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ERA LA HORA DE ESPAÑA... (Víctor García de la Concha)




En España la unión de los reinos de Castilla y Aragón y el final de la Reconquista -«no queda ya otra cosa sino que florezcan las artes de la paz», procamaba Nebrija- sentaron las bases de la promoción de la lengua romance. Así, al tiempo que la Reina Católica favorecía en su entorno el estudio del latín, alentaba el movimiento cisneriano que buscaba la formación religiosa del pueblo en su lengua castellana. Fue un jurisconsulto del Rey Católico, el converso Micer González García en Santa María ―tan pagado por cierto, de su formación latina que hizo inscribir en su seplulcro como epitafio: «Post quam … e vita migrauit non parvam in Hispania latine litterae fecere iacturam»― fue, digo, él quien tradujo en 1485 los Evangelios y Epístolas, y poco más tarde, las tan difundidas Vitas patrum, Las vidas de los santos religiosos. Antonio de Nebrija, que se proponía debelar en España la barbarie cultural revolucionando los estudios de la latinidad, fue el mismo que sometió a regla nuestro idioma en su Gramática sobre la lengua castellana (1492). Al dedicársela a la Reina Isabel, le manifestaba su convicción de que en su mano «no menos estaba el momento de la lengua que el arbitrio de todas nuestras cosas». No dudaba Elio Antonio que era la hora de España.
Lo era  aquí e iba a serlo cada vez más a lo largo del siglo XVI en Europa. Basta solo ecordar, en una anécdota menor pero significativa, el caso de Italia. En un cartapacio de la Biblioteca Ambrosiana de Milán se conservan las cartas cruzadas entre Lucrecia Borgia ―a la sazón (1503) casada ya por tercera vez con solo veintitrés años― y el futuro cardenal Pietro Bembo. Ambos rivalizaban en versos amatorios castellanos. En las hojas del cartapacio está cosida una bolsita de pergamino que contiene unos mechones de cabellos rubios, largos, finísimos, que nos advierten que aquellos poemitas españoles no fueron escritos por simple casualidad: «Yo pienso, si me muriese / y con mis males finase, / desear / tan grande amor  feneciese, / que todo el mundo quedase / sin amar».
Es ella quien lo escribe y Bembo, el gran promotor del italiano vulgar, responde que tales sutilezas «en la grave sencillez de la lengua toscana no tienen cabida, y que si se las transporta en ella, no parecen verdaderas y nativas sino fingidas y extranjeras, pero, a pesar de ello, le contesta con una cuarteta española. Es el mismo Bembo quien presta a Juan de Valdés, que lo recoge en su Diálogo de la lengua el principio de «escribo como hablo» y el que lo convence de que «todos los hombres somos más obligados a ilustrar y enriquecer la lengua que nos es natural y que mamamos en las tetas de nuestras madres, que la que nos es pegadiza y aprendemos en los libros».



(De la Lección inaugural, que bajo el título Invitación a los estudios nobles. Lengua de uso, lengua de arte, fue leída por don Víctor García de la Concha director honorario de la RAE, el 18 de octubre de 2011, con motivo de la apertura del curso de las Reales Academias del Instituto de Español). 



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