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EL ARTE DE LA FUGA (Sergio Pitol)

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El narrador

Pensar en los momentos premonitorios de una obra narrativa me acerca, ineludiblemente, a la célebre entrevista donde William Faulkner confesaba que el estímulo inicial de una novela surgió de la contemplación de las braguitas de una niña que intentaba trepar por el tronco de un árbol. Durante días y días aquellos calzoncitos y aquel árbol se le aparecían en los momentos más inesperados. Se servía un whisky y entre las rocas aparecía la prenda íntima; intentaba leer un periódico y sobre la página impresa flotaban los muslos de una niña; veía pasar a una vecina fruncida y apergaminada por la acera de enfrente y en el trasero de aquel tétrico anuncio contra la lujuria no podía dejar de sobreponer los pequeños glúteos de la niña que trepaba por el tronco de un árbol. Aquella imagen inicial comenzaría en algún momento a ramificar. Se me ocurre que un día el escritor debió imaginar bajo aquel árbol a un niño que se debatía entre la vergüenza, la humillación y la necesidad animal de mirar las piernas desnudas y la prenda íntima de esa niña que resultaba ser su hermana. Encerrada en una nuez, se encuentra ahí la esencia de una de las más extraordinarias novelas de nuestro siglo, la que cuenta la pasión de Quentin Compson por su hermana Caddy y su trágico desarrollo. Su título: El sonido y la furia.

A veces, esa primera incitación aflora y turba por un instante o durante varios días al eventual autor, para luego inexplicablemente replegarse en uno de los pozos más negros de la memoria, en espera del momento oportuno para volver a aparecer con potencia acumulada. Nadie puede prever el tiempo que tardará en madurar el estímulo inicial. Puede ser un asunto de días o de décadas. Thomas Mann trazó a los veinte años los esbozos de una novela que escribiría cincuenta años más tarde, Doktor Faustus, un libro que bastaría para asegurarle la inmortalidad a cualquier autor.

Los caminos de la creación son imprecisos, están llenos de pliegues, de espejismos, de demoras. Se requiere la paciencia de un ángel, una buena dosis de abandono y, a la vez, una voluntad de acero para no sucumbir a las trampas con que el inconsciente se encarga de obstaculizarle al escritor su camino. La lucha entre Eros y Thanatos está siempre en la raíz de la creación, ya se sabe. Pero el final del combate es siempre imprevisible.

Pasé la niñez en un ingenio azucarero, en Potrero, Veracruz, lugar tan insalubre como con toda seguridad lo habrán sido en la misma época las fincas de Nueva Guinea, del Alto Volta o de la Amazonia. A los breves intermedios de actividad corporal sucedían largos periodos en que las fiebres palúdicas, las malignas tercianas, me reducían a la cama. Mi único placer provenía de la lectura. De grado y por fuerza me convertí en lector de tiempo completo. Salté de las lecturas propias de la infancia: Verne entero y La isla del tesoro y El llamado de la selva y Las aventuras de Tom Sawyer, a las novelas de Dickens, y, luego sin transición, al Ulises criollo de José Vasconcelos, a La guerra y la paz, los poetas mexicanos del grupo Contemporáneos, Freud, Proust, D. H. Lawrence, las lenguas extranjeras. Leí todo lo que cayó en mis manos. Llegué a la adolescencia con una carga de lecturas bastante insoportable. Añádase a ello que vivía con mi abuela, y que quienes visitaban la casa eran su cuñada, sus amigas de juventud, a veces su casi centenaria nana, y que entre todas se las ingeniaban para que la conversación evitara cualquier tema contemporáneo y permaneciera estrictamente detenida en una especie de utopía derrotada, de edén subvertido: el mundo anterior a la Revolución, cuando se podía viajar a Italia y no sólo a Tehuacán a tomar las aguas y recuperar una salud que a fin de cuentas no servía para nada, puesto que el tiempo que merecía la pena vivirse había quedado atrás, extraviado, destrozado, se podrá entonces comprender mi posterior destino. Si a la acumulación de lecturas escasamente digeridas se agrega el incesante flujo de literatura oral que pretendía mantener la casa alejada del presente, y por lo tanto de la realidad, nada tiene de extraño que en un momento dado pasara de la categoría de lector a la de aspirante a escritor.



Sergio Pitol
Escritura
De El arte de la fuga* (1996)

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Mephisto Walter
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* El arte de la fuga no es una obra de ficción sino un libro de confesiones, cercano a la autobiografía, del escritor, traductor y diplomático mexicano Sergio Pitol (1933), autor de El desfile del amor (1984) y Domar la divina garza (1981), entre otros. En México, Pitol fue galardonado en 1982 con el importante premio Xavier Villaurrutia por Vals de Mefisto (siete cuentos que en México se conocieron como Nocturno de Bujara).

En veintisiete textos terminados entre 1971 y 1996, Sergio Pitol hace recuento de su vida. Las prosas se agrupan en tres secciones (Memoria, Escritura y Lecturas) sobre las que bosqueja la imagen de sí mismo que quiere dar al público. Las tres son importantes, pues como escribe en el primero de sus textos, el yo de un novelista no está sólo en la vida y en los escritos, sino también en sus lecturas favoritas. Aunque predomina el tono narrativo, Pitol yuxtapone continuamente los géneros y ninguna convención de género literario rinde justicia al contenido de esta miscelánea obra. Por ejemplo, tanto recuerda sus contactos con la cultura barcelonesa del final de los sesenta y su relación con los editores "scar Tusquets, Jorge Herralde y con la editorial Seix-Barral, como se detiene en su faceta de traductor. La sección Lecturas, la que más interés puede suscitar a un lector no especializado, está dedicada a sus inteligentes y personales reflexiones críticas sobre sus lecturas preferidas.

Rafael Díaz Riera



SERGIO PITOL DOMENEGHI (Puebla, Méjico, 18 marzo 1993). Estudió Derecho y Filosofía en la Ciudad de México. Es reconocido por su trayectoria intelectual. Ha vivido perpetuamente en fuga: estudiante en Roma, traductor en Pekín y en Barcelona, profesor universitario en Xalapa y en Bristol, y diplomático en Varsovia, Budapest, París, Moscú y Praga. Define su estilo literario como una autobiografía oblicua en la que se funden la vida y la literatura. Entre sus obras: No hay tal lugar (1967), Infierno de todos (1971), Los climas (1972), El tañido de una flauta (1973), Asimetría (1980), Nocturno de Bujara (1981), Cementerio de tordos (1982), Juegos florales (1985), El desfile del amor (1985), Domar a la divina garza (1988), Vals de Mefisto (1989), La casa de la tribu (1989), La vida conyugal (1991), El arte de la fuga (1996), El viaje (2000), Todo está en todas las cosas (2009), De la realidad a la literatura (2002) y El mago de Viena (2005).

Texto adaptado de

Sergio Pitol

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