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CARLOS V Y TIZIANO: "LA BATALLA DE MÜHLBERG" (Manuel Fernández Álvarez)

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Y es ese instante el que ha de recoger Tiziano. Ahora bien, Tiziano en 1548 se encuentra con un Emperador inmóvil en su sillón, aherrojado por la gota. Es un Emperador envejecido, tal como podemos ver en el cuadro que guarda la Vieja Pinacoteca de Múnich. No es ciertamente el modelo para dar el testimonio del vencedor de Mühlberg, el testimonio del Emperador invicto de la Cristiandad. ¿Qué hacer?


Es fácil adivinar lo que ocurrió: es el pintor de setenta y un años el que insufla ánimos al César que aún no ha cumplido los cincuenta. Es como si hubiera existido un diálogo –y acaso lo hubo- en el que Tiziano animara a su regio modelo, prestándole esa vitalidad que a él parece sobrarle.


Y así surge la obra maestra del pintor veneciano, una de las joyas del Prado.


Pintado en la primavera y en los primeros meses del verano de 1548, Tiziano puede plantar , y planta, su caballete, al aire libre, en plena campiña bávara. No es algo que supongamos; es un hecho cierto. Y tanto, que un golpe de viento arranca el cuadro y produce un desgarro que ha quedado como huella de lo sucedido. Por lo tanto, Tiziano puede captar la Naturaleza, aunque le sea imposible reflejar los dorados ocasos de la tierra de Venecia que había dejado atrás y que era la que tanto le gustaba recordar.


Todos los críticos destacan el acierto del viejo maestro; todos, y en primer lugar Lafuente Ferrari. Es el acierto de presentarnos en magnífica soledad al jinete vencedor, a Carlos V cabalgando lanza en ristre sobre la campiña germana, sin ninguna otra imagen de guerrero cualquiera, entre los vencedores o entre los vencidos, y sin ni siquiera ninguna señal de la guerra habida: ni ruinas, ni soldados, ni el fuego y los humos de la batalla.






Nada. Solo el Emperador victorioso, como símbolo, no de una concreta y determinada batalla, sino de la victoria pura, de una victoria que no hubiera de empañarse jamás. La gran victoria para un solo vencedor. Y ese es Carlos V. Un vencedor sin rastro de polvo, barro o sangre, como si su victoria fuera algo milagroso.


Lo repito: para mí esa solución del héroe en soledad, sin otro vestigio de la guerra que las propias armas del César, es el resultado de una conversación. Algo han hablado Carlos V y Tiziano. Para recordar al vencedor de Mühlberg, Tiziano no quiere pensar en el Emperador que tiene ante sí postrado en su sillón, abatido, con aire fatigado; un caballero cualquiera de la Orden del Toisón de Oro todo vestido de negro, bien forrado de pieles, porque es un hombre, si no viejo, envejecido prematuramente y al que la gota ha despojado de sus fuerzas.


Ni tampoco lo quiere, eso es claro, el mismo Carlos V. De forma que hay que pintar un emperador lleno de energía, el del reciente pasado, para dispararlo hacia el futuro, con la imagen que provoca ese jinete lanza en ristre y ese caballo que, más que galopar, diríase que se apresta a levantar el vuelo, como si se tratara de un Pegaso renacido.

El vuelo hacia la fama. Y para ese vuelo, Tiziano prepara su pincel, enamorado de su idea y seguro del arma formidable que posee. Está seguro de sí mismo de su arte, de su inspiración.


Porque no es el artista que pinta un cuadro por encargo, sino el que está ya deseando dejar el testimonio para siempre del personaje que admira, esa cualidad de Carlos V, de provocar el respeto de sus enemigos y la admiración de sus amigos. Él, Tiziano, sabe que está haciendo su obra maestra, que gracias a él, a su arte, a su pincel mágico, ya siempre que pensemos en Carlos V lo haremos como él nos lo ha legado: como el jinete victorioso cabalgando en solitario lanza en ristre por los campos de Europa. Y para ello, algo de la energía indomable de aquel anciano pintor de setenta y un años ha penetrado en Carlos V.


De esta forma Carlos V entra de lleno en la leyenda, haciendo la mejor propaganda de su obra.
 
 
Manuel Fernández Álvarez
Carlos V,
El César y el Hombre
(1999)
 




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