La madrugada en Saint Denis era especialmente dura, hombres con gesto encogido pasaban como furtivos por las mojadas aceras, sin reparar, porque se habían hecho habituales o porque no les importaban en absoluto, en las pintadas (“Franco es un asesino”, “Abajo el fascismo franquista”) que embadurnaban las oscuras paredes de los edificios, camino del cotidiano trabajo. Camino, también yo, del suburbano que me llevaba hasta la editorial, donde hacía un poco de todo e igual cogía la pluma que la escoba: traductor a ratos, redactor de cartas a inverosímiles librerías españolas capaces de vender los libros que editábamos o los que distribuíamos de “El Ruedo Ibérico”, mozo repartidor, articulista ocasional… Aquellas madrugadas, sin embargo, comenzaron a ser más amables, me cruzaba con frecuencia con una joven que me dirigía una leve sonrisa.
Un día, venciendo mi tradicional timidez, la abordé. Resulta que ella sabía mucho sobre mí, pues su hermano y yo éramos conocidos; no llegábamos a ser amigos, pero había buen entendimiento entre nosotros. Era hija de exilados españoles, pero ella era parisina. Rosita, así la llamaban sus padres y hermanos, con una “r” impronunciable para sus amigos franceses, era uno de esos deliciosos productos criollos; educada en la estricta moral laica del obrero republicano español de raza, esa educación contrastaba con la libertad de costumbres de sus amigos franceses, causándole esto una cierta confusión mental. Comenzamos a salir juntos e íbamos a alguna boite a bailar o al cine. Era fogosa y reprimida a la vez, sus diversos componentes culturales le conferían una interesante y compleja personalidad, mucho más libre que cualquier chica española, pero reprimida por numerosos tabús.
La Porte de Saint Denis me devolvió a mis gentes. Mucho más reales que los estereotipos que se manejaban en las reuniones de la célula. Gentes que, en su mayoría, carecían de inquietudes políticas, sumergidas como estaban en la resolución de los problemas diarios, con un único afán, enviar dinero a sus casas, y un único sueño, volver a su ciudad o a su pueblo un día, con los problemas económicos más perentorios resueltos. La justicia social empieza por uno mismo. Aparte estaban los irredentos exilados de la guerra, que desengañados de volver, reconstruían en tierra extraña el ambiente petrificado de una España ya inexistente y, por tanto, imposible de recuperar.
Una noche de sábado en que Rosita se había mostrado especialmente cariñosa mientras bailábamos y desafiando el mandato paterno, que la obligaba a volver a casa a una hora “prudente”, accedió a subir a mi cuarto. Todo fue hermoso, pero no excesivamente apasionado, quizá a ambos nos faltaba experiencia. Después vinieron las confidencias: su deseo era casarse con un español, que la devolviera a esa España para ella desconocida, idealizada por tanto ensalzamiento escuchado a sus padres, tener hijos, ser felices. En fin, todo un programa pequeño burgués que a mí no me hizo mucha gracia. De pronto descubrí que esas deliciosas criaturas que son las mujeres, no solo eran un cúmulo de estímulos sensoriales y sentimientos románticos, sino que tenían cabecitas muy bien organizadas, que establecían programas eficaces dirigidos a fines muy concretos y que uno de ellos era hacernos bajar a los hombres de las etéreas regiones donde comúnmente habitamos hasta la tierra real y concreta, para ser unos elementos integrantes de la sociedad y desarrollar lo único que se nos pide: nacer, reproducirse y morir.
Me gustaba el barrio. Nunca he dejado de ser un chico de barrio. La vida cobraba formas primarias, la gente tenía problemas y trataba de resolverlos de la mejor manera posible, con la angustia necesaria. Si hubieras preguntado por Du Beauvoir o Sartre te habrían contestado con naturalidad que no los conocían, que preguntaras, acaso, dos calles más abajo donde vivían algunas familias francesas. Ya empezaba a estar un poco harto de los pseudointelectualoides del comité, con tanto análisis estructural, tanto materialismo dialéctico, tantas citas constantes a los prebostes del marxismo y tanto mirarme condescendientemente porque yo no había ido a la universidad, como si ello comportara más mérito que el haber tenido un padre rico que costeara los estudios al hijo que jugaba a ser rebelde y marxista y cuando, por lo demás, la vida se desarrollaba ante nuestros ojos y no era necesario sino mantenerlos muy abiertos para comprenderla.
