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LAS ROSAS DE LA TARDE (J.M. Vargas Vila)



Él se inclinó hasta el lirio de su rostro, para besar sus labios aromados.

Y ella le devolvió el beso amigo.

Su beso no tenía la sonoridad cantante de la orgía, era un beso grave y melancólico, como el brillo de una luna de invierno; era un beso pudoroso y crepuscular, cargado de recuerdos y dolores.

Él quiso traerla violentamente sobre su corazón, y ella lo rechazó poniéndose de pie.

Una rosa blanca, que se abría sobre ellos, reacia a caer, enamorada acaso de un lucero, se deshojó al estremecimiento de sus cuerpos, y los cubrió con sus pétalos enfermos, como con un manto de perfume.

Y, allá, lejos, sobre la última cima de la Sabina, un rayo de luz rebelde a desaparecer, fulguraba aún, con la persistencia de un Amor tardío, en la calma serena de la noche.

el sueño de la Vida brillante en su fulgor.

En la eflorescencia blanca del crepúsculo, la palidez hialina de la aurora, daba tintes de ámbar al cielo somnoliento.

La noche recogía su ala tenebrosa de misterio, y la mañana surgía en una irradiación de blancuras del natalicio fúlgido del Sol.

Hugo Vial, apoyado de codos en la veranda del balcón de su aposento, que daba sobre el jardín, meditaba, cansado por aquella noche de insomnio, perseguido por la visión radiosa del Deseo.

El alma y el cuerpo fatigados, se sentía presa de una laxitud melancólica, y se entregaba a pensamientos austeros, como siempre que replegaba las alas de su espíritu en la región obscura del pasado.

La magnificencia de sus sueños lo aislaba siempre de las tristezas de la vida.

Se refugiaba en su pensamiento, como en un astro lejano... Y, el mundo rodaba bajo sus pies, sin perturbarlo...

Las armonías divinas de su cerebro serenaban las borrascas terribles de su corazón. Las músicas estelares pasaban por sobre las ondas rumorosas y las calmaban.

Sentía que la Soberbia y la Esperanza, sus dos grandes diosas, venían a reclinarse sobre su corazón, tan lacerado, y le parecía que el dulzor de los labios divinos venía a posarse sobre sus labios mustios.

La acuidad de sus sensaciones diluía hasta lo infinito, este placer intelectual del ensueño luminoso.

La voluptuosidad misma de su temperamento, tan poderoso, no llegaba a irrespetar la pureza mística y bravía de sus ideales.

La animalidad, que sacudía sus nervios y circulaba por sus venas, como el agua en los canales sin olas de una ciudad lacustre, no llegaba a manchar el alba, la inmaculada pureza de sus ideas, refugiadas en la torre de marfil de su cerebro, altanero y aislado, como una fortaleza medioeval.

Cuando la mediocridad ambiente de la vida lo acosaba, como una jauría de perros campesinos a un gato montés, se escapaba a la selva impenetrable de su aislamiento y era feliz.

Iba a la soledad como un león a la montaña: era su dominio.

En el silencio, poblado de visiones, su pensamiento vibraba y fulgía, como las alas de un águila hecha de rayos de Sol.

Su ideal, como el templo de Troya, siete veces ardido y siete veces reconstruido, volvía a alzarse, en el esplendor de su belleza insuperable.


J.M. Vargas Vila
Las rosas de la tarde, 1901


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