que la presente novela lleva a merced del público han sido no pocas las personas que, creyendo hacer un cumplido a mi propia obra, me han dicho "lo que más me gusta es la descripción geográfica del río con que se abre y se cierra la narración» y visto que las comillas que acompañan a esta descripción no surten — a falta de otra indicación, cuya omisión hoy me resulta del todo imperdonable — los efectos de atribución — o de no atribución — deseados, es mi deber consignar aquí de una vez para siempre su verdadera procedencia, devolviendo así al extraordinario escritor a quien tan injusta como atolondradamente ha sido usurpada, la que yo también, sin sombra de reticencia ni modestia, coincido en considerar con mucho la mejor página de prosa de toda la novela. Puede leerse, con leves modificaciones, en: Casiano de Prado, Descripción física y geográfica de la Provincia de Madrid, Imprenta Nacional, Madrid, 1864, páginas 10 y 11. Aunque sólo me pueda servir como atenuante, he de añadir en mi descargo que fueron precisamente las pequeñas alteraciones por medio de las cuales ajusté el texto original de don Casiano a mis propias conveniencias prosódicas — toda vez que el comienzo y el final de un libro son lugares prosódicamente muy condicionados— las que pesaron en mi ánimo para resolverme a omitir la procedencia. Pero conservar el equívoco sería hoy, por mi parte, amén de la violación de las más elementales normas de cortesía literaria que en todo caso supondría, y a la vista de cómo han ido las cosas, la más escandalosa ingratitud".

    Me encanta.

    Un abrazo, Azulenca.

    Servando

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