Fue por casualidad que trabé conocimiento con uno de los tres jesuitas que atendían la sobria parroquia del barrio. No tenía ninguna pinta de cura, vestía como cualquier obrero y se tomaba con ellos una cerveza al terminar su jornada de trabajo, mientras reemprendía otra, la ministerial. Era navarro y me interesó lo que estaban haciendo, de modo que algunas tardes, de anochecida me dejaba caer por la oficina parroquial y para cuando terminaban su agotadora jornada, quizá, les hubiera preparado algún guiso, que siempre he sido mañoso con las perolas y sartenes. Mientras cenábamos conversábamos sobre España y sobre el resto del mundo.
-Nosotros ejercemos de curas, aunque no lo parezca. Somos unos taimados. Claro que hacemos proselitismo, y muy eficazmente te lo aseguro. Reía Javier ante mi cara de asombro.
- Es que los comunistas sois muy primitivos, parecéis los primeros cristianos, dando la tabarra con el ateísmo, cuya doctrina te habrás dado cuenta que toma todos sus elementos de la religión, sobre todo el dogma, tras el que se parapeta el superior. Esto no tiene discusión: es dogma. A partir de ahí ya no tengo que demostrar nada, y tú te quedas con el trabajo de demostrar cada una de tus afirmaciones, que cuando no interesen serán rebatidas con otros dogmas. Cualquier día de estos descubriréis a Dios y adiós con el comunismo político, os convertiréis en una teocracia.
Escuchar cosas así de unos curas me producía no sólo asombro, sino un verdadero choque contra todo lo que había visto de la Iglesia Católica en mi tierra. Los tres componentes de la casa, de la parroquia, o lo que fuere: uno navarro y dos vascos, trabajaban en una empresa de colocación de telas asfálticas. Los domingos, después de decir misa, organizaban partidos de fútbol con los chicos del barrio y jugaban con ellos. Durante la semana, tras el trabajo celebraban la eucaristía y después abrían la oficina parroquial donde trataban de ayudar a resolver los problemas de los que hasta allí se acercaban, sin preguntarles nada sobre sus creencias.
-Mira, lo primero que necesitan muchos de los que acuden es a que les encuentres un alojamiento. Normalmente vienen a casa de algún pariente o amigo del pueblo, pero eso es una solución provisional. Qué les vas a decir sobre el concubinato y las relaciones sexuales sin matrimonio, si viven hacinados. Después hay que revisarles los papeles del arrendamiento del apartamento, para que no los engañen. También hay que buscarles trabajo o mirar que no les pongan cláusulas abusivas en sus contratos. En fin, ayudarles. Después les dices que celebramos misa los domingos, pero que la misa hay que sentirla, si no es preferible no asistir. Y así van cayendo. Ja, Ja,…. volvía a reír Javier con esa risa espontánea y contagiosa suya, que procedía de alguien que parecía vivir de acuerdo con su pensamiento.
- Sí, si, no seas celoso, también a ti tratamos de traerte al buen redil, pero eres un caso muy difícil. Aunque, ya caerás, Dios es eterno y puede permitirse tener mucha paciencia. –Pero yo, afortunadamente, no soy eterno-. Contestaba yo con un guiño.
Las cosas con Rosita comenzaron pronto a no marchar. Se daba cuenta de que yo no era lo más apropiado para sus proyectos. Por muy hábilmente que tirase del brabante no había manera de bajarme de la estratosfera donde descuidadamente vivía. Mientras, yo acariciaba la idea de volver a mi país, pero temía que estuviera fichado y fuera detenido nada más poner un pie tras la frontera. Nada me ataba a Francia y cada vez era mayor la nostalgia de mi tierra. Un día recurrí a mis amigos jesuitas.
-Volvería a España, pero tengo miedo de que la policía tenga antecedentes míos y me creen dificultades. Prácticamente he roto con el Partido, pero eso no será suficiente.
-Pues no sé que podemos hacer por ti.
-Vuestra organización es poderosa y bien relacionada con el Régimen.
-Más vale que no toquemos este punto. No faltaría más que nuestros hermanos españoles pensaran que queremos infiltrar comunistas. Bastante escandalizados los tenemos.
-¿Por qué?
