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Pero si ese era el esquema de la que llamamos América media, en los extremos de la escala se perciben vari antes aunque no demasiado signi ficativas. Donde el mestizaje era a dos: español y africano, bien porque el indio fue aniquilado o porque nunca vivió allí, España se imponía más fácilmente con todo lo que podía arrastrar en su bagaje institucional y cultural traído de la península. El español construía y reproducía un orden franco de esclavismo; al negro le correspondía adaptarse y someterse al superior; éste, a despecho de todo, también debería hacer las concesiones propias de la convivencia entre desiguales, pero el sacrificio del otro sería mayor; en el caso venezolano, y en América en general, el inmigrante del Africa perdió primero que nada su propio idioma.
En cuanto a la América más poblada, organizada y culta, avanzada dentro de las relatividades, España sirvióse a maravilla con los sistemas locales de injusticia, opresión y desigualdad, ya peculiares de la realidad aborigen, y los siguió utilizando con el único cambio que suponía sustituir al titular autóctono por el hi spano, y alguna que otra modifi cación superficial. Para las multitudes aztecas o incas, la conquista significó primordialmente un trueque de señoríos, de lenguaje y de exterioridades. Para ellas el conquistador personificaba el traumático desprecio a sus viejas y propias creencias, para asimilar, por fuerza y con prisa, otras nuevas y ajenas. Un caso bien ilustrativo se halla en el Perú, donde España conserva el caci cazgo para aprovecharse de abo rígenes como instrumentos de su dominación explotadora. Sin duda que, por parte del conquistador, resultaba inteligente este recurso de degradar a una parte selecta y minúscul a de los conquistados para apro vecharlos en la administración y el manejo de la gran mayoría. Bolívar en 1825 eliminaría, con el deseo de que fuera para siempre, estas especies de submagistraturas vergonzosas.
Bolívar será junto con los verdaderos libertadores, y a la distancia de tres siglos, el vengador supremo de las iniquidades que, entonces en uso por las potencias, presiden la aparición del Nuevo Mundo. En nombre de los más, de los sujetos a la coyunda ibera, de los esquilmados, enca bezando a los auténticos y genuinos exponentes de América, buscará hacer añicos ese aparato que a la distancia de los tiempos apreciamos como corrupto y corruptor, de oprobio y humillación, para establecer en su lugar el sistema que la dignidad de la persona humana y sus derechos imprescriptibles señalan como el único compatible con ellos, único propicio además para el progreso y para la perfección social.
Durante los siglos XVII y XVIII, se prosigue en la que sería tierra de Simón Bolívar la empresa ingente y afanosa de construcción de una nacionalidad que no existía. Verificado el encuentro de los primeros componentes: naturaleza, gente y cultura, fundidos cual los metales en el horno de la violencia típica de la Conquista, viene ahora el tiempo de la activa esperanza.
No son los siglos XVII y XVIII una coyuntura apacible. Para desmentir la falsa imagen de una etapa colonial quieta y tranquila, arcádico remanso de la historia, espera silenciosa donde nada crece ni nada sucede, están las continuas convulsiones internas en el seno de la desi gualitaria comunidad naciente, y la reiterada violencia pirática, suerte de revulsivo esta última con importantes efectos para la nueva sociedad, pues enfrentando a la agresión foránea, el venezolano adquiere conciencia de sí mismo, confraterniza ante el peligro común, supera sus localismos. Habla por primera vez de patria contra el extranjero de creencias, lengua e idiosincrasia.
España persiste, a lo largo de estas dos centurias, en su obstinada y heroica vocación de sembrarse y de dar todo de sí, de no rechazar sino de acoger a los demás factores, con todos los cuales quiere moldear la América a su semejanza.
El proceso venezolano de los últimos dos siglos de coloniaje es el de la consolidación nacional; a ésta se llega partiendo de la dispersión. Los centros diseminados por su suelo se funden, y es decretada y empieza a lograrse la unidad fiscal y económica, en seguida la unidad militar y política, luego la unidad judicial, administrativa, social y religiosa: la Venezuela donde Simón Bolívar nace en 1783, surge por cierto formalmente en el decenio 1776 86 de la organización y suma de muchas partes.
En toda América los doscientos años 1600 1800, son paralelamente de activa cristalización del coloniaje; se definen las jurisdicciones mayores y menores, se nutren los centros poblados con el flujo de España y la incorporación de esclavos pedidos por el crecimiento material. La cul tura esplende en los campos más variados; arquitectura en México, Lima y Córdoba, pintura en Quito, música en Caracas. El absolutismo colonialista llega a la cima en su plenitud hermética. Bien elocuente resulta el virrey de México que recuerda a los americanos que ellos no han nacido para opinar sobre el gobierno, materia reservada al gran monarca que ocupa el trono de España, sino para callar y obedecer. La Iglesia robustece su poder. Las órdenes religiosas, como los jesuitas, se aseguran a través de la educación una determinante influencia.
Como oponiéndose a la pretensión de España, el medio americano no permitió el trasplante fiel de todo lo que caracterizaba a la metrópoli; a la larga el resultado fue bien distinto del que en un principio se quiso. La coexistencia obliga a mutuos ajustes; cada elemento vivo, de los participantes en el proceso, modificase en el roce y por imperativos de la vecindad. Ninguno puede ignorar a nad ie; el escenario es uno, los ac tores varios; el deber y el destino es de todos.
José Luis Salcedo Bastardo
Bolivar: un continente y un destino, 1972
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