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EL ORIGEN DEL MUNDO (Jorge Edwards)

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-Tú a lo mejor no coleccionas las fotografías de tus amantes, pero él sí, y Silvia, mi mujer, formaba parte de su colección.

Alfredo Arias, que sin duda era pésimo para disimular, miró para otro lado e hizo toda clase de movimientos abruptos, absurdos. Sus articulaciones produjeron verdaderos chasquidos, como si hubiera estado a punto de descoyuntarse.

Yo, entonces, que había entrado en una especie de caída libre, di un paso más, un paso extremo, y en el vacío.  Lo di con una sensación de vértigo que no podía controlar. Le dije que había visto en la colección de Felipe una foto de una mujer desnuda, con la cara tapada por las sábanas y las piernas abiertas, en una pose muy parecida a la del cuadro de Coubert en el Museo de Orsay, y que estaba seguro, ¡quién podría reconocerla mejor que yo!, por las formas, por la curvatura especial del vientre, por los muslos, por los mismos pelos vaginales, agregué, con la voz enredada en mucosidades, en telarañas, de que era Silvia hace unos veinte años, a sus maduros y estupendos treinta y tantos.

-¿Pero no dices que estaba con la cara tapada? –protestó Alfredo, desencajado, con los mismos ojos desorbitados de hacía un rato.

-Sí. Estaba. Pero… -y moví las manos, como diciendo: ¡Piensa un poco! Y diciendo, también: No trates de ayudarme, porque así no me ayudas nada.

Alfredo Arias terminó de beber su whisky y colocó el vaso con fuerza, y hasta, diría yo, con rabia, con un sentimiento parecido a la indignación, como si el miedo del primer momento hubiera sido suplantado por la ira, encima de la mesa.

-Tú me hiciste una pregunta –dijo-, y yo te la contesto. Te la contesto lo mejor que te la puede contestar. Porque a Felipe, ¡nunca!, le escuché una palabra sobre tu mujer. ¡Una sola palabra! ¿Me entiendes?

-Entiendo –le dije, con la vista baja, y le pedí que me disculpara, y que pasáramos a otro tema. El me puso una mano en el hombre y me lo estrujó, me lo hizo doler.

-Me imagino lo que estás pensando –le dije-: Estás pensando que estoy enfermo del chape. Y tienes toda la razón. Ya te lo advertí. Es una enfermedad que me cayó de repente, como un garrotazo en la cabeza, y que me tiene paralizado, esclavizado.  Si fuera un amor imposible, una pasión senil, estaría más tranquilo, pero el engaño, los celos, la curiosidad enervada, contrariada, son mil veces peores…


Jorge Edwards
El origen del mundo, 1996


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