-No dejarás nunca de ser un ingenuo, por eso te he dicho siempre que no estás perdido. ¡Curas obreros! ¡Curas sindicalistas, reivindicadores de los derechos de los obreros! Mira, cuando cogemos vacaciones nos abstenemos de ir a ninguna casa de la Orden. No entenderían a un padre jesuita de vacaciones.
-Pues, ¿Dónde vas?
-A mi me gusta el mar, o sea que a una playa.
-¿Y vas a la playa y te pones el bañador?
-¡Qué pregunta, vaya revolucionario! Lo malo es que nos vas a salir un católico reaccionario y retrógrado. No te preocupes, tenemos otros medios que no son, precisamente, recurrir a nuestra Orden. Me contestó con un guiño cómplice de conspirador.
Al poco tiempo me comunicaron el resultado de sus averiguaciones. No tenía ficha policial, podía ir a mi patria cuando quisiera, sin temor. Partí con un sentimiento de vergüenza por mi cobardía de no atreverme a decírselo a Rosita. Pero qué podría decir en mi descargo. Que era un inmaduro, que no acababa de encontrar mi sitio. Por otra parte, Rosita siempre sería una delicada rosa española plantada en una banlieue y en España no dejaría de ser una fragante rose francesa en aquella España pacata y provincial. La tragedia de los trasterrados no termina en ellos, trasciende a la generación siguiente, los criollos, que no consiguen pertenecer ni a la cultura de sus padres ni a la de adopción.
Atrás dejé aquella babel de tribus. Estaban los viejos republicanos españoles, que habían perdido todas las batallas y habían sido apaleados en todos los lugares y en todos los idiomas: en la guerra española, en los Alpes, en los Vosgos; que mantenían una fe inquebrantable en el socialismo, pero el del comunismo primitivo, sin contaminar aún por los intelectuales, la fe de los viejos apóstoles bolcheviques. La nomenclatura del partido, formado por burócratas mal pagados, que se disputaban una invitación al paraíso de Cheauchescu. También había que contar con la emigración, que no había vivido la guerra, sin compromiso político alguno, que se hacinaba con portugueses, turcos y argelinos en las banlieues, tratando de sobrevivir simplemente. Pero aparte de nuestros variados especímenes, París se hallaba poblado por multitud de hordas: desde el oficial Partido Comunista, para quienes nosotros éramos los parientes pobres, hasta la extrema derecha fascista, que englobaba los restos de la O.A.S. pasando por los sonrosados estudiantes de Nanterre, en su mayoría alevines de las familias dirigentes, que jugaban a comunistas maoístas, dispuestos a dirigir la tercera revolución francesa, llevando la imaginación al poder. Como si el poder careciera de imaginación, al menos para lo único que le interesa, permanecer en el poder, como lo demostró en aquella ocasión, fagocitando a aquellos diletantes, que pronto terminarían sus estudios y se integrarían felices en los cómodos alvéolos de ese abominable poder.
Me fui, volví a España. Al poco estalló el mayo francés. Nunca se armó tanta bulla para tan parco resultado: jubilar a un viejo general enfermo. Francia y toda la Europa occidental carecían ya de la energía necesaria para una revolución, habían perdido pulso. Como mucho, unos días de algarada para que todo continuara igual. El espectáculo se celebró sin mí, lo que me impidió pasar el resto de la vida diciendo, con el pecho inflado: yo estuve en el 68 en Paris. ¡Qué lástima! Qué hacía yo en aquella jungla, un chico de barrio. Nada. Volví a mi país donde Paco “el paleta” todavía estaría aguardando paciente la llegada de la parusía socialista. Llegué justo a tiempo de contemplar la conmoción que supuso el triunfo de Massiel en Eurovisión, estuve a punto de largarme a cualquier parte, abrumado de tanta vulgaridad y nihilismo. El 20 de agosto de aquél año, las tropas y los tanques rusos, bajo la capa del Pacto de Varsovia, pisoteaban las flores de la primavera de Praga, extirpando de forma brutal los sueños de libertad y humanismo de los checos, dirigidos por Alexander Dubcek. Nadie, en la Europa libre, ni aquellos ilusos estudiantes, ni sus profesores, ni sus intelectuales mentores, elevó la más tenue protesta. Hay quien piensa que Dubcek era tan peligroso para el capitalismo como para el comunismo.
Antonio Envid Miñana
El tenue aroma de la acacia
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